Ramón Gómez de la Serna - Morbideces
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- Libro:Morbideces
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1908
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Segunda obra de Ramón Gómez de la Serna, en la que se retrata a sí mismo en su propia juventud y contiene los principios de lo que se considera su estilo.
Ramón Gómez de la Serna
ePub r1.0
Titivillus 28.08.17
Título original: Morbideces
Ramón Gómez de la Serna, 1908
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
[1] Para conciliar hasta donde sea posible mi espíritu con el del libro, uso la interrogación. Este es un medio más de mi sinceridad para aproximarse a su plenitud, y lejos de denotar inseguridad, patentiza una firmeza templada y noble.
Empleado por mí, su laconismo tiene múltiples acepciones heterogéneas. El armoniza la trascendentalidad de ciertas palabras, su redundancia, su rigidez: desconcierta su empaque apostólico las flexibiliza, las hace cromáticas, las proporciona, hace menos obtuso o menos agudo su ángulo, y aplicado a ellas como sordina, humaniza su academicismo, su prosopopeya, su dogmatismo, su espíritu tradicional, y el tono conque los sapientísimos o la costumbre las ha gravado…
Él sólo se refiere a la palabra inmediata anterior, pero no a la idea. Sin embargo, vosotros mejor haríais en no interpretarles; porque presumo que confundiréis mis rezones con las vuestras. Ni debéis tampoco ufanaros creyendo ver en ello una concesión de impotencia porque siempre que sentencio algún pensamiento o alguna palabra, lo hago en atención a mi orgullo, que camina en progresión directa a mis ideas, pero nunca con relación al vuestro.
[1] Si cito a alguien, es con la completa seguridad de que me cito a mí mismo, y sólo escribo los nombres para evitar vociferaciones y secreteos.
[1] Escribo honrrra con tres erres, porque sería un absurdo creer otra cosa, de habérsela oído pronunciar solemnemente a los buenos padres de familia, a los moralistas, a los actores dramáticos o al Ministerio Fiscal.
[1] Entiéndase la envidia del chateau espléndido, del coto humbroso, de la mujer egregia… es decir, de todo lo que prometa un goce positivo a mi salvajismo languideciente, no las envidias enfermas de los otros, ante la vanidad, el cientifismo o la virtud.
[1] Digo hipérbole en vez de error, porque éste no es algo completamente negativo, como se suele creer, sino que nace de simples impresiones fisiológicas que llegan a formarle después de extrañas exageraciones y ensamblajes de otras impresiones y otras falsedades. Sería curioso descubrir la genealogía de la mentira que siempre es pariente en un grado cercano o distante de una simple verdad.
Nada importa nada.
TEÓFILO GAUTIER
S una linda niña radiante de pre-precocidades y de infantilismos —rosas germanas y violetas en un mismo búcaro.
Su madre descompone el cuadro con su cabeza de barro cocido, su joroba y su manteleta verde en la que los sietes han sido restados con torpeza.
Desde una altura inverosímil acaban de ver Lohengrin.
Esto la conviene a la niña «Que aprende canto», según la frase de la madre, que fía en sus gorgoritos un abolengo que comenzó a esperar de niña con una ilusión indeleble que, como el Fénix, ha resucitado perdurablemente de sus cenizas.
Su hija espera, por el contrario, de su arte, después de la accidental exhibición en el escenario, bajo las joyas y el damasco, ser la heroína en un platea…; se enrosca la pobre toquilla desgarrada al cuello, bajo los quilates de sus cabellos, y cuando salimos a la calle, después de habernos familiarizado todos al bajar la interminable escalera, la madre la dice pensando en la Walkyria:
—¡Oh, cuando tú llegues a ser…!
Y ella replica mirando un automóvil que pasa, fija un instante en una diadema que titilea bajo la luz de un foco:
—¡Oh, cuando yo sea…!
e este libro que lleva mi firma, soy sólo el editor.
La explicación de esta antinomia es toda una historia.
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Su innominado autor, es un joven de recia catadura, tallada a la manera cruda, endurecida y plástica de Rodin.
Dos arrugas inextirpables cruzan su frente como relejes que trazó la caravana de los pensamientos al pasar…
Enmelenado, fumador en pipa, tocado con un chambergo blando y una bufanda a cuadros, es su continente de los que inquietan a los policías y hacen salir a las porteras de su tabuco creyendo haber dado fuera de turno con una entrega de folletín.
Su expresión, como atemorizada y sorprendida, el extravío manso y tortuoso de su mirada, el rictus ambiguo e indeciso de sus labios, su silencio, su unipersonalismo sostenido, desorientaron en mí esa perspicacia de antropómetra que creemos tener todos, y no hubiera conseguido interpretarlos de no haberme dado él mismo su secreto…
Durante mucho tiempo fue para mí el conocido de vista. Me lo encontraba con insistencia, en las ferias de libros, en la taquilla los días de estreno, en los Museos, en los conciertos, en las conferencias y en el lugar más recóndito de las bibliotecas. En todas partes solo.
Su independencia llegó a interesarme, y busqué en vano al amigo fácil de todas las presentaciones.
Sin embargo, llegó al fin el día en que nos reconocimos con franqueza. Fue en una de esas salas arrinconadas y ocultas que nadie visita en los museos —la del Conde de Valencia de Don Juan, en el Arqueológico.
Era la primera vez que la visitaba.
El arcaísmo del recinto, su recogimiento aristocrático y silente, me inmutaron.
Lleno de emoción y de videncias, ante el espíritu procer y distinguido que sahumaban sus cosas, me detuve en el umbral con tímida unción…
Sobre las paredes, aforradas de rojo, apenas se esbozaban, difuminados por la penumbra, los fantasmas linajudos y exánimes de los retratos y las hazañas mitológicas de los tapices.
Un reloj francés palpitaba con entonación anacrónica y solemne sobre una repisa. Su indolencia agoniosa trocábase pizpireta cada cuarto de hora, repiqueteando sutilmente con delicadezas de salterio… Su isocronia perdurable era la melopeya anodina del anodino cronicón romanceado, en el que minuto a minuto se iba trascribiendo la cacofónica vida de sus señores.
Arcaces, grandes armarios blasonados, retablos con relieves místicos, trípticos alemanes de asuntos religiosos representados por figuras inmovilizadas, finas, enfermas; bargueños, cruces procesionales y…… Me detuve sorprendido en mi requisitoria. Era asaz inesperado el hallazgo. En un rincón ensombrecido del recinto estaba él, el anónimo, el solitario trashumante, nuestro autor.
Apoltronado en un ancho sillón de talla, destacábase la lividez de su rostro sobre el cuero atezado del respaldo. Envuelto en su pañosa como en un ropón caballeresco, alguno de cuyos pliegues me escondía, quizás, la roja cruz de Calatrava, sin el plebeyo aspecto tonsurado del cosmopolitismo actual, poseído de la aristocracia de su alrededor, según era de notar en la familiaridad de su gesto, en la desenvoltura de sus ademanes y en la mirada animada de familiaridad y de remembranzas con que perforaba los objetos, todo me hizo presentir que él era el señor del palacio. Sí; seguramente, sus armas eran las que se exaltaban sobre el brocatel gualdo de los reposteros y sus antepasados los personajes patinosos de los cuadros.
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