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Richard Sennett - El artesano

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Richard Sennett El artesano

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Agradecimientos

Tengo una deuda especial de gratitud con el filósofo Richard Foley. «¿Cuál es su idea conductora?», me preguntó Foley en un momento en que me hallaba atascado en mi proyecto, a lo que respondí, movido por un impulso instantáneo; «Hacer es pensar». No pareció convencido. En el esfuerzo por convencerlo agradezco su consejo a mis amigos Joseph Rykwert, Craig Calhoun, Niall Hobhousc y Clifford Geetz, ya fallecido, mientras que a mis editores Stuart Profitt y John Kulka les estoy reconocido por sus comentarios a los manuscritos.

En este proyecto he aprendido de mis estudiantes. En Nueva York agradezco su colaboración sobre todo a Monika Krause, Erin O’Connor, Alton Phillips y Aaron Panofsky; en Londres, a Cassim Shepard y Matthew Gill. Admirable fue el trabajo de mi asistente de investigación, Elizabeth Rusbridger, y lo mismo cabe decir del de Laura Jones Dooley, la editora del manuscrito de este libro.

Muchos de los ejemplos de artesanía corresponden a prácticas musicales. Para ellas me he inspirado en mi temprana experiencia de ejecutante, así como en mis más recientes conversaciones sobre el oficio musical con tres amigos: Alan Rusbridger, Ian Bostridge y Richard Goode.

Por último, Saskia Sassen, Hilaty Koob-Sassen y Rut Blees-Luxembourg me han obsequiado con el mejor regalo que una familia puede hacer a un escritor: me han dejado a solas para pensar, fumar y escribir.

Prólogo: el hombre como creador de sí mismo
LA CAJA DE PANDORA

Hannah Arendt y Robert Oppenheimer

Poco después de la crisis cubana de los misiles, aquellos días de 1962 en que el mundo estuvo al borde de la guerra atómica, me encontré por casualidad en la calle con mi maestra Hannah Arendt. La crisis de los misiles la había conmovido, como a todos, pero también la había reafirmado en su convicción más profunda. En La condición humana había sostenido unos años antes que ni el ingeniero, ni ningún otro productor de cosas materiales, es dueño y señor de lo que hace; que la política, instalada por encima del trabajo físico, es la que tiene que proporcionar la orientación. Ella había llegado a esta convicción en la época en que el proyecto Manhattan desarrolló las primeras bombas atómicas en Los Álamos en 1945. Durante la crisis de los misiles, incluso los norteamericanos aún muy jóvenes en los años de la Segunda Guerra Mundial, experimentaron auténtico miedo. En las calles de Nueva York hacía un frío de muerte, pero Arendt permanecía indiferente a la temperatura. Lo que le interesaba era que yo extrajera la lección correcta, a saber: que, en general, las personas que producen cosas no comprenden lo que hacen.

El temor de Arendt a la invención de materia autodestructivo se remonta en la cultura occidental al mito griego de Pandora. Diosa de la invención, Pandora fue «enviada por Zeus a la tierra como castigo por la transgresión de Prometeo». En el desarrollo posterior de la cultura griega, sus gentes creyeron cada vez con mayor convicción que Pandora representaba un aspecto de su propia naturaleza; la cultura fundada en cosas hechas por el hombre corre continuamente el riesgo de autolesionarse.

La posible causa de este riesgo es algo próximo a la inocencia en los seres humanos: a éstos, sin distinción de género, les seduce lo maravilloso, la excitación, la curiosidad, de modo que crean la ilusión de que abrir la caja es un acto neutral. Acerca de la primera arma de destrucción masiva, Arendt podía haber citado una nota que dejó en su diario Robert Oppenheimer, director del proyecto Manhattan. Oppenheimer se tranquilizaba con esta afirmación: «Cuando ves algo técnicamente atractivo, sigues adelante y lo haces; sólo una vez logrado el éxito técnico te pones a pensar qué hacer con ello. Es lo que ocurrió con la bomba atómica».

El poeta John Milton contó una historia parecida acerca de Adán y Eva como alegoría de los peligros de la curiosidad, con Eva en el papel de Oppenheimer. En la escena cristiana primitiva de Milton, lo que lleva a los seres humanos a autoinfligirse daño no es tanto el ansia de sexo como la sed de conocimiento. La imagen de Pandora aparece con fuerza en los escritos del teólogo moderno Reinhold Niebuhr, quien observa que es propio de la naturaleza humana creer que tenemos el deber de intentar todo aquello que parezca posible.

La generación de Arendt podía cifrar el miedo a la autodestrucción, ponerle números de tal magnitud que nublaran la mente. En la primera mitad del siglo XX murieron al menos setenta millones de personas en guerras, campos de concentración y gulags. A juicio de Arendt, esta cifra representa la combinación de ceguera científica y poder burocrático (de burócratas sólo preocupados por cumplir con su trabajo), encarnada en el organizador de los campos de exterminio nazis, Adolf Eichmann, a cuyo respecto utilizó la expresión «la banalidad del mal».

Hoy, la civilización material en tiempos de paz exhibe cifras igualmente pasmosas de autodestrucción. Un millón, por ejemplo, es la cantidad de años que requirió la naturaleza para crear el combustible fósil que hoy se consume en un solo año. La crisis ecológica es pandórica, producida por el hombre; la tecnología tal vez sea un aliado poco fiable para recuperar el control. Un ejemplo más cercano es el de la ingeniería genética, tanto en la agricultura como en la ganadería.

El temor de Pandora crea un clima racional de miedo, pero el miedo puede ser paralizante, realmente maligno. Por sí misma, la tecnología puede parecer más el enemigo que un simple riesgo. La caja medioambiental de Pandora se cerró con excesiva facilidad, por ejemplo, en un discurso que el propio maestro de Arendt, Martin Heidegger, pronunció en 1949, al final de su vida, en Bremen. En esta infausta ocasión, Heidegger «minimizó la singularidad del Holocausto en la “historia de los crímenes cometidos por el hombre” al comparar “la producción de cadáveres en las cámaras de gas y los campos de exterminio” con la agricultura mecanizada». En palabras del historiador Peter Kempt, «Heidegger pensaba que ambas cosas debían considerarse encarnaciones del “mismo frenesí tecnológico” que, si quedará fuera de control, conduciría a una catástrofe ecológica mundial».

Si bien es cierto que la comparación resulta repulsiva, Heidegger se dirige a un deseo real existente en muchos de nosotros: el de volver a un modo de vida o lograr un futuro imaginario en los cuales vivir en la naturaleza de una manera más sencilla. En un contexto distinto, Heidegger, ya mayor, escribió, contra las pretensiones del moderno mundo de las máquinas, que «esta moderación, esta preservación, es el carácter fundamental de la vida». Tal vez este deseo podría surgir en cualquiera que afrontara las gigantescas dimensiones de la destrucción moderna.

En el mito antiguo, los horrores de la caja de Pandora no eran consecuencia de una falta humana; los dioses estaban furiosos. En una época más secular, el miedo pandórico es más desconcertante, pues los inventores de las armas atómicas unieron curiosidad y culpa; las consecuencias no buscadas de la curiosidad son difíciles de explicar. La producción de la bomba llenó de sentimiento de culpa a Oppenheimer, lo mismo que a I. I. Raby, Leo Szilard y muchos otros que habían trabajado en Los Álamos. En su diario, Oppenheimer recordó las palabras del dios indio Krishna: «Me he convertido en la Muerte, Destructora de mundos». Expertos en miedo a su propia pericia: ¿qué se puede hacer con esta terrible paradoja?

Más tarde, en 1953, cuando pronunció las Conferencias Reith para la BBC, editadas como La ciencia y el conocimiento común —las transmisiones radiofónicas tenían por finalidad explicar el lugar de la ciencia en la sociedad moderna—, Oppenheimer sostuvo que si se consideraba la tecnología como un enemigo, sólo se conseguiría dejar más indefensa a la humanidad. Sin embargo, abrumado bajo el peso de la preocupación por la bomba nuclear y su criatura termonuclear, no fue capaz de ofrecer a sus oyentes ninguna sugerencia práctica acerca de cómo manejarse con ella. Aunque confundido, Oppenheimer era un hombre de mundo. A una edad relativamente temprana se le había confiado el proyecto de la bomba durante la Segunda Guerra Mundial y combinó su privilegiada capacidad mental con el talento para dirigir un amplio grupo de científicos; sus habilidades eran tanto de orden científico como empresarial. Pero tampoco a estos colaboradores de confianza pudo ofrecerles un cuadro satisfactorio de la manera en que se utilizaría su trabajo. He aquí las palabras de despedida que les dirigió el 2 de noviembre de 1945: «Es bueno dejar a la humanidad en su conjunto el máximo poder posible para controlar el mundo y convivir con él de acuerdo con sus conocimientos y sus valores».

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