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Theophile Gautier - Viaje por España

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Theophile Gautier Viaje por España

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Capítulo I
De París a Burdeos

En abril de 1840, hace algunas semanas, dije lo siguiente:

—¡Con qué gusto iría a España!

A los pocos días, mis amigos, repetían ya, sin ponerlo en duda, que yo iba a hacer un viaje por España. Pronto vino la consabida pregunta:

¿Cuándo se va usted?

Entonces, sin pensar comprometerme por ello, replicaba:

—Dentro de ocho días.

Pero luego, al transcurrir éstos, mis amigos quedaban sorprendidos de verme aún en París. —Creía que estaba usted en Madrid— decía uno.

—¿Ha vuelto usted ya? —preguntaba otro.

Entonces me di cuenta que era necesario satisfacer a mis amigos lo antes posible, a no ser que quisiese verme asaltado en todas partes por aquella especie de acreedores; en los teatros, en los bulevares y en todos aquellos sitios que ya me estaban prohibidos hasta nuevo aviso. En fin; logre una prórroga de tres o cuatro días en el acoso, y el 5 de mayo libré a mi Patria de mi presencia y tomé el coche para Burdeos.

No hace falta describir las primeras, etapas. Como salí de noche no recuerdo bien más que esbozos confusos y sombras vagas.

Entre Vendóme y Château-Regnault se alzan montes llenos de bosque hay viviendas excavadas en la roca viva, donde habitan como los hombres de las cavernas seres humanos, hasta que vendiendo la tierra que han excavado pueden a veces construir una casa de veras.

Cualquiera podría apedrear a los conejos que circulan entre estas especies de poblados, y, desde luego, construcciones semejantes ahorran el bajar a la cueva en busca de vino.

Château-Regnault es un pueblo de calles tortuosas, de casas que parecen sostenerse milagrosamente en el aire. Todo ello alrededor de una torre a la que circunda un paredón que pertenece a las antiguas fortificaciones. De Château-Regnault a Tours no hay nada de particular árboles a un lado y a otro, y la tierra en medio. A los pocos minutos de marcha, se descubre la ciudad de Tours, célebre por sus ciruelas, su Rabelais y su Balzac.

A pesar de lo que digan, el puente de Tours no tiene nada de notable; en cambio la población es encantadora. Al llegar yo, el cielo, en el que vagan algunas nubecillas, era de un color suave, intenso y azul; la superficie del Loira se deslizaba tranquila como la huella de un diamante sobre un cristal. Me hubiera gustado entrar en casa de Tristán l’Ermite, el, magnífico compadre de Luis XI, que se halla en buen estado de conservación, con sus ornamentos significativos y dramáticos, lazos, cuerdas y otros instrumentos, de tortura. Pero me fue imposible. Hube de sustituirlo por un paseo por la calle Real, que, con sus pretensiones de imitación a la rúe de Rívoli, constituye el orgullo, de las gentes de Tours.

En cuanto a Châtellerault, famoso por su industria de cuchillería, no ofrece cosa, de particular, aparte de un puente con dos torres antiguas en sus extremos. La impresión es romántica y feudal. De Poitiers nada digo porque llovía a mares cuando crucé por él, y la noche era negra como boca de lobo.

Al amanecer, el carruaje cruzó una hermosa comarca de tierra roja y árboles muy verdes. Las casas tienen bellos tejados con canalones de color rojo, a la italiana; color que produce la extrañeza de toda mirada parisién, acostumbrada a los tonos grises, de hollín, de nuestros tejados. Es de notar que en esta región los constructores empiezan las casas por el tejado y después hacen los muros y los cimientos.

Es aquí mismo donde toda una serie de construcciones de piedra de sillería comienza para no terminar hasta Burdeos. La piedra abunda por todas partes: La casa más humilde, aunque no tenga puertas ni ventanas, es de piedra; de piedra son las tapias de los jardines, y a lo largo de las calles se ven montones de hermosas piedras con las cuales podrían construirse Chenoeceaux y Alambras. Ahora bien, los habitantes tienen poca inventiva; se limitan a formar con ellas monótonos rectángulos que cubren luego con tejados rojos o amarillos, cuyos contrastes ofrecen un efecto muy pintoresco.

Angulema, al pie del Charente, con sus dos o tres molinos rumorosos, se halla construida en lo alto de una ladera, cuyo teatral efecto aumentan los macizos de árboles y los pinos, rodeados como paraguas por un encintado, como los de las villas romanas. El aspecto general, de la ciudad es digno de la línea del horizonte.

Al salir del departamento del Charente comienzan las landas. Son estas enormes extensiones de terreno gris, azulado violeta, que se ondula más o menos acentuadamente. El piso está lleno de musgo, brezos de color rojizo y pequeñas retamas. Dijérase la Tebarda egipcia, en la que a cada momento esperamos ver desfilar caravanas de dromedarios y camellos. Parece como si el hombre jamás hubiera pasado por allí.

Después de las landas se penetra en una comarca muy animada. Al borde del camino se ven casas entre árboles, con sus tejados extensos, pozos con parras, bueyes de ojos de pasmo y gallinas que picotean en la basura. Naturalmente, estas casas están construidas, en piedra de sillería, exactamente igual que las cercas de los jardines. Ya en estos lugares empiezan a verse boinas; suelen ser azules y elegantes, mucho mejores que los sombreros.

También aquí empiezan a verse los primeros carros tirados por bueyes. Estos carros ofrecen un aspecto primitivo y homérico. Los bueyes uncidos ostentan en la frente una piel de carnero, y bajo este yugo caminan con aire suave y resignado, con un aspecto escultórico digno de los bajorrelieves egipcios. Una boda que se estaba celebrando en una posada próxima me proporcionó la ocasión de ver algunos naturales del país. Las mujeres son más feas que los hombres, y entre jóvenes y viejas apenas hay diferencia; una mujer de sesenta años y otra de veinticinco, son dos campesinas igualmente arrugadas y marchitas. Las niñas llevan una especie de gorros semejantes a las cofias de sus abuelas que las hace parecer esos chicuelos turcos de cabeza disforme y cuerpo raquítico que dibuja Decamps. En esta posada vi también un macho cabrío negro, con inmensos cuernos, ojos amarillos y terribles, digno presidente de un aquelarre de la Edad Media. Después de pasar el Dordoña en una barcaza, seguimos el camino que conduce a Cubzac.

Una o dos horas después aparecieron las luces del puente de Burdeos. Yo llevaba bastante apetito, pues la velocidad en los viajes se suele conseguir a expensas del estómago del viajero. Ya había agotado las onzas de chocolate, las galletas y demás provisiones, y yo y todos empezábamos a tener ideas de caníbal. Notaba cómo me miraban mis compañeros con famélicos ojos, Y estoy seguro que si el viaje hubiera sido más largo habríamos reproducido todos los horrores de la balsa de Medusa. Hubiéramos acabado por comernos los tirantes, los sombreros, los elásticos de las botas y todas esas cosas que los náufragos comen y parece que digieren perfectamente.

Cuando desciende uno del coche se ve asaltado por multitud de maleteros que quieren llevar el equipaje, en cuyo propósito coinciden grupos de quince y veinte. Todos gritan todos se dedican a hacer elogios y a proferir insultos; el uno os coge de un brazo, el otro de una pierna, alguien os tira del faldón de la levita y no falta quien os agarre de un botón del gabán.

¡Señor, venga al hotel, de Nantes! ¡Es muy confortable!

—Señor, no vaya usted a él está lleno de chinches. Venga al hotel de Rouen.

—¡No, no! ¡Al hotel de Francia! —gritan otros mientras pretenden informarnos. Allí no limpian nunca las sartenes; guisan con tocino; hay goteras en las habitaciones. ¡Le robarán, le asesinarán!

Es un verdadero pugilato para desacreditar al hotel rival, y, desde luego, podéis estar seguros que aquella turba; no os abandona hasta que os ha depositado definitivamente en un hotel cualquiera.

Burdeos se parece mucho a Versalles. El estilo de sus edificios es semejante. Claramente se advierte que han tenido la preocupación los constructores en sobrepasar a París en grandiosidad. Las calles son más anchas; las casas, más amplias; los pisos, más elevados. En cuanto al teatro, tiene unas dimensiones fabulosas; parece el Odeón con la añadidura de la Bolsa. Sin embargo, hay pocos habitantes para la ciudad, por lo que les cuesta mucho más trabajo parecer numerosos. A pesar de la turbulencia meridional no les es posible amueblar estos edificios demasiado grandes. Las ventanas altísimas no tienen visillos, y entre las losas de los patios crece melancólica la yedra. Lo que más anima la ciudad son las grisetas y las mujeres del pueblo, que, en general, son muy bonitas. Suelen tener nariz recta, las mejillas de pómulos apenas pronunciados, un óvalo de cara pálido y grandes ojos negros. El efecto es admirable. La originalidad de su tocado resulta pintoresco; llevan un pañuelo de seda muy echado hacia atrás, al estilo criollo, de color vivo, que cae bajo la nuca. Lo demás del traje viene a ser un gran chal y un vestido de indiana de largos pliegues. El andar es ligero y gracioso y el talle esbelto y cimbreado, muy fino. Llevan en la cabeza cestos y cántaros de agua, de forma muy elegante. Estas mujeres, con su ánfora en la cabeza y su traje de pliegues rectos, podrían muy bien ser muchachas griegas o princesas náusicas camino de la fuente. La catedral es agradable; hay en su portada diversas estatuas de obispos, de tamaño natural, más finamente ejecutadas que las estatuas góticas corrientes. Al entrar en la iglesia vi en la pared esperando un marco, una hermosa copia de la

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