Ramón Gómez de la Serna - José Gutiérrez-Solana
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- Libro:José Gutiérrez-Solana
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1944
- Índice:4 / 5
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José Gutiérrez-Solana: resumen, descripción y anotación
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N uestro pintor, don José Román Gutiérrez-Solana y Gutiérrez-Solana, nació en Madrid el 28 de febrero de 1886 —en pleno carnaval—, en la calle del Conde de Aranda, número 9, cuarto principal, siendo sus padres José Gutiérrez-Solana y Gómez Puente, que había nacido en San Luis de Potosí (México) y de Manuela Josefa Gutiérrez-Solana y Montón de Abril, nacida en Arredondo, pueblo de la provincia de Santander.
Por su parte tiene más antecedentes mexicanos, pues su abuela paterna era de Catorce, provincia de México.
Primos hermanos los padres, reúnen indianismo y aristocracia —el Conde de la Maza es primo hermano de los Solana por parte de madre— y todo ese fuerte conjunto de ingredientes ha de gravitar sobre el gran pintor.
El padre, muy inteligente y licenciado en medicina por el Colegio de San Carlos de Madrid, es ya el recoge herencias indianas y se dedica a raras especulaciones científicas y en su revuelto despacho ve ya don José las anatomías, las botellas de Leyden y las colecciones mexicanas de ídolos y de figuras de cera, además de las cajas de minerales traídos de allá lejos y que tanto han de influir en su inspiración de artista.
Tocado por la rareza de tan extraño padre y en complicada inquietud interior (la similancia de las dos sangres que eran una misma sangre recalcó su genio de imágenes) comienza el bachillerato, pero ya con aficiones a la pintura que le hacen un distraído, surgiendo el obstáculo que le hace dedicarse al Arte al examinarse de Retórica y Poética:
—¿Qué es poesía bucólica? —le pregunta el profesor.
—Una cosa de comer —parece que le contestó él acabando así su destino oficial.
Su tío, el pintor y profesor don José Palma, al saber su propensión al Arte, le hizo dibujar una oreja de memoria y cuando vio cómo hacía el «laberinto» auricular le dijo: «Puedes matricularte», y se matriculó en la Escuela de Artes y Oficios que había en la calle del Turco donde hoy está la Academia de Jurisprudencia.
En 1900 ingresa en la Academia de Bellas Artes de San Femando y aprende la teórica mientras mira a la calle.
En 1904 ya se lanza a la Exposición Nacional, pero va a la «sala del crimen» donde eran entonces relegados Romero de Torres, Nonell, Mir, Juan Gris y tantos otros que habían de ser después luminarias de la pintura.
En 1907, en los primeros días de enero se exponen en el Círculo de Bellas Artes, que entonces estaba en la casa n.º 1 de la calle de Alcalá, los primeros cuadros de Solana que producen escándalo en el público.
No me olvidaré de ellos, sobre todo del que se titulaba «Per sécula seculorum». La atmósfera secular de España mostraba su altar atormentado y entre bustos relicarios y beatas en frenesí, se veía la imagen de frente abrupta del aguafuertista Ricardo Baroja que no se sabía bien qué podía estar haciendo allí.
Un pintor joven aparecía testificando sobre la España tétrica —otra cosa que la España religiosa y grande—, la España que se había quedado raquítica, perlática y escuchimizada.
Tres críticas han quedado de aquel momento y de ellas voy a recortar ahora algunos de sus amarillentos párrafos.
La primera, que se publica en El Imparcial el 3 de enero de 1907, es de don Francisco Alcántara y dice así con referencia a Solana:
«Hallábame contemplando una pintura de Solana, la que lleva por título “per sécula seculorum”, cuando me sentí rodeado. Eran socios antiguos. En sus ojos bullían interrogaciones llenas de hostilidad hacia el cuadro que teníamos delante. Sin saber cómo, introdújose en el grupo el inevitable modernista instructor, que dijo:
—Es uno de esos ermitorios de nuestras aldeas montañesas donde la mezcla de mística parda y terrorismo ultramundano que posee aún a una tercera parte de nuestro pueblo, perpetúa la ferocidad… es eso que los extranjeros llaman la España negra… Los dos bustos de santos, con sus terribles degolladuras, sobre el altar, los exvotos, el ensangrentado Cristo de la derecha y esa soberbia imitación del Greco en el fondo… conjunto admirable por su expresión tremenda…
—Pase —dijo el más adusto del corro, a punto de estallar de ira—, ¿pero y eso de primer término?
Entonces nos fijamos, era un amasijo de figuras atrozmente desdibujadas, clérigos y devotos que parecían devorarse. Nos quedamos perplejos… Alguien dijo a mi espalda: “El que ha pintado eso, es…” Una oleada de modernistas nos separó.»
La segunda es de un extraño periodista de enconado destino, que va a morir al poco tiempo de publicar su crónica. José Nogales, premiado en un concurso de cuentos de El Liberal por su cuento «Las tres cosas del tío Juan».
Se publica la crítica de Nogales en El Liberal del l.º de febrero de 1907.
Como todos los cronistas echa primero su cuarto de espadas en la cuestión de los modernistas y después dice:
«No acabaré este artículo sin dedicar unas líneas a un lienzo del señor Gutiérrez-Solana, pintor que hasta ahora no conocía. Es un cuadro que mueve la bilis del apacible concurso. Realmente, el lienzo es una pesadilla, y eso es lo que nos conviene. Creo, aunque no estoy seguro, que el autor ha querido dar forma a esa horrenda religiosidad española que crispa los nervios y eriza los cabellos del extranjero, en quien nunca se borra esta impresión de nuestras devociones.
A este fin, coloca de fondo o trasaltar el calvario del Greco —que ya es una página—; a un lado, un Cristo grande, de cabellera india, aporreado, desgarrado, chorreando sangre. Sobre el altar dos espantosos y ridículos bustos de mártires con las cabezas cortadas vueltas a encajar en las degolladuras. Al pie del altar, una beata en putrefacción con las faldas alzadas hasta la rodilla, amenazada de un mordisco por una insolentísima calavera; otra beata con un cirio rizado, y unos frailes gordos, apopléticos, de escapulario prendido que van y vienen adorando al Cristo indio. A la derecha del altar, con gola, jubón y calzas verdes, está la figura mística de Ricardo Baroja, con un rollo de aguafuertes en la mano…
Los cirios, el ambiente, la extraña luz de pesadilla gástrica que envuelve aquella escena de castiza devoción, tienen un soplo gris del Greco y otro soplo negro de Valdés Leal. Y hay en el fondo de esa página extraña un gran candor de personalidad divagante e intuitiva.
Si yo conociera y tratara a Gutiérrez-Solana le diría a boca de jarro:
—Amigo Solana, usted es un niño que tiene dentro un pintor. Pintando esos juguetes dará usted gusto al niño, pero no ganará dos pesetas en toda su vida. El día que se canse, mándeme ese lienzo de pesadilla y lo pondré en mi despacho. Al menos, tendrá usted un devoto, que no es poca ganga.»
Gutiérrez-Solana mismo me ha contado que cuando fue a dar las gracias a Nogales ya estaba en el que había de ser a los pocos días su lecho de muerte, pero que después de sonreírle y darle la mano le dijo:
—Siga, siga por ese camino, joven.
El tercer artículo es de Corpus Barga y está publicado en El País del 31 de octubre de 1907.
Corpus había visto su exposición del Círculo de Bellas Artes, pero se refiere a la que en aquellos mismos días celebraba Solana en una tienda de marcos del señor Iturrioz y en la que sus cuadros tenían consigna más inaudita que en el Círculo de Bellas Artes porque estaban ya en medio de la calle de Fuencarral.
«Los cuadros de Solana» titula este artículo Corpus Barga —uno de los primeros del escritor— y dice en traslado íntegro de todo su texto:
«José Gutiérrez-Solana es un pintor joven y desconocido. Yo creo que el lector me agradecerá una ligera noticia sobre él. Porque cuando vea sus cuadros —sé perfectamente que todavía no los ha visto— tendrá una impresión extraña, diferente a la que cuadro alguno, bueno o malo, le haya producido. Esto es ya en el arte de una fuerza enorme.
Y no le defraudo al lector asegurándole esa primera impresión desconocida. Ahora que yo no le aseguro la segunda impresión; es muy probable que sea de rabia contra el pintor.
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