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Rafael del Moral - Historia de las lenguas hispánicas

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Rafael del Moral Historia de las lenguas hispánicas
  • Libro:
    Historia de las lenguas hispánicas
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2009
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Historia de las lenguas hispánicas: resumen, descripción y anotación

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Revolución neolítica

Nuestros lejanísimos abuelos vivían de la caza, y también de lo que buenamente quisiera darles la naturaleza vegetal en raíces, frutas y hojas que, como hizo Dios en el paraíso bíblico, también alguien había puesto allí. Sólo con alzar la mano encontraban lo necesario para subsistir o malvivir. Fronteras sin trazar, gobiernos sin estatus, leyes naturales, dulce paso de los días. Se las prometían felices aquellos primitivos sapiens. Ocuparon como región privilegiada las riberas del Tigris y del Éufrates y otros enclaves mediterráneos de Oriente Medio. Pero los cambios climáticos alteraron el ecosistema. Y sin que mediara previsión alguna, se quedaron las despensas naturales tan vacías que tuvieron que inventar con urgencia la domesticación de animales y el control del crecimiento de las plantas, es decir, la ganadería y la agricultura. Se impuso un nuevo modo de vida, una estabilidad sedentaria que facilitaría los cultivos y cosechas. Era la revolución neolítica. Y si controlaban la despensa, podían sobreponerse a los caprichosos vaivenes naturales. Y si además se mostraban capaces de propiciar y controlar la reproducción de las especies animales mejor dotadas para la alimentación, podían olvidarse de trampas, lanzas y arcos que no servían de nada si las especies cazadas habían sido víctimas de similares carencias. Y vieron que aquel sistema resultaba más eficaz.

El cambio de mentalidad fue necesariamente acompañado de progresivas mejoras en la estructura de las lenguas porque el campesino tiene que establecerse en la vecindad del campo de cultivo y abandonar su constante peregrinar. Aparecieron las primeras ciudades, la propiedad de la tierra, la obligación de planificar el trabajo, la repartición de los quehaceres, los patriotismos y xenofobias y una estructura social cada vez más estrecha que exigía el uso de un elaborado instrumento de comunicación que facilitara el entendimiento. A cambio de aquella organización comunitaria, no pasaban hambre. Y todavía mejor: los excedentes, cuidadosamente administrados, generaron plusvalía, que a su vez había de servir para una mejor racionalización del trabajo. En contrapartida, las organizaciones sociales del planeta no han podido prescindir de la jornada laboral.

Aquellos importantes cambios sucedieron hace unos diez mil años en distintos lugares del planeta y casi de manera simultánea si somos generosos con la remota inmensidad del tiempo. Por entonces se inició el periodo interglaciar en el que estamos. Disminuyeron las lluvias. Y como los casquetes de hielo polar absorbieron y retuvieron el agua, disminuyó el nivel del mar. Concluida la glaciación, derretidas las nieves polares, las aguas inundaron los valles. Los científicos estiman en cien metros la diferencia del nivel del mar, suficiente para modificar sustancialmente el paisaje. Un profundo cambio afecta al clima. La selva tropical pasa, en algunos lugares, a desierto o tundra. La mayor parte de las islas Británicas habían estado cubiertas de hielo y, la parte sureña, conectada por tierra al continente. También las islas mediterráneas estuvieron, muchas de ellas, conectadas entre sí o con tierra firme. El mar Adriático apenas existía; el mar Negro fue un lago de agua dulce reducido a casi la mitad; el mar de Mármara, una charca interior o un canal; y el estrecho de Gibraltar mucho más reducido que ahora y con un par de islas intermedias. Sólo entonces pudo ser poblada una gran parte de Europa, y también Escocia, o Escandinavia. Aquellos primeros visitantes pusieron nombre a los ríos en cuyas orillas se aposentaron.

Las temperaturas y los límites tierra-mar ya eran como los de hoy hace unos diez mil años. Por entonces, o tal vez antes, llegaron tribus o grandes familias nómadas dedicadas a la caza y a la recolección, hablantes de una o varias lenguas indoeuropeas de la rama celta. Cuencas fluviales y costas fueron sus referencias para el continuo viaje. La historia de aquellas primitivas lenguas hispánicas se confunde en cualquier aproximación. Podemos aventurar comentarios, enunciar hipótesis provisionales, sugerir lo que pudo suceder, pero sólo el texto escrito daría fe de su existencia. ¿Y desde cuándo se imprimieron las hablas? La humanidad conoce la escritura desde hace unos cinco mil años. Apareció de manera más o menos coincidente en varios lugares. Dos de aquellos procedimientos han superado el tiempo y han permitido la interpretación: la escritura cuneiforme de Mesopotamia y la jeroglífica de Egipto. Si un milagro no desvela nada particularmente nuevo como una primitiva inscripción, si un paleontólogo o arqueólogo no descubre el tesoro más oculto de nuestra historia, debemos admitir que el agrafismo de quienes vivieron en nuestro hogar se prolongó más de dos mil años después de inventada la escritura en Oriente Medio. ¿Quién podría atreverse a hablar de lenguas o distinguirlas con tan precaria información?

Lo que sí podemos es descubrir una sociedad más compleja que establece dirigentes y dirigidos, propios y extraños, lo nuestro y lo de los demás y algo nuevo en el entendimiento: cuerpos muertos, abandonados, y otros cuidadosamente sepultados. Aparecen los primeros cementerios proyectados hacia la eternidad y señalados con dólmenes megalíticos. Suponemos que aquel respeto en eterna memoria de los desaparecidos fue copiado de unos pueblos a otros. La actitud, la melancólica acción daba muestras de una conciencia del ser. No hubiera podido alcanzarse tan elevado grado de abstracción sin el uso de la lengua. ¿Cuál fue la que sirvió a los constructores de la cueva de Menga, en Antequera, o la necrópolis de los Millares, en la provincia de Almería? De los códigos de comunicación de aquella época no sabemos ni probablemente sabremos nada, pero estamos seguros de que existieron. Corría el tercer milenio anterior a nuestra era.

Por entonces nuestros antepasados supieron que el cobre fundido con el estaño, en una proporción de uno a nueve, había de dar lugar a un revolucionario invento: el bronce. Las proporciones de la combinación debió despertar el interés de las zonas ricas en metales. Las zonas peninsulares del sur (Almería, Jaén, Huelva y el Algarbe) desarrollaron una floreciente industria de instrumentos y utensilios tanto dedicados a la guerra como a la decoración. Y como ya por entonces los hombres tuvieron deseos de perpetuar en el más allá su existencia, muchos de ellos, para ventaja de nuestra investigación, enriquecieron su sepultura con rico ajuar. Descubrimos la separación de lo propio y lo ajeno, rudimentarias murallas que protegen poblados erigidos en lomas para la fácil defensa y, en la medida de lo posible, bañadas por un río. Corrían los años 1100 a.C. Aquellas gentes vestían prendas de lana, de lino y de piel, añadían a su atuendo, como hoy, anillos decorativos, collares y pulseras, molían el grano y construían recipientes. Más desarrollo tuvieron las regiones mineras que las agrícolas o ganaderas. El bronce llegaba a todas.

Unos ochocientos años antes de nuestra era aparece en la península el hierro. Por entonces llegaban gentes por el Pirineo oriental, pueblos celtas que avanzaban hasta el valle del Ebro e iban sembrando sus costumbres, entre ellas sus características necrópolis o campos de urnas con las cenizas de sus difuntos. Y por mar, dos pueblos visitantes fundan sus colonias en el este y el sur: los griegos y los fenicios. La impresión de variedad lingüística es, considerando la variedad de pueblos, evidente, pero no podemos decir mucho de ello porque las lenguas dejan restos tan irreconocibles como difíciles de interpretar. Es lícito que sepamos que por entonces poca gente debió plantearse qué lengua usar ni cuál aprender. Acuciados por la necesidad que demanda la inmediatez, cada cual se acomodó, que es lo que ha sucedido siempre, a la lengua heredada, que no es poco, y luego que se salve quien más voluntad desarrolle. Nuestros antepasados fueron menos rígidos y exigentes que nosotros para entender a los interlocutores, y también para utilizar sus propias formas si desea volver a entenderse con él, y a olvidarlas si no quiere añadirlo a sus amistades. Así podríamos decir que las gentes de entonces, como las de ahora, aunque los chicos no fueran a clases particulares de inglés o sus padres no los enviaran a estudiar a la capital del reino, ni por las tardes existieran profesores especializados y cursos audiovisuales, tendrían una lengua principal, generalmente la de los progenitores, y otras que podemos llamar segunda, tercera, cuarta… entendidas y manejadas con diversos grados de destreza en función de las necesidades.

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