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Honor? de Balzac - Historia de la grandeza y decadencia de C?sar Birotteau & La casa de Nucingen

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Historia de la grandeza y decadencia de C?sar Birotteau & La casa de Nucingen: resumen, descripción y anotación

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La inmensidad de un plan que abraza a la vez la historia y la crítica de la - photo 1

« La inmensidad de un plan que abraza a la vez la historia y la crítica de la Sociedad, el análisis de sus males y la discusión de sus principios, me autoriza, creo yo, a dar a mi obra el título con el que aparece hoy: La Comedia Humana ».

Balzac


Honoré de Balzac

G randeza y decadencia de César Birotteau
&
La casa de Nucingen

La Comedia Humana (Editorial Lorenzana) - XIV

Título original: Histoire de la grandeur et de la décadence de César Birotteau & La Maison Nucingen

Honoré de Balzac, 1838

Traducción: Antonio Ribera

Edición: Augusto Escarpizo

Diseño de cubierta: Piolin

Editor digital: mandius

ePub base r1.2

TOMO XIV

ESTE TOMO CONTIENE LAS SIGUIENTES OBRAS

Historia de la grandeza y decadencia de César Birotteau

La casa de Nucingen


HISTORIA DE LA GRANDEZA Y DECADENCIA DE CÉSAR BIROTTEAU

COMERCIANTE PERFUMISTA TENIENTE DE ALCALDE DEL SEGUNDO DISTRITO MUNICIPAL DE PARÍS CABALLERO DE LA LEGIÓN DE HONOR, ETC.


A monsieur Alphonse de Lamartine.

Su admirador,

DE BALZAC

ICÉSAR EN SU APOGEO

Durante las noches de invierno, el ruido sólo cesa unos instantes en la rue Saint-Honoré; los hortelanos continúan por ella, dirigiéndose al mercado, el movimiento con que la animaban los coches que vuelven del espectáculo o del baile. En medio de aquel silencio en la gran sinfonía del barullo parisién que se produce alrededor de la una de la madrugada, la esposa de monsieur César Birotteau, perfumista, establecido cerca de la Plaza de Vendôme, se despertó sobresaltada, presa de un sueño espantoso. La perfumista se veía doble, se apareció ante sí misma cubierta de harapos, y abriendo con una mano seca y arrugada la puerta de su propia tienda, en la que se encontraba simultáneamente en el umbral de la entrada y sentada en su sillón, cerca del mostrador; pedía limosna y oía su propia voz en la puerta y en el mostrador. Quiso abrazarse a su marido y puso la mano en un lugar frío. Su miedo se hizo entonces tan intenso, que no pudo volver la cabeza, que le quedó petrificada; se le pegaron las paredes de la garganta y le faltó la voz; quedó clavada en su sitio, con los ojos dilatados y fijos, los cabellos dolorosamente afectados, los oídos llenos de rumores extraños, el corazón contraído pero palpitante, en fin, sudorosa y helada a la vez, en medio de una alcoba cuyos dos batientes estaban abiertos.

El miedo es un sentimiento medio morboso, que oprime con tal violencia la máquina humana, que sus facultades se ven de pronto llevadas al mayor grado de su potencia, o al último de la desorganización. La fisiología se ha sorprendido durante mucho tiempo ante este fenómeno, que derriba sus sistemas y trastoca sus conjeturas, aunque no sea más que una fulminación operada en el interior, pero, como todos los accidentes eléctricos, raro y caprichoso en sus formas. Esta explicación pasará a ser vulgar el día en que los sabios reconozcan el papel inmenso que desempeña la electricidad en el pensamiento humano.

Madame Birotteau experimentó entonces algunos de los sufrimientos en cierto modo luminosos que producen estas terribles descargas de la voluntad, extendida o concentrada mediante un mecanismo desconocido. Durante un espacio de tiempo, muy corto, apreciándolo con los relojes, pero inconmensurable determinándolo por sus rápidas impresiones, aquella mujer tuvo el monstruoso poder de emitir en un momento más ideas y hacer surgir más recuerdos de los que hubiera concebido durante todo un día en el estado ordinario de sus facultades. La punzante historia de aquel monólogo puede resumirse con algunas palabras absurdas, contradictorias y desprovistas de sentido, como lo fueron.

—No hay razón alguna para que Birotteau haya salido de la cama. Comió tanta ternera que tal vez se halle indispuesto. Pero si estuviese enfermo me hubiera despertado. En diecinueve años que vivimos juntos en este cuarto y en esta misma casa, el pobre nunca ha abandonado su lugar sin decírmelo, y nunca ha dormido fuera de casa, a no ser para pasar la noche en el cuerpo de guardia. ¿Se acostó esta noche conmigo? ¡Dios mío, qué estúpida soy! Sí.

Y diciendo esto fijó los ojos en la cama y vio el gorro de dormir de su marido, que conservaba aún la forma casi cónica de su cabeza.

—¿Habrá muerto? ¿Se habrá matado? Pero ¿por qué? Desde que le nombraron teniente de alcalde, hace dos años, está todo él no sé cómo. La verdad es que desde que desempeña funciones públicas causa lástima. Sin embargo, sus negocios van bien y me ha regalado un chal. ¿Irán mal acaso? ¡Bah!, ya lo sabría yo. Pero ¿se sabe nunca lo que un hombre y una mujer tienen en el saco? Pero ¿no hemos vendido hoy por valor de cinco mil francos? Además, un teniente de alcalde no puede matarse porque conoce demasiado bien las leyes. Pero ¿dónde diablos está?

Mientras decía esto, la pobre mujer no podía mover el cuello ni avanzar la mano para tirar del cordón de una campanilla que hubiera puesto en movimiento a una cocinera, tres dependientes y un mozo de almacén. Presa de la pesadilla que continuaba sus efectos aún después de despierta, olvidaba a su hija, apaciblemente dormida en un cuarto contiguo al suyo, cuya puerta estaba al pie de su cama. Por fin gritó: «¡Birotteau!», sin recibir ninguna respuesta; mejor dicho, creía haber gritado, cuando en realidad no había hecho más que pronunciarlo mentalmente.

—¿Tendrá alguna querida? ¡Ca!, para eso es demasiado tonto y, además, me quiere con exceso. ¿No le dijo un día a madame Roguin que nunca me había sido infiel, ni aún con el pensamiento? ¡Pobre hombre!, es la probidad en persona. Si alguien merece el cielo, es él. ¿De qué podrá acusarse ante el confesor? Para ser realista, como lo es, sin saber por qué, no realza mucho su religión. ¡Pobrecillo!, a las ocho de la mañana se va callandito a misa como si cometiese un pecado, teme a Dios por Dios mismo y el infierno no se hizo para él. ¿Cómo había de tener una querida si sale tan poco de mi lado que casi me aburre? Me quiere más que a las niñas de sus ojos y se dejaría matar por mí. En diecinueve años no ha proferido nunca una palabra más alta que la otra hablando de mi persona. Su hija es siempre después que yo. Pero si Césarine está ahí. (¡Césarine! ¡Césarine! ¡Césarine!) Birotteau nunca ha tenido un pensamiento que no me haya comunicado. ¡Cuánta razón tenía cuando me cortejaba en el Petit Matelot , al decirme que sólo tratándole le conocería! No tiene a nadie. ¡Qué cosa más rara!

Diciendo esto, volvió penosamente la cabeza y miró furtivamente a través de su cuarto, lleno a la sazón de esos pintorescos efectos de luz que no pueden describirse y que parecen pertenecer exclusivamente al pincel de ciertos pintores. ¿Cómo describir los espantosos zigzags que producen las sombras horizontales, las apariencias fantásticas de las cortinas bombeadas por el viento, los juegos de luz incierta que proyecta la lamparilla sobre los pliegues del calicó rojo, las llamas que vomita un alzapaño, cuyo rutilante centro parece el ojo de un ladrón, y, finalmente, todas las extravagancias que asustan a la imaginación en el momento en que sólo tiene poder para percibir dolores o para agrandarlos? Madame Birotteau creyó ver mucha luz en la pieza que precedía a su cuarto, y pensó de pronto que había fuego; pero al descubrir un pañuelo colorado, que le pareció ser un charco de sangre, la idea de los ladrones acudió a su mente, sobre todo cuando creyó ver las huellas en la manera cómo estaban colocados los muebles. Al recordar la suma que había en caja, un temor generoso extinguió los fríos ardores de la pesadilla; saltó de la cama y se puso en camisa en medio del cuarto para socorrer a su marido, a quien suponía luchando con los asesinos.

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