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Rafael Llopis - Historia natural de los cuentos de miedo

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Rafael Llopis Historia natural de los cuentos de miedo
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    Historia natural de los cuentos de miedo
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Historia natural de los cuentos de miedo: resumen, descripción y anotación

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Esta «Historia natural de los cuentos de miedo» constituye el primer estudio serio y sistemático que jamás se haya realizado, en vías a conseguir trazar un coherente cuadro de la evolución de la literatura de terror, desde sus comienzos, hasta sus últimos desarrollos emparentados con la ciencia ficción. Trata también de un modo especifico, las obras de este géneros escritas en castellano, además de incluir un apéndice sobre el cine, los cómics y la música de terror.

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APÉNDICE 1
CINE DE TERROR

Desde sus mismos orígenes, el cine ha sido un importante vehículo de la imaginación. A menudo se ha dicho que, en sus comienzos, mientras los hermanos Lumière sentaban las bases del cine como reportaje, Méliès descubría los trucos y efectos especiales que abrirían al cine las puertas de la fantasía. Podría añadirse que la misma materia del cine sólo es fantasmagoría impalpable, juego equívoco de luces y sombras muy apropiado para el misterio y el terror. Pero hasta ahora, a mi juicio, el cine fantástico no ha alcanzado ni con mucho la misma altura que la literatura correspondiente, quizá en parte porque, en definitiva, la fotografía —por mucho truco que se le eche— resulta siempre más objetiva que la palabra escrita, más sometida a la servidumbre de lo real, menos capaz de transmitir lo subjetivo. Pero el cine no es sólo truco, y quizá la razón de su poco éxito artístico en el campo fantástico haya de ser buscada en el enfoque comercial y económico de la industria cinematográfica. Es mucho más fácil y barato coger papel y pluma para escribir un cuento que montar todo el complejo tinglado de la producción de una película. Sea como fuere, el caso es que rara vez se ha acometido con seriedad (dinero incluido) la empresa de realizar buenas películas de terror.

Por otra parte, el cine ha solido limitarse a intentar traducir en imágenes visuales los relatos literarios. Tanto el cine como la literatura son artes narrativos, pero en la mayoría de los casos la película no ha pasado de ilustrar con más o menos acierto la novela en que se inspiraba, sin agotarla. Muy al contrario, casi siempre la ha mutilado para que cupiera en las limitaciones de un cine fácil y comercial. Todos estos inconvenientes se refieren especialmente al cine fantástico, que es de por sí introvertido, subjetivo, no-activo. En cambio, cuando se trata de acción, el cine suele resultar mucho más convincente y apasionante que la literatura.

En todo caso, los grandes personajes terroríficos del cine suelen ser de extracción literaria y constituyen por lo general una mala caricatura de sus originales, cuando no los traicionan descaradamente. El filosófico monstruo de Frankenstein, de Mary Shelley, se convirtió primero, ya en el cine, en un patético tullido; luego, en un sádico asesino, en un payaso deplorable, a medida que se sucedían las imitaciones de las imitaciones. El Drácula de Bram Stoker ha pasado al cine como un brillante ilusionista de etiqueta, acabando, por fin, como un play boy nocturno de extraña desviación sexual. Los hombres-lobos, los Mr. Hydes, las momias y los zombis, al trasladarse al cine, se vuelven unidimensionales, se simplifican, se reducen a una mera cáscara incapaz de provocar terror.

En algunos pocos casos, sin embargo (pocos para el total de la filmografía fantástica), el cine terrorífico ha encontrado su propio camino, dando frutos de extraordinaria calidad, a veces ajenos a toda obra literaria previa, a veces incluso superando a la novela en que se basaban, a veces simplemente mediante la creación de ambientes y personajes plenamente logrados incluso en películas por lo demás fallidas.

Entre las primeras películas que han dignificado al cine fantástico, yo citaría Haxan, de Christensen, y El gabinete del Dr. Caligari, de Wiene, ambas de 1920. Nosferatu, de Murnau (1922), es en gran parte una película fallida, pero la figura del vampiro —interpretada por un misterioso y nunca identificado Max Schreck, que bien pudiera ser un vampiro de verdad— y el ambiente de la ciudad apestada no han sido jamás superados en ninguna película de terror. Por la misma época aparecieron los primeros actores especializados en personajes aterradores: Lon Chaney, pionero del maquillaje, en Estados Unidos, y Conrad Veidt, en Alemania, a los que pronto se uniría otro actor misterioso, creador de personajes torturados y complejos: el húngaro Peter Lorre.

En 1931, en Estados Unidos se industrializa el terror cinematográfico con dos películas que van a dar origen a sendas series interminables: Drácula, de Browning, y Frankenstein, de Whale. Sus respectivos personajes acaso sean los mitos terroríficos que —aunque degradándose progresivamente— mejor han arraigado en el mundo del cine. Ambas películas lanzan a la fama a dos grandes actores cuyos nombres se han convertido en sinónimo de terror: el húngaro Bela Lugosi y el inglés Boris Karloff. Bela Lugosi, aunque demasiado grandilocuente, constituyó durante años el vampiro por excelencia y supo dar a su personaje un aura de malignidad inhumana que, excepto el citado Max Schreck, ningún otro actor le ha sabido comunicar. Por su parte, Boris Karloff —en colaboración con el extraordinario maquillador Jack Pierce— creó un monstruo de Frankenstein que, aunque alejado de la metafísica criatura de Mary Shelley, la eclipsó totalmente en popularidad, dotándole de una terrible concreción plástica. Frankenstein fue seguida por La novia de Frankenstein (Whale, 1935), para mi gusto la mejor de la serie, y por El hijo de Frankenstein (R. W. Lee, 1939), donde ya se inicia la decadencia de la serie, aunque en la película aún sea posible gozar de la insuperada labor de Boris Karloff en el papel de monstruo. Luego, tras ser interpretado por un Bela Lugosi singularmente malévolo en Frankenstein y el hombre-lobo (Neill, 1943), el monstruo fue convirtiéndose cada vez más en un ser acartonado y necio, carente del menor interés.

En los años 40, tras el éxito popular de la fórmula iniciada en Frankenstein y el hombre-lobo, empiezan a producirse cócteles de monstruos. Los John Carradine, Glenn Strange y Lon Chaney Jr. se dan de trompazos y dentelladas en varias películas, y el género terrorífico degenera rápidamente. De esta época yo sólo salvaría una película extraña y solitaria, ajena al tinglado de los monstruos: la británica Al morir la noche (Cavalcanti, Dearden y otros, 1945), que es una excelente transposición cinematográfica de varias breves ghost stories típicamente inglesas.

Después de esta lenta decadencia, el género terrorífico se ha puesto bruscamente de moda en los últimos 50 y sobre todo en los 60. Por las causas en que machaconamente he insistido a lo largo de estos artículos, existía potencialmente en esa época un público muy numeroso para este tipo de películas. Pero los industriales del cine sólo vieron el negocio fácil, y la apetencia de misterio, de fantasía y —¿por qué no?— de poesía, fue considerada desde un punto de vista exclusivamente comercial. En vez de crear obras de arte, se han producido películas en serie, construidas con los tópicos más desgastados del género y adobadas con erotismo, sadismo y otros ismos capaces de vender el dudoso producto, ocultando tras abundancia de pintura roja (son en colores) la absoluta falta de imaginación de sus perpetradores. El negocio ha debido ser bueno, pues, tras Inglaterra, que lo inició, otros países se han lanzado como buitres sobre el género terrorífico, consiguiendo, en el mejor de los casos, películas discretas, películas con alguna secuencia interesante o algún personaje conseguido. Hasta el cine español ha osado explotar el manido filón. De esta última ola comercial de cine de terror sólo cabe mencionar a algunos actores: a Peter Cushing y Vincent Price sobre todos; después, a Barbara Steele, a Christopher Lee…

Sin embargo, al margen de la comercialidad, se han hecho excelentes películas de terror y fantasía que demuestran lo que podría ser este género si se le dedicasen la inteligencia, el gusto y los presupuestos que se merece. The innocents (de Clayton, 1961, estrenada en España con el estúpido título de Suspense) es una excelente y fidelísima recreación cinematográfica de la novela The turn of the screw, de Henry James. El baile de los vampiros (1967) y La semilla del diablo

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