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Simon Leys - Los náufragos del «Batavia»

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Simon Leys Los náufragos del «Batavia»
  • Libro:
    Los náufragos del «Batavia»
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2003
  • Índice:
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Los náufragos del «Batavia»: resumen, descripción y anotación

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Durante tres siglos desde finales del siglo XV hasta las postrimerías del - photo 1

Durante tres siglos —desde finales del siglo XV hasta las postrimerías del XVIII— los navegantes occidentales exploraron el mundo y permitieron el desarrollo de inmensos imperios comerciales; pero es asombroso constatar que llevaron a cabo estas prodigiosas empresas sin disponer, para calcular su navegación, más que de unos medios primitivos e irrisorios; hoy día, cualquier marino que tuviera que hacer ruta guiado únicamente por una información tan rudimentaria estaría espantado, no sin razón. Practicaban aproximaciones a la costa desconocidas y peligrosas sin cartas náuticas ni pilotos, y atravesaban los océanos literalmente a ciegas. No podían determinar nunca su posición con certeza, pues siempre les faltaba la mitad de las coordenadas: aunque les fuera relativamente fácil calcular su latitud (con tal de que el sol y el horizonte resultaran visibles, esta información puede obtenerse mediante una observación bastante elemental), en lo concerniente a la longitud, en cambio, se veían reducidos a unas estimaciones peligrosamente imprecisas. (Esta ignorancia no se vio finalmente disipada hasta la invención inglesa del cronómetro de marina, pero el uso de este instrumento esencial no empezó a extenderse hasta las postrimerías del siglo XVIII).

Durante sus doscientos años de existencia, la Compañía Holandesa de las Indias Orientales (Verenigde Oostindische Compagnie, VOC en abreviatura), verdadero Estado dentro del Estado, con sus colonias, sus gobernadores, sus diplomáticos, sus magistrados y su ejército, constituyó la más poderosa organización comercial del mundo. La prosperidad de la Compañía estaba basada en las especias que su flota transportaba desde sus establecimientos de Insulindia. Los navíos de la VOC eran unos pesados y poderosos buques de tres palos de doble casco de castaño que los astilleros holandeses producían sin tregua, con una celeridad que apenas podía responder a una insaciable demanda (el Batavia, gigante de su época, fue acabado en seis meses). Pese a su robustez, estos buques no tenían generalmente sino una vida bastante breve: incluso los que escapaban a los peligros del mar raramente podían sobrevivir al desgaste de más de una media docena de viajes de ida y vuelta a Oriente. La travesía de quince mil millas marinas hasta Java (más de dos tercios de la circunferencia del globo) duraba en torno a ocho meses, y ello cuando se desarrollaba sin mayores dificultades. Estos macizos veleros de panza redonda, lentos y escasamente maniobrables (respondían mal al timón, y se hacía necesario utilizar todos los recursos del velamen para conseguir hacerlos virar de bordo), se desplazaban a una velocidad media de dos nudos y medio (4,5 km/h). Pero como, en los mercados occidentales de especias, el tiempo era oro, la VOC imponía a todos sus capitanes un itinerario que había perfeccionado la experiencia, y que comportaba ciertos rodeos —pues, a vela, la ruta más rápida raramente coincide con el camino más corto: se trata sobre todo de evitar las zonas de calma chicha y de buscar las regiones en las que se puede contar con vientos constantes y favorables—. Así, tras el cabo de Buena Esperanza (la única escala prevista, para renovar las provisiones de agua y embarcar víveres frescos), en lugar de dirigirse directamente hacia Java pasando por el norte de Madagascar, los navíos descendían primero hacia el sur, casi hasta el límite del océano Antártico, para aprovechar los fuertes vientos del oeste que giran alrededor del globo a partir del paralelo 40 —«los rugientes 40»—. Empujados rápidamente por el viento y la corriente, hacían ruta hacia el este, hasta que consideraban que casi habían alcanzado la longitud del estrecho de la Sonda; llegados a este punto hipotético que nada, en medio de un océano vacío, les permitía situar con certeza, cambiaban de rumbo y, con los vientos alisios del sudeste entonces a favor, navegaban por alta mar, rumbo al norte, para ganar Java, distante aún unas dos mil millas. No obstante, si este cambio de rumbo se producía demasiado tarde —y los errores de cálculo eran frecuentes, pues la fuerza del viento y de la corriente llevaba a algunos navíos a cubrir una distancia a menudo muy superior a aquella que su modesta velocidad aparente habría podido hacer suponer—, las consecuencias eran a veces fatales, pues entonces se veían enfrentados a una de las costas más inhóspitas que existen, la de la Australia occidental, que opone a lo largo de cientos de millas, sin interrupción ni abrigo natural alguno, sus abruptos paredones a la violencia del océano Índico. Todo barco que se acerca de noche a esta tierra, o que se ve empujado hacia ella por una fresca brisa marina, corre el riesgo de no poder alejarse de ella a tiempo; con más razón, esos pesados veleros de aparejo de vela cangreja, incapaces de virar con rapidez, se veían entonces implacablemente arrastrados contra los acantilados. Por eso la consigna de seguridad que la VOC daba a todos sus capitanes era evitar absolutamente las inmediaciones de esa Terra Australis Incognita de perfiles todavía inciertos. Los holandeses, que habían sido los primeros navegantes occidentales en descubrir la existencia de esta costa hostil, no intentaron nunca conocerla mejor, tras llegar enseguida al convencimiento de que no había nada bueno que sacar de ella: no solo aproximarse suponía un peligro, sino que además sus recursos parecían nulos —ni siquiera había manera de hacer escala en ella para hacer aguada— y, por otra parte, su población, atrasada, miserable y diseminada, no habría podido alimentar nunca la actividad del más mísero de los establecimientos.

Pero a pesar de las instrucciones que habían recibido, mientras los navegantes continuaron siendo incapaces de calcular su longitud, siguieron estando expuestos al peligro de un choque involuntario con el continente australiano. En doscientos años, de todos los navíos que partieron para Insulindia, uno de cada cincuenta no llegó nunca a destino (y, a la vuelta, uno de cada veinte no regresó nunca a Holanda). La mayor parte de estos desaparecidos no dejaron rastro alguno; solo cabe suponer que muchos se perdieron en la costa australiana, pero es imposible determinar su número exacto, ya que solo algunos de estos naufragios han podido ser localizados e identificados con precisión, a veces con siglos de retraso. Así, por ejemplo, un misterio rodeó largo tiempo la suerte del Zuytdorp: había zarpado del Cabo en 1712 con destino a Batavia, pero nadie lo volvió a ver nunca más. Doscientos años más tarde, en 1927, un pastor australiano descubrió en lo alto de un acantilado salvaje diversos objetos erosionados por el tiempo y por la herrumbre, pero con las marcas claramente legibles: habían pertenecido a miembros de la tripulación del navío perdido; y poco después, en efecto, unos submarinistas encontraron entre los arrecifes, en el fondo marino, lo que quedaba de su pecio. Era evidente que, tras el naufragio, un cierto número de supervivientes había conseguido escalar el acantilado, y posteriormente sobrevivir durante un tiempo en estos lugares desolados.

¿Acaso fueron finalmente adoptados por una tribu aborigen de la región? Un grupo local de estos indígenas presenta, todavía hoy, unos rasgos genotípicos que, parece, no podrían explicarse a no ser por un aporte de sangre holandesa.

Sin embargo, no a todos estos naufragios se los tragó el olvido. De hecho, justo el primero, el del Batavia que se hundió en 1629 contra un arrecife de los Houtman Abrolhos, un grupo de islotes coralinos, a unos ochenta kilómetros mar adentro del continente australiano, ha quedado también como el más célebre y el mejor documentado de todos. Los cerca de trescientos supervivientes del naufragio, refugiados en cuatro islotes, cayeron bajo la férula de uno de ellos, un psicópata que los sometió a un régimen de terror; este personaje, secundado por algunos acólitos a los que había conseguido seducir y adoctrinar, se dedicó a masacrar a los otros náufragos de manera progresiva y metódica, sin perdonar la vida ni a las mujeres ni a los niños. Tres meses más tarde, cuando había ya liquidado a más de dos tercios de estos infelices, vio interrumpida su extravagante carnicería por la llegada inopinada de un navío mandado de Java con auxilios. El instigador y sus principales cómplices fueron ejecutados

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