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Sonia Fernández-Vidal - Desayuno con partículas

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Sonia Fernández-Vidal Desayuno con partículas

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Agradecimientos

A David Trias, Alberto Marcos y Laura Álvarez, editores atómicos de este libro; a todo el equipo de Random House Mondadori y a los brillantes correctores.

A Sandra Bruna y su equipo, por acelerar nuestros sueños.

A Marisa Martínez, ilustradora de universos propios y paralelos.

A Chituca, superconductora de medios para dar voz a este proyecto.

A toda la profesión periodística, héroes cotidianos que difunden la belleza de la ciencia.

A Ignasi Lausín por proponer este título y por sus valiosas aportaciones.

A Iolanda Batallé, Big Bang de todo lo que nos está sucediendo.

A David Bueno, David Jou y Lluís Torner, generadores de conversaciones siempre estimulantes.

A la familia Nogales, por envolver de calidez nuestro universo.

A Alberto, Katinka, Niko, Jose, Irene y Núria, nuestra familia particular y fundamental.

A los amables lectores, por aceptar el desafío de un desayuno con partículas.

Apéndices
Apéndice capítulo 1

Big Bang: También llamada teoría de la gran explosión, es uno de los modelos científicos que describe el inicio del universo. En el momento del Big Bang se creó la materia, el tiempo y el espacio. El universo se ha ido expandiendo desde entonces. Como ejemplo visual podemos imaginar un globo al que pintamos con un rotulador unos puntos y que luego inflamos. Al hacerlo, los puntos se van alejando entre sí. De una manera parecida, el universo se está expandiendo y las galaxias se alejan las unas de las otras.

Elipse: Es una curva cerrada y plana. Podemos visualizarla como una circunferencia aplastada. A diferencia de la circunferencia, que tiene un centro, la elipse tiene dos focos. No importa el punto de la elipse en el que te encuentres, pues la suma de la distancia respecto a los dos focos siempre dará el mismo resultado. Estas curvas fueron estudiadas y bautizadas por Apolonio de Pérgamo, uno de los sabios de la antigua Alejandría.

Geocentrismo: Esta teoría coloca a la Tierra en el centro del universo. Según el geocentrismo, las estrellas —incluido el Sol— giran alrededor de nuestro planeta. Esta visión cosmológica, que en un principio no todos los griegos aceptaban, fue ganando adeptos hasta convertirse en un dogma católico. Galileo sería acusado de hereje en junio de 1633 por proponer que era la Tierra la que se movía, y fue obligado a retractarse. Condenado a vivir encerrado en su casa y bajo vigilancia, Galileo pronunció aquella frase que ha quedado en nuestra memoria: «Y, sin embargo, se mueve…».

Gravitación universal: Es la ley de la física clásica que describe la interacción gravitatoria entre cuerpos. Esta ley fue publicada por Isaac Newton en su Philosophiae Naturalis Principia Mathematica de 1687. En ella, Newton nos describe que la fuerza con la que se atraen dos cuerpos es proporcional al producto de sus masas e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia. Con su teoría de la gravitación, Newton demostraría que la misma fuerza que hace que una manzana caiga al suelo es responsable de que los planetas giren alrededor del Sol. Es por eso que se la llama una teoría universal.

Heliocentrismo: Esta teoría coloca al Sol en el centro del universo, mientras la Tierra y los planetas del Sistema Solar dan vueltas a su alrededor. Esta teoría fue planteada en el siglo III a. C. por Aristarco de Samos, pero no captó la atención de los astrónomos de su tiempo. Fue en el Renacimiento cuando Nicolás Copérnico estableció un modelo matemático heliocentrista. En el manuscrito en el que publicó su resultado, Sobre las revoluciones de las orbes celestes, Copérnico introdujo un prefacio-dedicatoria al Papa, esperando ganarse el apoyo de la Iglesia. Un siglo más tarde, Kepler abrazó el sistema copernicano heliocéntrico y lo completó con su modelo matemático de órbitas elípticas.

Mysterium Cosmographicum

En 1589 Kepler empezaba sus estudios en la Universidad de Tübingen, donde uno de sus profesores le iniciaría en el modelo cosmológico de Copérnico: el heliocentrismo.

Pese a ser una idea no sólo impopular sino peligrosa (Galileo sería condenado en Italia por ella), Kepler la abrazó enseguida, convencido de que con ésta se reforzaba su fe. Para él, igual que para los antiguos egipcios, el Sol era la perfecta imagen de Dios y debía ocupar en el cosmos un lugar central, mientras el resto de los planetas serían los que daban vueltas, en círculos perfectos, a su alrededor.

Fascinado con esta nueva visión, Johannes Kepler abandonó su carrera eclesiástica definitivamente —le fascinaba más el misticismo de las matemáticas— para aceptar un puesto como profesor de matemáticas en Graz, Austria. Sin embargo, sus aptitudes como docente estaban lejos de ser brillantes. Se mostraba huraño y falto de paciencia con sus estudiantes y perdía con facilidad el hilo de sus explicaciones, sumergido en sus propias reflexiones.

Sería en una de aquellas clases soporíferas, en las que parecía estar en Babia, cuando tuvo su revelación. Había entonces seis planetas conocidos: Mercurio, Venus, nuestra Tierra, Marte, Júpiter y Saturno. Pero nunca nadie se había preguntado por qué sólo existían seis planetas. ¿Qué tenía de especial ese número? Kepler creyó entender el motivo de que fuesen seis y sólo seis los planetas que orbitaban alrededor del Sol.

Tan sólo existían cinco sólidos regulares y Kepler dedujo que en la relación entre los seis planetas y los cinco sólidos residía la clave a aquel enigma. Postuló que la estructura que subyacía entre los seis planetas del Sistema Solar eran precisamente los cinco poliedros de Pitágoras. Entre Saturno y Júpiter una esfera circunscrita en un cubo, entre Júpiter y Marte, en un tetraedro, entre Marte y la Tierra, en un dodecaedro, entre la Tierra y Venus, en un icosaedro y, finalmente, entre Venus y Mercurio, en un octaedro. Aquella idea le pareció de una belleza geométrica de tal calibre que debía acariciar, por tanto, la verdad cósmica.

Antes de Kepler, el universo era un cosmos lleno de esferas de cristal. Su nueva teoría, que publicaría en 1596 en su estimada obra Mysterium Cosmographicum (El misterio cósmico), era provocativa y, aun así, compatible con las creencias de la época.

Sistema Solar de Kepler reproducido en su obra Mysterium Cosmographicum 1596 - photo 1

Sistema Solar de Kepler, reproducido en su obra Mysterium Cosmographicum (1596)

Kepler se entregó en cuerpo y alma a los cálculos matemáticos para que su bella hipótesis coincidiera con las órbitas observadas y anotadas por Copérnico. Sin embargo, pese a sus titánicos esfuerzos, las observaciones de las órbitas planetarias no armonizaban con sus sólidos regulares.

La belleza y grandeza de su teoría le inclinó a pensar que el error estaba en las observaciones de Copérnico, que no eran lo suficientemente precisas.

Tan sólo había un hombre cuyas mediciones de las posiciones aparentes de los planetas fueran más precisas que las de sus contemporáneos —nos hallamos en un período anterior a la invención del telescopio— y con los medios económicos para construirse un observatorio astronómico: Tycho Brahe.

El joven teórico esperaba convertirse en colega del célebre observador de las estrellas. Anhelaba que el trabajo de ambos, siguiendo la nueva ciencia que unía teoría y experimento, reforzase su nueva visión cosmológica descrita en su brillante obra Misterium Cosmographicum.

LAS TRES LEYES DE KEPLER:

1. La primera ley del astrónomo alemán dice que los planetas se mueven describiendo órbitas elípticas alrededor del Sol, y que este último está situado en uno de sus focos.

2. En tiempos iguales, las áreas barridas por los planetas son iguales.

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