Datos del libro
Título Original: The Gathering Storm
Traductor: Juan G. de Luances
©1948, Churchill, Winston
©1949, José Janés
Colección: Los libros de nuestro tiempo
CÓMO SE FRAGUÓ LA TORMENTA
(LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL)
WINSTON S. CHURCHILL
EDITORIAL DESTINO
1949
Traducción del inglés:
JUAN G. DE LUACES
*
Título de la obra original:
THE GATHERING STORM
*
Primera edición 1949
BARCELONA
Prefacio
Considero estos volúmenes como una continuación de la historia de la primera Guerra Mundial, historia que relaté en «LA CRISIS MUNDIAL», «EL FRENTE ORIENTAL» y «EL RETOÑAR». Si llego a completar la presente obra, ésta y las anteriores constituirán una narración de otra Guerra de Treinta Años.
Como en los anteriores volúmenes, he seguido aquí, lo mejor que he podido, el método de las Memorias de un Caballero , de Defoe, quien, según es sabido, hace que el relato y discusión de grandes acontecimientos políticos y militares pendan del hilo de las experiencias personales de un individuo. Acaso sea yo el único hombre que ha atravesado los dos supremos cataclismos de la historia conocida, ocupando altos puestos del gabinete. Pero, mientras en la primera guerra mundial sólo desempeñé cargos subalternos, aunque de gran responsabilidad, en la segunda pugna con Alemania he sido durante más de cinco años jefe del gobierno de S. M, Por lo tanto, escribo ahora desde un diferente punto de vista y con más autoridad que la que pude tener en mis libros anteriores.
Casi todas mis tareas oficiales se realizaron mediante dictados a mis secretarios. Durante el tiempo que ejercí la jefatura del gobierno, expedí memorándums, directrices, telegramas personales y minutas que comprenden cerca de un millón de palabras. Esos documentos, compuestos de un día a otro bajo la presión de los sucesos y con los datos disponibles en cada momento, sin duda contendrán muchos yerros. En conjunto, no obstante, darán una información comprensible acerca de los tremendos sucesos ocurridos, y tales como los veía en cada instante aquel en quien recaía la principal responsabilidad en la guerra y la política del Imperio y Comunidad Británica de Naciones. Pongo en tela de juicio el que exista ni haya existido nunca una documentación semejante acerca de la dirección que se dio de día en día a la guerra y la administración. No describiré tal documentación como historia, porque el hacer la historia pertenece a otras generaciones. Pero me atrevo a afirmar que lo que ofrezco será una útil contribución a quienes escriban la historia en el porvenir.
Estos treinta años de acción y lucha comprenden y expresan un esfuerzo que abarca prácticamente toda mi vida, de modo que me agradará ser juzgado por lo que en ellos ejecuté. Sigo apegado a mi regla de no criticar nunca medida alguna política o militar a posteriori, salvo si de antemano expresé pública o formalmente mi opinión o di advertencias al propósito. Más corriente es en mí que, después de sucedidas las cosas, tienda a suavizar algunas de las severidades de las controversias sostenidas en el momento de producirse los hechos. Duéleme mencionar mis discrepancias con muchos hombres a quienes he querido y admirado, pero sería erróneo no mostrar al futuro las lecciones del ayer. Antes de juzgar a los hombres honrados y de buena intención cuya actividad relato en estas páginas, cada uno debe sondear su propio ánimo, examinar cómo cumplió por su parte sus deberes públicos y aplicar las lecciones del pasado a su conducta venidera.
No espero que todos concuerden con lo que voy a decir, ni pienso escribir sólo las cosas que en general agradarían. Presto testimonio de acuerdo con mi criterio, y con los datos que tengo me he tomado todos los trabajos posibles para comprobar los hechos; pero constantemente se reciben nuevas luces procedentes del examen de documentos capturados o se obtienen otras revelaciones que pueden dar un nuevo aspecto a las conclusiones que formulo. Por ello es muy importante, en estos casos, apoyarse en documentos auténticos y contemporáneos, y en las opiniones expresadas cuando todo era aún muy obscuro.
Me dijo un día el Presidente Roosevelt que estaba pidiendo públicamente sugestiones respecto a cómo debía denominarse la guerra. Yo repuse sin vacilar: «La Guerra Innecesaria». Jamás ha habido guerra más fácil de impedir que ésta que ha hecho naufragar lo que del mundo quedaba a flote después del conflicto anterior. Y tal tragedia humana llega a su cúspide si consideramos que, tras los esfuerzos y sacrificios de cientos de millones de personas, y tras la victoria de la causa justa, aun no hemos hallado paz ni seguridad y estamos abocados a peligros todavía mayores que los vencidos. Vivamente deseo que el meditar en el pasado sirva de guía en los días futuros, permitiendo a una nueva generación reparar algunos de los errores de anteriores años y preparar, de acuerdo con las necesidades y la gloria del hombre, el tremendo e impenetrable escenario del porvenir.
WINSTON S. CHURCHILL.
Chartwell, Westerham, Kent.
Marzo de 1948.
CAPÍTULO PRIMERO
LAS INSENSATECES DE LOS VENCEDORES
La guerra que debía acabar con las guerras. — Francia, exangüe. —La frontera del Rin. — Las cláusulas económicas del Tratado de Versalles. — Ignorancia en torno a las reparaciones. — Destrucción del Imperio Austro-húngaro en los tratados de San Germán y el Trianón. — La república de Weimar. — Los Estados Unidos repudian la garantía anglo-americana a Francia. La caída de Clemenceau. — Poincaré invade el Ruhr. — El derrumbamiento del marco. — Aislamiento americano — Fin de la alianza anglo-nipona. — Desarme naval anglo-americano. — El fascismo, secuela del comunismo. — De lo fácil que era impedir un segundo Armageddon. — La única garantía sólida de la paz. — Los vencedores olvidan. — Los vencidos recuerdan. — Estrago moral de la segunda guerra mundial. —De cómo la causa de todo fue el no mantener a Alemania desarmada.
Al concluir la guerra mundial comenzada en 1914, reinaba una profunda convicción y una casi universal esperanza de que la paz iba a reinar en el mundo. Este intenso deseo de todos los pueblos hubiera podido fácilmente convertirse en realidad sólo con perseverar inexorablemente en la convicción de lo que era justo y también mediante el uso de un razonable sentido común y una elemental prudencia. La frase «la guerra que ha de terminar con las guerras» estaba en labios de todos y se habían tomado medidas para convertirla en un hecho. El Presidente Wilson, en nombre, según se pensaba, de los Estados Unidos, había logrado que el concepto de una Sociedad de Naciones se impusiese a todos los ánimos. La delegación británica en Versalles modeló las ideas wilsonianas en un instrumento que tendía a constituir un jalón en la dura marcha del género humano hacia adelante. Los aliados victoriosos eran entonces omnipotentes en cuanto a sus enemigos externos concernía. Tenían que afrontar graves dificultades interiores y algunos problemas que no sabían cómo resolver, pero las potencias teutónicas de la Europa Central, es decir, las culpables de la contienda, estaban humilladas, y Rusia, ya maltrecha por los golpes germánicos, se hallaba desgarrada por la guerra civil y a punto de caer en las garras del Partido Bolchevique, o Comunista.
* * * * *
En el verano de 1919, los ejércitos aliados acampaban a lo largo del Rin y sus cabezas de puente penetraban mucho en la vencida, desarmada y hambrienta Alemania. Los jefes de las naciones victoriosas discutían el porvenir en París. Tenían ante ellos el mapa de Europa, que podían rehacer a su gusto. Después de cincuenta y dos meses de sufrimientos y albures, la coalición teutónica estaba a merced de los aliados, y ninguno de los cuatro países batidos podía ofrecer la menor resistencia a la voluntad de sus derrotadores. Alemania, mirada por todos como causante principal de la catástrofe que había descendido sobre el mundo, estaba a discreción de sus vencedores, que se resentían aun de los tormentos sufridos. La guerra la habían hecho no sólo los gobiernos, sino los pueblos. Toda la energía vital de las grandes naciones había sido consagrada a la matanza y la ruina. Los dirigentes de la lucha, reunidos en París, habían sostenido el empuje de las más furiosas mareas que nunca se registraran en la historia humana. Habían pasado los días de los tratados de Utrecht y de Viena, épocas en que aristocráticos estadistas y diplomáticos, tanto vencedores como vencidos, celebraban corteses deliberaciones y, libres de los tumultos y vociferaciones de la democracia, reconstruían sistemas en cuyos fundamentos todos concordaban. Mas ahora los pueblos, arrebatados por sus sufrimientos e impelidos por las enseñanzas de masa que recibieran, exigían, en coros de millones de voces, que se impusiese implacable castigo. Los dirigentes, encaramados en sus ofuscantes pináculos de triunfo, estaban amenazados de pasarlo asaz mal si cedían en la mesa de la conferencia de paz lo que ganaran los soldados en los campos, empapados de sangre, de cien batallas.