Simon Baker - Roma
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- Libro:Roma
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2006
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Roma: resumen, descripción y anotación
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REVOLUCIÓN
En 154 a.C. se celebraron las honras fúnebres de Tiberio Sempronio Graco, un héroe de la república. Su cadáver fue transportado al Foro con la indumentaria de un general triunfador: la toga púrpura estaba cubierta de estrellas plateadas y al lado estaban los haces y hachas del cargo del excepcional difunto. Los nobles del cortejo, sin afeitar como muestra de respeto, vestían de negro y llevaban la cabeza cubierta; las mujeres se golpeaban el pecho, se tiraban de los cabellos y se arañaban las mejillas en señal de duelo. También asistieron plañideras profesionales, así como bailarines y mimos que imitaban al hombre muerto con ademanes exagerados. Pero el rasgo más inquietante de la mayoría de los asistentes era la mascarilla funeraria que llevaban, moldeada en cera y con un espeluznante parecido con Graco y sus antepasados, todas muy fieles en el color y la forma. De esta manera, los hombres que la llevaban tenían un sorprendente parecido familiar con el muerto, que en aquel momento yacía en la tribuna de los oradores del Foro, ante los espectadores, ricos y pobres.
Mientras los representantes de la familia permanecían sentados en los bancos de marfil de la tribuna, uno recitaba una oración que ensalzaba los méritos conquistados en vida por el muerto. Había mucho que conmemorar. Graco había conseguido dos veces el cargo de cónsul, el más alto de la república, además del distinguido e influyente cargo de todos los ex cónsules, el de censor. Como jefe militar había dirigido campañas victoriosas en Hispania y Cerdeña. En ambas había sido recompensado con un triunfo, nombre que se daba al desfile en el que el general vencedor cruzaba los sagrados límites de la ciudad y volvía a la vida civil de Roma. Pero a pesar de las proezas que habían cubierto de gloria su nombre, Graco no tenía fama de hombre que buscara el éxito personal. Su funeral fue la celebración pública de una virtud sobre todo. A los romanos les gustaba creer que había puesto el servicio a la república por encima de sus ambiciones y había hecho del bienestar del pueblo romano su guía primordial. El discurso fúnebre tuvo que tener por tanto el mismo efecto que las mascarillas de cera. Recordaba a los espectadores que «el glorioso recuerdo de los valientes no se extingue nunca; la fama de quienes han llevado a cabo un hecho noble no muere; y el reconocimiento de quienes han prestado un buen servicio a la patria es de obligatorio conocimiento público y parte de la herencia de la posteridad».
Pero la rememoración de las hazañas de Graco, mediante las máscaras familiares y el discurso en su honor, tenía una función más específica. Servía como recordatorio para sus hijos, nietos y descendientes posteriores, para que vivieran de acuerdo con sus virtudes. El deseo de honrar al padre emulando sus glorias al servicio a la república, en la guerra, en la construcción de edificios o en política, era una de las motivaciones más importantes de la minoría aristocrática romana. Es fácil imaginar que en ninguna parte ardería con más fuerza este deseo que en el corazón de un muchacho de nueve años, el hijo de Graco, también llamado Tiberio Sempronio Graco.
Probablemente, el muchacho estuvo con su madre y los principales senadores ante la pira en llamas, en las afueras de Roma; fue allí donde se incineró al padre, tras las honras fúnebres. Conforme finalizaba la ceremonia, el chico se iría convenciendo de que estaba dispuesto a soportarlo todo, incluso la muerte, para merecer un panegírico como el que habían pronunciado en honor de su padre. Ahora tenía la obligación de conservar el apellido paterno y la gloria. Era una carga sólo superada por la obligación de mantener el prestigio de otra familia: la de su madre, Cornelia.
El joven Tiberio Sempronio Graco estaba emparentado por línea paterna y materna con tres grandes dinastías aristocráticas de la república. En menos de ciento cincuenta años estas familias habían conseguido que una república dueña de Italia fuese dueña de todo el Mediterráneo. En la época del funeral de Graco el Viejo, los romanos lo llamaban mare nostrum, por el indiscutible dominio que ejercían en él y en las tierras que lo rodeaban.
A pesar de todo, el futuro de este muchacho sería radicalmente distinto del modelo establecido en su familia. El joven Tiberio no tendría un gran funeral como su padre: veintidós años más tarde su mutilado cadáver sería arrojado sin ceremonias al Tíber. No lo matarían enemigos extranjeros en el campo de batalla, sino los mismos senadores aristócratas que habían estado tras él, observando la pira funeraria de su padre. Pues la corta y controvertida vida de Tiberio se cruzó con una coyuntura crítica, una crisis de la historia de la república. Esta crisis estaba centrada en un problema: ¿quién debería beneficiarse del imperio que Roma había adquirido tan rápidamente? ¿Los ricos o los pobres? ¿Los aristocráticos planificadores del imperio o los soldados-ciudadanos que lo habían construido? Fue un problema que obligó a reflexionar en profundidad sobre la naturaleza del imperio y lo que el proceso de adquirirlo había causado en el carácter moral y en los valores de los romanos. Lo extraordinario fue que en esta crisis el joven Tiberio no se inclinó por el bando de su familia y la minoría aristocrática, sino por el de los pobres.
Acabado el funeral, las mascarillas de cera de Graco el Viejo y sus antepasados fueron depositadas en un santuario de la casa familiar. Servirían de «espectáculo inspirador para un joven de ambiciones nobles y aspiraciones virtuosas. ¿Quién no se habría conmovido al ver las efigies de tantos hombres honrados, todos, por así decirlo, aún vivos y respirando? ¿Qué espectáculo podía ser más glorioso?». Aunque en 154 a.C. nadie habría imaginado la actitud revolucionaria que adoptaría el joven Tiberio para imitar el ejemplo representado por aquellas máscaras, ni que Roma iba a cambiar para siempre.
La gran convulsión de la historia romana que simboliza la vida de Tiberio es un apólogo moral. Al convertirse en superpotencia, Roma había abandonado los auténticos valores con los que había conseguido la supremacía; o eso se decía al menos. En el apogeo de su gloria, las virtudes que habían dado las victorias a la república decayeron y se perdieron para siempre. Pero para entender el significado de este punto de inflexión hay que contar cómo se llegó a él.
LA CONQUISTA DEL MEDITERRÁNEO
El historiador griego Polibio, retenido como prisionero en Roma entre 163 y 150 a.C., escribió una obra historiográfica con la intención de ayudar a los romanos a averiguar cómo consiguió Roma la supremacía en el Mediterráneo en sólo cincuenta y dos años (219-167 a.C.). La obra de Polibio explotó los mitos y leyendas romanos sobre este período, pero no por eso habría que menospreciar la extraordinaria hazaña de Roma. El dominio de Roma en el Mediterráneo era tan completo que hacia 167 a.C. el Senado pudo abolir los impuestos directos en Italia, reemplazándolos por los que se recibían de las provincias extranjeras.
Los dirigentes políticos que habían conseguido esto eran unas cuantas familias aristocráticas. Aunque el ingreso en estas familias, por ejemplo mediante la adopción, era más accesible de lo que a los romanos les habría gustado creer, las tres cuartas partes de los cónsules habidos entre 509 y 133 a.C. procedían exclusivamente, según se dijo, de veintiséis familias. La mitad procedía de diez familias. El joven Tiberio Sempronio Graco estaba emparentado con tres familias interrelacionadas que habían destacado durante el mayor período de expansión: los Sempronios por parte de padre, y los Cornelios y los Emilios por parte de madre (véase el árbol genealógico de la pág. 47). Recorriendo por encima la historia de la conquista romana del Mediterráneo, vemos que los parientes del joven Tiberio fueron puntales decisivos de la expansión, que comenzó en el norte de África, por los problemas planteados por un rival.
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