Stefan Zweig - Brasil. País de futuro
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- Libro:Brasil. País de futuro
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- Editor:ePubLibre
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- Año:1941
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Brasil. País de futuro fue una de las últimas muestras del elegante liberalismo del autor. Con la destreza y la sensibilidad a la que nos tiene acostumbrados, Zweig recorre el pasado y el presente de un país alejado de las grandes guerras europeas que le empujaron a abandonar el continente. En un tono esperanzado y profético, perfiló el testamento de un expatriado que pese a alojar en sus ojos la tristeza del hombre que ha presenciado el derrumbe de una civilización, hizo de las ascuas raigambre para un canto a la vida y al entusiasmo; «Si el paraíso existe en algún lado del planeta, ¡no podría estar muy lejos de aquí!». Zweig encontró en Brasil una segunda patria intelectual en la que guarecerse durante sus últimos años de vida, y de esa comunión entre el viejo y el nuevo mundo nace esta obra de madurez, un despliegue de diáfanas perspectivas y coloristas superposiciones que da fe de la inquietud de un hombre que buscó respuestas al absurdo de la historia y que, tristemente, pareció encontrarlas en el esbozo futuro de un país lejano que jamás llegaría a conocer. El resultado es un libro brillante y profundo en el que se entreven los deseos de un «lo que podría ser», una afirmación patética del «no todo está perdido»; de nuevo, una enorme lección de clarividencia y nobleza.
Stefan Zweig
ePub r1.0
FLeCos 02.03.2016
Título original: Brasilien. Ein Land der Zukunft
Stefan Zweig, 1941
Traducción: Alfredo Cahn
Editor digital: FLeCos
ePub base r1.2
En tiempos pasados, los escritores, al dar un libro a publicidad, solían adelantar un breve preámbulo en el que comunicaban honradamente por qué motivos, desde qué puntos de vista y con qué propósitos habían escrito su obra. Fue ésta una costumbre buena. Porque mediante la franqueza, y la alocución directa establecía una inteligencia cabal entre el autor y aquellos para quienes la obra era escrita. Y del mismo modo, yo también quisiera decir, con toda rectitud, lo que me impulsó a dedicarme a un tema aparentemente muy ajeno a mi habitual esfera de trabajo.
Cuando en el año 1936 debía dirigirme a la Argentina para tomar parte en el Congreso de los Pen Clubes en Buenos Aires, agregóse a ello la invitación de hacer simultáneamente una visita al Brasil. Mis esperanzas no eran mayormente nutridas. Tenía yo la presuntuosa idea media del europeo o norteamericano respecto al Brasil, que ahora me esfuerzo por reconstruir: cualquiera de las repúblicas sudamericanas, que no se distinguen claramente una de otra, con un clima cálido y malsano, condiciones políticas revueltas y finanzas disolutas, negligentemente administrada, y sólo medianamente civilizada en las ciudades costeras, pero de muy hermoso paisaje y grandes posibilidades inexplotadas; un país, pues, a propósito para emigrantes desesperados o colonos, pero de ningún modo un país del que pudiera esperarse un aliciente intelectual. Dedicarle unos diez días me parecía lo suficiente para una persona que no era, por profesión, geógrafo, coleccionista de mariposas, cazador, deportista ni comerciante. Ocho días, o cuanto mucho diez, y luego volver prontamente, pensaba, y no me avergüenzo de registrar tan necia posición. La considero hasta importante, pues es, aproximadamente, la misma que aun hoy se adopta por lo común en nuestros círculos europeos y norteamericanos. El Brasil es hoy, en el sentido cultural, tan terra incognita todavía, como lo fue en el sentido geográfico, para los primeros navegantes. Me sorprenden de continuo los conceptos confusos e insuficientes que aun hombres cultos y de inquietudes políticas manifiestan con respecto a ese país, que, sin embargo, está destinado a convertirse en uno de los factores más importantes del futuro desenvolvimiento de nuestro mundo. Cuando, v. g., un comerciante de Boston habló harto despectivamente, a bordo, de los pequeños Estados sudamericanos y yo traté de hacerle presente que el Brasil sólo abarca un territorio mayor que el de los Estados Unidos, creía que yo estaba haciendo una broma y sólo quiso convencerse luego de haber echado una mirada al mapamundi. En la novela de un autor inglés muy renombrado, para citar otro ejemplo, descubrí el divertido detalle de que envía a su protagonista a Río de Janeiro para que allí aprenda el español. Pero ese autor no es más que uno entre una infinidad de hombres que ignoran que en el Brasil se habla el portugués. Sin embargo, no me cuadra, según tengo dicho, reprochar orgullosamente a otros sus conocimientos escasos; yo mismo, al salir por primera vez de Europa, no sabía nada, o por lo menos nada digno de fe, en cuanto al Brasil.
Prodújome, entonces, el arribo a Río, una de las impresiones más grandiosas que recibí en todos los días de mi vida. Estaba fascinado y al mismo tiempo conmovido, pues no sólo se me presentó en ese instante uno de los paisajes más hermosos del mundo, esa combinación sin par de mar y montaña, ciudad y naturaleza tropical, sino también una suerte completamente nueva de civilización. Contra toda mi previsión, me hallé ante un cuadro absolutamente singular, de una arquitectura y disposición urbana limpia y ordenada, ante un atrevimiento y una magnificencia en todas las rosas nuevas y, a la vez, una cultura antigua conservada con particular eficacia, gracias a la distancia. Había ahí color y movimiento, el ojo., excitado no se cansaba de mirar, y dondequiera que se dirigía, se regocijaba. Me hundí en una embriaguez de belleza y felicidad que agitó los sentidos, tendió los nervios, alivió el corazón, activó el espíritu, y por mucho que veía, nunca era suficiente. En los últimos días viajé al interior o, mejor dicho, creía viajar al interior. Viajé doce, catorce horas hasta Sao Paulo, hasta Campiñas, creyendo acercarme más así al corazón de ese país. Pero cuando, de regreso, consulté el mapa, descubrí que con esas doce o catorce horas de viaje en ferrocarril apenas había penetrado la piel; por primera vez empecé a barruntar la grandeza inimaginable de ese país, que, en verdad, ya no debería llamarse país sino más bien continente, un mundo con cabida para trescientos, cuatrocientos, quinientos millones de hombres y una riqueza inconmensurable, explotada en menos de su milésima parte, bajo una tierra exuberante y virgen. Un país que pese a toda la actividad diligente, constructiva, creadora y organizadora, que pese a su desenvolvimiento rápido sólo se halla en el comienzo del mismo. Un país cuya importancia para las generaciones venideras no pueden prever ni aun las combinaciones más atrevidas. Y con asombrosa rapidez se esfumó la arrogancia europea que había, traído conmigo, harto inútilmente. Sabía que acababa de echar un vistazo sobre el porvenir de nuestro mundo.
Y cuando el barco se alejó —en una noche estrellada en que, no obstante, aquella ciudad singular brillaba con sus teorías de perlas de luz eléctrica más bella y mágicamente que las chispas del firmamento—, yo tenía la certidumbre de que no había visto por última, vez a esa ciudad, a ese país, y supe con toda claridad que en realidad no había visto nada, o, de todos modos, no había visto bastante. Me propuse volver al año siguiente, ya mejor preparado y dispuesto a permanecer más tiempo para experimentar una vez más, y más intensamente, esa sensación de vivir entre lo naciente, lo venidero, lo futuro, y para gozar más conscientemente la seguridad de la paz, la grata atmósfera hospitalaria. Pero no me fue posible dar cumplimiento a mi promesa. Al año siguiente, había guerra en España y la gente se decía: espera una época más tranquila. En 1938 sucumbió Austria y nuevamente aguardóse un momento de mayor calma. Luego, en 1939, fue Checoslovaquia, después la guerra en Polonia y más tarde la guerra de todos contra todos en nuestra Europa suicida. Fue cada vez más apasionado mi anhelo de huir por un tiempo de un mundo que se desgarra a otro que construye pacífica y productivamente; y por fin llegué otra vez a ese país, mejor y más a conciencia preparado para tratar de ofrecer un modesto cuadro del mismo.
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