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Théophile Gautier - Retrato de Balzac

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Théophile Gautier Retrato de Balzac

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Pocas veces el destino permite que un gran escritor sea retratado por un gran - photo 1

Pocas veces el destino permite que un gran escritor sea retratado por un gran poeta. Balzac bajo la mirada de Gautier. El resultado es un libro portentoso. Y más si tomamos en cuenta que fueron amigos cercanos. La admiración que Gautier profesa por Balzac es evidente, pero justo eso es lo que hace tan impactante este libro. No es una simple biografía y mucho menos una crítica literaria. Así como Gautier llevó una tórrida amistad con el inigualable Rimbaud, fungiendo de alguna forma como su mentor, también él estuvo en el mismo sitio que aquél, sólo que bajo la égida de Balzac, su maestro. En pocas páginas nos introduce en la vida no de un escritor, sino de un personaje mítico, más parecido a un dios lúdico que a un simple mortal. Ése es el encanto del ejercicio que Gautier realiza al rememorar a su querido maestro. Escuchémosle: «Lo mismo que el dios de la India Visnu, Balzac tenía el don de avatar, es decir, el de encarnarse en cuerpos diferentes y vivir en ellos el tiempo que quisiera; sólo que el número de avatares de Visnu se fija en diez, mientras los de Balzac son incontables y además podía provocarlos a voluntad. Aunque parezca extraño decir esto en pleno siglo XIX, Balzac fue un vidente. Su mérito como observador, su perspicacia de fisiólogo, su genio de escritor, no bastan para explicar la grandísima variedad de los dos o tres mil tipos que representan un papel más o menos importante en La comedia humana. No los copiaba, los vivía idealmente, se ponía la vestimenta de ellos, contraía sus costumbres, se rodeaba de su ambiente, era —ellos mismos— todo el tiempo necesario».

Théophile Gautier Retrato de Balzac ePub r11 Titivillus 010216 Título - photo 2

Théophile Gautier

Retrato de Balzac

ePub r1.1

Titivillus 01.02.16

Título original: Portrait de Balzac

Théophile Gautier, 1858

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

I Hacia 1835 ocupaba yo una habitación compuesta de dos cuartitos en el - photo 3

I Hacia 1835 ocupaba yo una habitación compuesta de dos cuartitos en el - photo 4

I

Hacia 1835 ocupaba yo una habitación compuesta de dos cuartitos, en el callejón del Doyenné, situado más o menos en el sitio que hoy ocupa el pabellón Mollien. Aunque situado en el centro de París, frente a las Tullerías, a dos pasos del Louvre, el lugar era desierto y salvaje, necesitándose en verdad tener sumo empeño en ello para descubrir mi residencia. Sin embargo, una mañana vi traspasar mis umbrales, dando excusas por presentarse a sí mismo, a un joven de maneras distinguidas, de franco e inteligente aspecto. Era Jules Sandeau; venía a buscarme de parte de Balzac para invitarme a colaborar en La crónica de París, un periódico semanal que acaso no haya sido olvidado, pero que no tuvo el éxito pecuniario del que era digno. Me dijo Sandeau que Balzac había leído La señorita de Maupin, la cual a la sazón acababa de aparecer, y había admirado mucho su estilo; que por ese motivo deseaba contar con mi colaboración en el semanario patrocinado y dirigido por él. Se concertó una entrevista para ponernos en contacto, y desde ese día data entre nosotros una amistad que sólo la muerte pudo romper.

Si he relatado esta anécdota no es por lo que tiene de lisonjera para mí, sino porque honra a Balzac, quien, siendo ya ilustre, hacía llamar a un joven escritor oscuro y principiante de la víspera, para asociarle a sus trabajos bajo el pie de un compañerismo y una igualdad perfectos. Es verdad que por aquel entonces, Balzac aún no era el autor de La comedia humana, pero aparte de varios cuentos, había escrito la Fisiología del matrimonio, La piel de zapa, Louis Lambert, Séraphita, Eugénie Grandet, Historia de los trece, El médico de aldea, Papá Goriot, es decir, tenía con qué fundar en tiempos ordinarios cinco o seis reputaciones. Su naciente gloria, reforzada cada mes con nuevos rayos, brillaba con todos los esplendores de la aurora. Y en verdad que se necesita un fulgor intenso para lucir en un cielo donde brillaban a la vez Lamartine, Victor Hugo, de Vigny, de Musset, Sainte-Beuve, Alexandre Dumas, Mérimée, Georg Sand y tantos otros más. Pero en ninguna época de su vida pretendió aparentar Balzac el papel de gran Lama literario, y siempre fue buen compañero; tenía orgullo, pero estaba enteramente desprovisto de vanidad.

Por aquel tiempo vivía él al extremo del Luxemburgo, cerca del Observatorio, en una calleja no concurrida, y bautizada con el nombre de Cassini, sin duda a causa de la vecindad astronómica. En las paredes del jardín que ocupaba casi todo un lado de la callejuela, y al fin del cual estaba el pabellón habitado por Balzac, se leía: Lo Absoluto, vendedor de ladrillos. Este rótulo extraño, que aún subsiste, si no me engaño, me sorprendió mucho. Quizá no tuviese otro punto de partida La investigación de lo absoluto. Probablemente, este nombre fatídico sugirió al autor la idea de Balthasar Claës en persecución de su ensueño imposible.

Cuando vi por primera vez a Balzac, éste tenía un año más que el siglo, o sea treinta y seis años, y su fisonomía era de las que no se olvidan nunca. En presencia suya venía a mi memoria la frase de Shakespeare acerca de César: «Ante él podía levantarse con atrevimiento la naturaleza y decir al universo: ¡He aquí un hombre!».

Me palpitaba el corazón, pues nunca me he acercado sin temblar a un maestro del pensar, y todos los discursos que había preparado en el camino se me quedaron en la garganta, para no dejar paso más que a una estúpida frase, equivalente a ésta: «¡Qué buena temperatura la de hoy!». Balzac, que vio mis apuros, me sacó bien pronto del atolladero, y durante el almuerzo recuperé la suficiente sangre fría para examinarle en detalle.

A guisa de bata gastaba ya entonces ese capillo frailesco de cachemira o de franela blanca, sujeto a la cintura por un cordón, vestimenta con la cual se hizo retratar algún tiempo después por el pintor Louis Boulanger. ¿Qué capricho le había inducido a elegir ese indumento con preferencia a otro cualquiera?, es cosa que ignoramos. ¿Simbolizaba, quizá, a sus ojos la vida claustral a la que su labor le condenaba, y siendo el benedictino de la novela, había tomado el hábito de esa orden? Lo cierto y seguro es que el tal capillo le sentaba a las mil maravillas. Al mostrarnos sus mangas intactas, se vanagloriaba de no haber alterado nunca su pureza con la menor mancha de tinta, «porque —decía— el verdadero literato debe ser pulcro en su trabajo».

El capillo echado atrás le dejaba al descubierto su cuello de atleta o de toro, redondo como un fuste de columna, sin músculos aparentes y de una blancura satinada, que contrastaba con el colorido más intenso del rostro. Por aquella época, Balzac, en toda la fuerza de la edad, presentaba los signos de una exuberante salud, poco en armonía con las palideces y los tonos verdosos románticos puestos de moda. Su pura sangre turense encendía sus mejillas con un púrpura intenso, y coloreaba con calor sus bondadosos labios gruesos y sinuosos, de risa fácil; ligeros bigotes y mosca acentuaban sus contornos sin ocultarlos; la nariz, cuadrada por la punta, partida en dos lóbulos, abierta por unas ventanillas anchas, tenía un carácter enteramente original y particular; por esto, al servir de modelo a David d’Angers para que le hiciese el busto, le recomendó: «Fíjese usted en mi nariz; ¡mi nariz es un mundo!». La frente era hermosa, ancha, noble, sensiblemente más blanca que la cara, sin más repliegue que un surco vertical en el arranque de la nariz; las protuberancias de la memoria de lugares formaban un relieve muy pronunciado por encima de los arcos superciliares; los cabellos, abundantes, largos, fuertes y negros, se dirigían hacia atrás como las melenas de un león. En cuanto a los ojos, nunca han existido otros semejantes. Tenían una vida, una luz y un magnetismo inconcebibles. A pesar de las vigilias de todas las noches, su esclerótica era pura, límpida, azulada como la de un niño o de una virgen, y recuadraban dos diamantes negros que, a veces, fulguraban con espléndidos reflejos de oro: eran unos ojos capaces de hacer bajar la vista a las águilas, de leer a través de las paredes y de los pechos, de derribar a una fiera furiosa, ojos de soberano, de vidente, de domador.

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