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Winston Churchill - La Segunda Guerra Mundial: memorias. Cómo se fraguó la tormenta

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Winston Churchill La Segunda Guerra Mundial: memorias. Cómo se fraguó la tormenta
  • Libro:
    La Segunda Guerra Mundial: memorias. Cómo se fraguó la tormenta
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    1965
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La Segunda Guerra Mundial: memorias. Cómo se fraguó la tormenta: resumen, descripción y anotación

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Datos del libro


Título Original: The Gatering Storm II Traductor: Juan G. de Luances

©1948, Churchill, Winston

©1949, José Janés

CÓMO SE FRAGUÓ LA TORMENTA (II)

WINSTON S. CHURCHILL


LOS LIBROS DE NUESTRO TIEMPO


1949


PROPIEDAD LITERARIA RESERVADA


ÚNICA EDICIÓN ÍNTEGRA AUTORIZADA PARA ESPAÑA


TRADUCCIÓN DEL INGLÉS POR


JUAN G. DE LUACES

*


TÍTULO DE LA OBRA ORIGINAL


THE GATHERING STORM

*


PRIMERA EDICIÓN

Febrero 1949


TIPOGRAFÍA MIGUZA - CIUDAD, 13—BARCELONA


LIBRO SEGUNDO


LA GUERRA CREPUSCULAR


3 septiembre 1939 ? 10 mayo 1940

CAPÍTULO PRIMERO

GUERRA


Invitación de Chamberlain. — La pausa del 2 de septiembre. — Declaración de guerra (3 septiembre). — Primera alarma aérea. — Otra vez al Almirantazgo. — El almirante Sir Dudley Pound. — Mi conocimiento de las cuestiones navales. — Contrastes entre 1914 y 1939. — Situación estratégica en los mares. — El Báltico. — El Canal de Kiel. — Actitud de Italia. — Nuestra estrategia mediterránea. — La amenaza submarina, — La amenaza aérea. — Japón. — Singapur (apéndice). — La seguridad de Australia y Nueva Zelanda. — Composición del Gabinete de Guerra. — Primeros nombramientos de Chamberlain, — Un gobierno antediluviano. — Virtudes de la siesta.


Polonia fue atacada por Alemania en la madrugada del 1 de septiembre. Por la mañana se ordenó la movilización de todas nuestras fuerzas. El Primer Ministro me invitó a visitarle durante la tarde en Downing Street. Me dijo que no tenía esperanzas de evitar la lucha con Alemania y que se proponía formar un reducido Gabinete de Guerra formado por ministros sin departamentos concretos que regir. Indicó que, a su juicio, el Partido Laborista no estaba dispuesto a participar en el gobierno. Esperaba aún que los liberales se le uniesen. Me propuso ingresar en el Gabinete de Guerra. Accedí sin comentarios y entonces mantuvimos una larga conversación sobre los hombres a escoger y los medios a seguir.

Tras alguna reflexión, parecióme que la edad de los ministros que iban a formar la suprema ejecutiva de la dirección de la guerra acabaría considerándose excesiva, y después de media noche escribí a Chamberlain:


2-IX-39.


¿No encuentra que formamos un equipo demasiado viejo? Las seis personas que usted me mencionó ayer suman 386 años, lo que arroja un promedio de más de 64. Un año más, y estaríamos facultados para solicitar la pensión de ancianidad. Pero si añadiésemos a Sinclair (49) y a Eden (42) el promedio disminuiría hasta 57 años y medio.

Si acierta el Daily Herald y no se nos unen los laboristas, habremos de soportar continuas críticas, así como las decepciones y sorpresas en que la guerra abunda. Me parece, por tanto, importantísimo incorporar firmemente a nuestras filas a la oposición liberal. Juzgo, asimismo, un refuerzo necesario la influencia de Eden con el grupo de conservadores asociados a él y también la de los liberales moderados.

Los polacos llevan treinta horas sometidos a un intenso ataque, y me afecta mucho el saber que en París se habla de enviar aun otra nota fa Alemania]. Confío en que pueda usted anunciar nuestra conjunta declaración de guerra cuando el Parlamento se reúna esta tarde, a lo sumo .

El «Bremen» se evadirá pronto de la zona en que cabe interceptar— lo, a no ser que el Almirantazgo tome especiales medidas y se dé la señal de acción hoy mismo. Esto, aunque secundario, puede resultarnos vejatorio si el «Bremen» se fuga. Quedo a su disposición .


Me sorprendió no saber nada de Chamberlain el 2, que fue un día tremendamente crítico. Creí probable que se estuviese haciendo un último esfuerzo de paz, y acerté. A última hora de la tarde, al reunirse el Parlamento, se promovió un corto y acalora-do debate, y las declaraciones contemporizadoras del Primer Ministro fueron mal recibidas. Greenwood se levantó a hablar en nombre de la oposición laborista, y Amery, desde los bancos conservadores, le gritó: «¡Hable en nombre de Inglaterra!» Recios vítores acogieron esta exclamación. No había duda de que la Cámara quería guerra. Incluso me pareció la asamblea más unida y resuelta que durante la escena similar del 3 de agosto de 1914, en la que también había yo participado. Por la noche, varios relevantes miembros de todos los partidos me visitaron en el piso que yo tenía frente a la catedral de Westminster y me expresaron su profunda ansiedad y su temor de que no cumpliésemos nuestras obligaciones con Polonia. La Cámara volvía a reunirse a las doce del día siguiente. Aquella noche escribí al Primer Ministro:


2-IX-39.


No he tenido noticias suyas desde nuestras charlas del viernes, durante las cuales entendí que iba a servir como colega suyo. Usted me dijo que ello iba a anunciarse rápidamente. No sé realmente lo que ha pasado en el curso de este agitado día, mas creo que han prevalecido ideas diferentes a las expresadas por usted cuando me dijo: «La suerte está echada». Comprendo que, dada la terrible situación europea, pueden ser necesarios ciertos cambios de método; pero le pido que diga cuál es nuestra situación, pública y privada, antes de que comience el debate a mediodía.

Paréceme que si el Partido Laborista, y supongo que también el liberal, quedan al margen, será difícil formar un eficaz gobierno de guerra sobre la limitada base que usted mencionó. Considero que debe hacerse un esfuerzo más para atraernos a los liberales, y añado que la composición y alcance del Gabinete de Guerra, tal como usted lo discutió conmigo, exige ser reexaminada. Existía esta tarde en la Cámara la impresión de que se ha perjudicado el espíritu de unidad nacional a causa de la debilidad aparente de nuestra resolución. No subestimo las dificultades con que usted tropieza en sus tratos con los franceses, pero confío en que tomemos nuestra decisión independientemente, lo que dará a nuestros amigos de Francia la orientación que necesitan. Para ello es preciso tener la combinación más fuerte e íntegra que quepa formar. Por lo tanto, le ruego que no anuncie la composición del Gabinete de Guerra hasta que volvamos a hablar.

Como le escribí ayer, de madrugada, sigo enteramente a su disposición, con el mayor deseo de ayudarle en sus tareas.


Supe después que a las nueve treinta de la noche del 1 de septiembre se había entregado un ultimátum inglés a Alemania. A las nueve de la mañana del 3 de septiembre, se expidió un segundo y final ultimátum. Las primeras emisiones de radio del 3 anunciaron que Chamberlain hablaría a las 11'15. Como parecía cierto que la guerra fuese inmediatamente declarada por Inglaterra y por Francia, preparé un corto discurso que me pareció adecuado al solemne y terrible momento de nuestra vida e historia.

El discurso del Primer Ministro nos hizo saber que estábamos ya en guerra. Apenas 61 había cesado de hablar, cuando sobrevino un ruido prolongado y quejumbroso, que había de sernos familiar después. Mi mujer entró en la estancia y comentó admirativamente la prontitud y precisión de los alemanes. Subimos a la azotea para saber qué pasaba. En la fría claridad de septiembre, se elevaban a nuestro alrededor los tejados y campanarios de Londres. Se remontaban lentamente 30 ó 40 globos cilíndricos. Alabamos esta muestra de preparación del gobierno, y como empezaba a pasar el cuarto de hora que, según se nos decía, deba mediar entre la alarma y el ataque, nos encaminamos al refugio que teníamos asignado, proveyéndonos de una botella de coñac y otras medicaciones apropiadas.

Nuestro refugio estaba a unos cien metros, siguiendo por la calle abajo, y se reducía a una zanja abierta, ni siquiera protegida por sacos terreros, en la que ya se reunían los habitantes de media docena de casas. Todos estaban joviales, como es uso en los ingleses cuando marchan al encuentro de lo desconocido. Miré por la abertura que conducía a la calle, pensé en los que nos hacinábamos en el refugio y vi con la imaginación escenas de ruina y carnicería. Figuréme que vastas explosiones conmovían el suelo, que muchos edificios se desmoronaban en escombros, que bomberos y ambulancias corrían entre el estrago y el humo, que zumbaban en el aire aviones hostiles... ¿Por qué no se nos había acostumbrado a comprender lo terribles que podían resultar las incursiones aéreas? El ministerio del Aire, naturalmente, había exagerado mucho su propia potencia. Los pacifistas habían tratado de explotar los temores públicos, y quienes forcejeábamos por conseguir preparativos mayores y una aviación superior, celebrábamos que los antibelicistas sirvieran de acicate al público. Yo sabía que el gobierno había preparado, para los primeros días de h guerra, doscientos cincuenta mil lechos destinados a las probables víctimas de los ataques aéreos. En esto, al menos, no se había calculado por lo bajo. Faltaba ver cuáles iban a ser los hechos.

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