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Ramón Gómez de la Serna - Automoribundia 1888-1948

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Ramón Gómez de la Serna Automoribundia 1888-1948

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De José María Salaverría

El señor de la Serna es un caso interesantísimo en nuestra vida literaria actual. Teníamos escritores de diferentes matices y modalidades; no faltaba el literato ampuloso, tropical, exquisito, rico, dueño del lenguaje, señor del verbo. Otros, a quien se llama castizos, presumen dominar los secretos del habla antigua; otros afectan un estilismo clásico. Pues bien: Gómez de la Serna no presume de castizo ni de estilista, de clásico ni de moderno; no trata de retener para sí el lenguaje; pero hace con el lenguaje tales malabarismos, que más allá de la gramática y por encima de todas las academias el idioma se rinde, vencido, a este autor que, manifiestamente, es el Dionisos de la palabra. Pocas veces se ha visto un ejemplo de tal embriaguez, frenesí, entusiasmo, furor verbal. Y hace con las frases y los períodos, en el siglo XX, lo que hacía Quevedo en el siglo XVII.

El lenguaje de Gómez de la Serna está pidiendo un nombre: barroquismo. Las palabras se amontonan, giran, vuelven, se aprietan, se desintegran, hacen curvas y dibujan raros adornos; entre esas palabras múltiples y multícolas, van las ideas, las trémulas ideas, todas sofocadas y diluidas, dejadas aquí, reanudadas allá… Es como el lujo de un señor ocioso que gusta ocupar su tiempo en una labor estupefaciente; o es la ira del exquisito que apalea al vulgo pesado y lento, por afán de perturbarlo.

Estamos en presencia de una fantasía que se emplea en las cosas pequeñas, que describe las habitaciones, que personaliza los muebles y los objetos más olvidados y yacentes. Es un Edgardo Poe sin morbosidad ni amargura, con una fantasía extraña a lo Poe, aplicada a desgranar sugericiones sucesivas sobre objetos que son inofensivos, cotidianos, y que de pronto el autor los inviste de una vida imaginativa y gesticulante.

Gómez de la Serna es, ante todo, un humorista. Usa un humorismo ultraespañol muy moderno, que no tiene que ver con los otros humorismos meridionales. El meridional no suele resignarse a soltar su chiste como sin darle importancia; necesita insistir en una petulante falta de modestia; la boutade de los franceses es chillona, llama con exceso la atención, exige y reclama la risa y el aplauso. Pero Gómez de la Serna hace sus gracias por las gracias mismas, sin darles importancia, como un payaso obcecado que haría payasadas aun no existiendo público en el circo. En esto, su humorismo se parece al inglés. Pero no es inglés tampoco, porque tiene demasiada agilidad y frescura; además, hay en él un algo español, ese algo hispano que cuando se manifiesta bien, como en ciertas cartas agresivas de Hurtado de Mendoza y en tantas páginas de Quevedo, toma un aire de violencia despectiva inconfundible.

Escritor bohemio, nocturno y libertario, ¡qué diferente sin embargo este escritor curioso de tantos poetas y liberticidas como ruedan por ahí! Hay en Gómez de la Serna una juventud de muchacho sano, inteligente, gracioso, prócer y audaz que rehúsa la simulación sentimental y manida de los usuales cantores a Mimi y poetas de Pierrot. Que carece de hiel y de estudiada perversidad. Que al volcar su manera literaria sobre el campo moderno de las letras, ha hecho inservibles y definitivamente inaguantables los amanerados refinamientos y las vulgares bohemias de tantos exquisitos de munición.

De E. Díez-Canedo

Aquel poema sobre las cosas que un hombre lleva en el bolsillo que cierto día se le ocurrió a Chesterton, y que no llegó a escribir porque pensó que sería demasiado largo y que el tiempo de las epopeyas había pasado ya, un escritor nuestro está a punto de escribirlo, y lo hará cualquier día que se levante de humor. Ha llevado ya a término diversas fatigas por el estilo.

Aquél es Ramón, el manager y sumo sacerdote de Pombo. En sus libros recientes, el apellido que ostenta, y que todos conocen, Gómez de la Serna, se agazapa a los pies del nombre agrandado, como el mote en el escudo de armas. ¿Por qué? Él lo sabrá; quizás estén las razones de ello en los recónditos archivos de su heráldica personalísima; quizá sea sólo que al verso formado por el nombre y los apellidos de todo escritor —heroico o elegiaco, grotesco o satírico— prefiera la iniciación germinal del pie métrico formado por estas dos sílabas, larga y breve, Ramón.

Ramón, pues, y no ya Gómez de la Serna; Ramón, maestro en la noble arte de la «greguería», es el que se aparece a vuestros ojos. La greguería, él la ha definido y estudiado con minuciosidad; no es cosa de copiar aquí sus palabras, ni el espacio nos lo consiente. Para los lectores no iniciados, diremos, con todo, que la greguería no es invención… de Gómez de la Serna —evitemos, por una vez, el Ramón consonante—. Greguería es un verso de Virgilio, y greguería es aquello de «El toro, que era un perro…» Son greguerías una «Historia Natural», de Jules Renard, y una «Soledad», de Góngora. Sobre todo, no pidáis la definición al Diccionario de la Academia, que os podrá definir el conjunto de los libros de Ramón, pero de ninguna manera, en singular, la gracia alada de estas diez líneas, comparable a una uta japonesa, ni la plasticidad evidente de esas otras, recortadas, concretas, terminantes, como una punta seca.

Todo lo hallaréis en estos libros; no los terminaréis nunca, no los abandonaréis nunca; hoy os irritarán, para encantaros mañana. Y, en pocos minutos, sin volver la hoja, encontraréis, acaso, después de treinta líneas que nada os dicen, lo que habéis buscado inútilmente en centenares de libros.

De Gómez Baquero (Andrenio)

Lo más estimable en su triunfo es ser el triunfo de la originalidad.

Sin duda, la imitación es una ley del espíritu humano. La debemos muchos perfeccionamientos. La hallamos en la iniciación de las literaturas y en la iniciación de los literatos.

Pero en cuanto la imitación deja de ser un aprendizaje, un medio de hacerse la mano, y se convierte en un procedimiento fijo y una aspiración definitiva, se toma nefasta. Prefiero cien veces los escritores que desafían a la extravagancia y no se asustan siquiera de la ridiculez persiguiendo una forma nueva, un matiz original, una idea inédita, a aquellos otros que con el Diccionario de la Academia al lado, para que no se les cuele ninguna palabra indocumentada, trabajan en género Cervantes o en género Fray Luis de León; es decir, quieren convertir en estudiada reproducción de estilos, lo que en los grandes maestros fue llama viva de inspiración, brote espontáneo de la fantasía y el ingenio.

De Gómez Carrillo

«¿Pero ignoráis acaso que “el circo es el único lugar donde aún hay personajes Augustos?…” ¡Y éstos sí que estarían bien en las plazas públicas! ¡Éstos sí que, lejos de hacer bostezar a los pobres artistas que tienen la obligación de contemplar las estatuas desde las terrazas de los cafés en que toman sus cotidianos aperitivos, alegrarían a todo el mundo! Sus trajes, en primer término, bastarían para hacer comprender a los niños que no se trata de antiguos alcaldes, ni de antiguos héroes de las independencias, ni de antiguos dramaturgos, ni de antiguos ensanchadores de ciudades, sino de verdaderos creadores de vida, de belleza, de fantasía y de ensueño. Abrid la Guía oficial de ese mundo extraordinario en el cual los yanquis comienzan con sano criterio a buscar a sus personajes representativos para inmortalizarlos fundiéndolos en bronce o cincelándolos en mármol, y veréis lo variado de sus aptitudes y de sus actitudes, de sus gestas y de sus gestos, de sus tocados y de sus calzados. Este primero, que se agita en su pedestal, es el malabarista. Y la Guía oficial dice: «El pobre malabarista, al que una doncella o un criado ponen la mesa para que cene, y que nunca cena, porque se dedica a jugar con el servicio, se ve que es un desgraciado, al que en el restaurant de la vida le debe pasar lo mismo, y que sólo encuentra en todo el malabarismo, y se pierde en su monomanía, pues, por ejemplo, cuando saca el reloj para ver la hora, no la ve, porque antes lo tira por los aires y lo coge, y lo vuelve a tirar, y hace lo propio con el bastón…» Al verlo estatificado, tal vez algún bachiller sutil preguntará si el que así se agita es un hombre simbólico que representa a los que buscan sin descanso el equilibrio del presupuesto. Pero el autor de la Guía oficial le contestaría que no hay nada de político en sus protagonistas. Y agregaría: «Todo en ellos es humano, de una humanidad absoluta e integral… Así, ése que ahora se sube en su pedestal es el ser humano en lo que tiene de mejor y de peor. Se llama el

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