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Jaime Torres Bodet - Balzac

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Jaime Torres Bodet Balzac

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Título original: Balzac

Jaime Torres Bodet, 1959

Editor digital: IbnKhaldun

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I LA VIDA DEL ESCRITOR Las escuelas y los primeros amores CORTAR con pulcritud - photo 1

I

LA VIDA DEL ESCRITOR:

Las escuelas y los primeros amores

CORTAR con pulcritud el cuerpo de una perdiz sazonada en el horno prócer no ha sido nunca empresa accesible a los no iniciados. En Francia, y en pleno siglo XVIII, tan gastronómica operación requería dotes sutiles, de experiencia, de tacto y de cortesía. Se comprende la estupefacción que produjo en el comedor de una familia de procuradores y de juristas, durante el reinado de Luis XV, la audacia del invitado, plebeyo y pobre, a quien la dueña, de casa confió el honor de dividir una de las perdices dispuestas para la cena. Sin la más excusable vacilación, empuñó el cuchillo y —recordando a Hércules, más ciertamente que a Ganimedes— despedazó al volátil con fuerza tanta que no sólo rasgó las carnes y el esqueleto del animal: rompió también el plato, y el mantel por añadidura, y tajó finalmente el nogal de la mesa arcaica, irresponsable después de todo. Aquel sorprendente invitado se llamaba Bernardo Francisco Balssa. Años más tarde, se casaría con Ana Carlota Laura Sallambier, hija de un fabricante de paños no sin fortuna. Tendrían cuatro hijos. Uno de ellos, Honorato de nombre, nacido en Tours, iba a escribir La comedia humana. La escribiría con una pluma que, por momentos, da la impresión de que fue tallada por el cuchillo de su vehemente progenitor.

Tours es, ahora, el centro de un turismo muy conocido: el de los curiosos que van a admirar los castillos en que vivieron —y a veces se asesinaron— los grandes señores del Renacimiento francés. Ejerce un dominio suave pero efectivo sobre una red de caminos bien asfaltados, dispone de hoteles cómodos y, a la orilla del Loira, vive una vida lenta como el curso del río donde se mira, fácil y luminosa como el vino que exporta todos los años, pequeña, irisada y dulce como las uvas en los racimos de las colinas que la rodean, de Chinon a Vouvray, bajo un cielo sensible e inteligente, parecido al idioma de ciertas odas, en el octubre heráldico de Ronsard.

Ninguna ciudad menos adecuada, a primera vista, para servir de cuna al demiurgo de la novela francesa del siglo XIX. Pero no estamos ya en los tiempos del señor Taine. Ya no creemos en la fatalidad de la raza y del medio físico. Hemos aprendido que el genio nace donde puede. En el hospital de los pobres, como Dostoyevski. O en las Islas Canarias, como Galdós. O, como Stendhal, en aquella Grenoble montañosa y fría que Beyle no toleró jamás.

En Tours, un 20 de mayo —el de 1799— seis meses antes del golpe de Estado de Bonaparte (es decir: seis meses antes —menos un día— de que Beyle arribase a París en la diligencia que, debiendo llevarle a la politécnica, lo depositó prematuramente en la burocracia) nació Honorato Balzac. Su padre —Balssa en la juventud— había optado por una ortografía distinta de ese apellido, sin adornarlo aún con la partícula nobiliaria que el novelista adoptó en los años de sus primeros éxitos mundanos.

Me place asomarme hoy a la intimidad de los padres de algunos genios. He descrito, en un estudio sobre el autor de El idiota, la figura del médico Dostoyevski. La de Bernardo Francisco Balzac no resulta menos extraña ni menos decorativa. Ya hemos visto de qué modo solía tratar a las perdices. La fortuna de su mujer no corrió mejor suerte bajo sus manos. De los 260 mil francos que poseía la señorita Sallambier, buena parte fue devorada por su marido en aventuras de bolsa y negocios sin porvenir. En Tours el señor Balzac, rutilante, compacto y duro, recibía con opulencia a sus amistades. Si digo que recibía bien a sus amistades no incluyo entre éstas a los parientes del propietario. Se asegura que un hermano suyo, cuando fue a verle, no obtuvo sino el refugio —humilde, aunque nutritivo— de la cocina. Preguntan algunos biógrafos de Balzac quién sería ese visitante. Hay quien supone que fue Luis Balssa, alias el Príncipe, tío de Honorato: el mismo Luis Balssa guillotinado, después, en Albi, por haber dado muerte —junto a una fuente y a las orillas del río Viaur— a Cecilia Soulié, una vagabunda que había sido su sirvienta y probablemente su concubina. Otros infieren que el verdadero asesino de Cecilia Soulié no fue Luis Balssa sino Juan Bautista Albar. Pero ni así la reputación de aquél se ve exonerada de toda culpa. En efecto, incluso los que atribuyen el crimen a Albar admiten la complicidad material y moral del Príncipe. Recordemos, de paso, que todo esto ocurrió cuando Honorato iba ya por sus 20 años. Y deduzcamos las repercusiones que hubo de tener en la mente del novelista la experiencia de un parentesco tan lastimoso.

El Honorato en el que ahora pensamos se hallaba entonces muy alejado de imaginar el drama sórdido de su tío. Ni siquiera vivía en Tours. Sus padres lo habían mandado muy niño al campo, donde le sirvió de nodriza, de aya y de educadora la mujer de un gendarme —en Saint-Cyr-sur-Loire. De allí pasó al colegio Legay, que de gai, es decir de alegre, sólo tenía el nombre. En 1807, lo internó su familia en Vendôme. Conozco el establecimiento. Lo visité en 1949. En su registro pueden todavía leerse, bajo el número 460 —el de la matrícula— estos datos prometedores: «Honorato Balzac… Ha tenido viruela… Carácter sanguíneo (sic). Se acalora fácilmente…».

Al reunir sus célebres documentos para la biografía de Balzac, Champfleury escribía, en 1878, que el «tío Verdun», portero del Liceo, recordaba aún, a los 84 años, los «grandes ojos del señorito Balzac». No le faltaban razones para evocarlos. El niño Honorato sufrió numerosos castigos en la prisión del colegio. Y era precisamente el portero —ese «tío Verdun»— quien tenía la obligación de llevarle a la celda, a purgar la pena.

Cerca de seis años pasó Balzac en Vendôme. Seis años durante los cuales su madre no fue a visitarle sino dos veces. Aquí se plantea una pregunta que intriga a todos los críticos balzacianos. ¿Fue la señora Balzac una madre afectuosa —o indiferente? El retrato que de ella he visto la representa en la plenitud de una mocedad irónica y maliciosa. Ojos claros y bien rasgados; frente despierta; nariz menuda, elástica, perspicaz. La boca, de contorno muy fino, deja en la duda a quien la contempla. Por goloso y por franco, uno de los labios —el inferior— parece burlarse del otro, no sé si casto, pero discreto, casi enigmático.

Acaso el perfil de esa boca extraña nos ayude a entender la psicología de una dama que atormentó a su hijo sin malquerencia, para quien fueron incomprensibles todos los apetitos y las pasiones del novelista y que, privándole del amor que su niñez y su adolescencia tanto anhelaban, lo hizo muy vulnerable a las tentaciones de otras mujeres y lo predispuso, inconscientemente, al dominio de aquella amante entre las amantes, Madame de Berny: la que Honorato encarnó, con el nombre de Madame de Mortsauf, en la heroína de uno de sus libros más difundidos, El lirio en el valle.

Se ha exagerado bastante el juicio desfavorable que merecía, según parece, la madre del escritor. Él mismo, en una de sus cartas a «la extranjera», la inacabable y siempre esperada señora Hanska, escribió estas líneas aborrecibles: «Si supiese usted qué mujer es mi madre un monstruo y, al propio tiempo, una monstruosidad… Me odia por mil razones. Me odiaba ya antes de que naciese. Es para mí una herida de la que no puedo curarme. Creímos que estaba loca. Consultamos a un médico, amigo suyo desde hace treinta y cinco años. Nos declaró: No está loca. No. Lo que ocurre, únicamente, es que es mala… Mi madre es la causa de todas las desgracias de mi vida».

Cuando un hijo se expresa de tal manera ¿cómo censurar a los comentaristas que le hacen coro? Sin embargo, no lo olvidemos: el hijo que así escribía no era un hombre como los otros. Era Balzac. Y Balzac no habló nunca de sus sentimientos particulares sin exaltarlos o ensombrecerlos hasta el colmo de lo creíble. No hallaba, para expresar esos sentimientos, sino los más brillantes bemoles en el registro agudo o los sostenidos más sordos en el registro grave: el éxtasis o la desesperación. Su talento, en ocasiones, parecía ser el de un caricaturista: el de un caricaturista empeñado en ilustrar el Apocalipsis. Captaba los trazos fundamentales de cada ser, como capta el buen caricaturista los rasgos decisivos de cada rostro. No para repetirlos ingenuamente, con intención de fidelidad, sino para exhibirlos y exacerbarlos hasta que la nariz, o la boca, o la barba del personaje produzcan risa. (O, como lo hacía Balzac, hasta que el lector se resuelva a pasar del aprecio a la admiración, de la simpatía al entusiasmo, de la indiferencia al reproche y del desdén a la repugnancia).

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