Ramón Gómez de la Serna - El paseo del Prado
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- Libro:El paseo del Prado
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:1919
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En muchos libros de su inabarcable obra, Ramón Gómez de la Serna nos ha ido descubriendo, con afán de coleccionista y vivificador, el Madrid de principios de siglo, sus rincones, sus calles, sus tipos…
Inicialmente publicado con el título El Prado como epílogo de la biografía de Mariano José de Larra escrita por Carmen de Burgos (1919), y más tarde incluido en Elucidario de Madrid (1931), nos muestra un fervoroso itinerario histórico por el paseo del Prado.
Ramón Gómez de la Serna
ePub r1.0
Titivillus 23.08.17
Título original: El paseo del Prado
Ramón Gómez de la Serna, 1919
Ilustraciones: Alenza, Félix Boix, Perea
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Yo puedo hablar del Prado, porque yo soy “El hijo del Prado”.
Como hijo espontáneo del Prado, como su cigarra, dispuesto a trazar unos diálogos escépticos y sentidos entre “yo” y “yo mismo” titulados “Paseos por el Prado”, encontrado su antecedente histórico total en muchos libros, y su sentido actual, “eterno” y nada “efemérico” en muchos paseos de todos los días, embocaré primero la cuestión de su historia y después ya estaré tranquilo para hacer los zig-zag del paseo y sus idas y vueltas. (Si yo pudiera elegir entre mis libros, diría que considero este trabajo como el mejor de todos los míos).
El Prado son los Campos Elíseos de Castilla, planicie de aire profundo, de honda serenidad.
Siempre ha sido el camino del Prado el camino oriental. Por el Prado se va hacia Oriente, que es nuestra dirección ideal.
El Prado era el último camino cuando Madrid acababa en la Puerta de Guadalajara. Después del Prado se caía en los barrancos y en los aguazales.
(Larra paseó por él mucho, y el último paseo parece que se realizó en él, siendo eso lo único que sugiere el falso paseo que describe Molíns. Después, cuando fue enterrado en Fuencarral, estuvo inquieto, hasta torcer el curso de las cosas y pasar en carroza fúnebre por el Prado, yendo a parar al Cementerio de San Nicolás).
“Tienen prevención de arboledas vecinas las poblaciones numerosas, donde el agua de las fuentes enfría el aire, el aire las hojas, para que las hojas, aire y fuentes hagan un deleitosísimo paseo. Esto, en Madrid, se llama el Prado” —dice un historiador.
Como en ese otro paraje, llano y filosófico de Lisboa, en que están los Hieronimos, había un Monasterio de monjes Jerónimos en el Prado.
Mezclándose a sus pocas construcciones había huertas y hierbas, que fue lo que naturalizó todo el suelo de la ciudad alguna vez, y cuyo recuerdo no hay que perder. Siempre por estos parajes estuvieron, efectivamente, los prados de la villa; el Prado de Toya o de Atocha, que se menciona en los fueros de Madrid del siglo XIII (se llama después Atocha por los atochares (atocha = esparto. Atochas = espartizal).
Había varias hileras de álamos todo a lo largo de él; álamos que realmente no han desaparecido, porque se nota aún en el paseo un aire de alameda, fresco camino de la meditación.
El Prado es la obsesión de Madrid. Villamediana dice:
Llego a Madrid y no conozco el Prado,
y no lo desconozco por olvido,
sino porque me consta que es pisado
por muchos que debiera ser pacido.
La musa callejera compuso también una seguidilla a este respecto:
Como corren los tiempos
Libres y alegres,
Muchos salen al Prado
Por darse un verde.
También Lope de Vega dijo, con el conceptuosismo del mal humor:
Los Prados en que pasean
son y serán celebrados;
bien hacéis en hacer Prados,
pues hay bien para quien sean.
Los poetas se entusiasman con el Prado. Cervantes, que pasaba mucho por allí porque vivía en aquel barrio, dice en la despedida de Madrid:
Adiós dije a la humilde choza mía,
Adiós, Madrid, adiós tu Prado y fuentes
Que manan néctar, llueven ambrosía.
Lope de Vega, en “El acero de Madrid”, le recuerda y le dedica su atención. Quevedo, también. Y después, después, ¡cuántos otros!
Las fuentes que le decoraban ya desde el principio, las fuentes “de mejor agua que hayan hasta agora visto”. (“Lindísima agua” llama al agua del Prado el maestro Pedro Medina). Eran cinco de singular artificio, cada una con una bacía de piedra berroqueña y varios caños, sobre todo una que recordaba la lluvia tupida de la tormenta, la del “Caño dorado”, la “Sierpe” y la del “Olivillo”, habiendo una que recogía su agua en nueve grandes tazas de piedra. La más original era una que lanzaba el agua por la boca de una serpiente, a la que se enrollaban otras dos, destacándose en ella una esfera que tiene un espejo de bronce y en medio dice “Vida y gloria”.
Muchas cosas pasan en el Prado. En 1644 “vino un andaluz con unas quimeras de Arquímedes, hizo un molino, añadió a la tramoya otra traza con que habían de tener unas bombas movimiento perpetuo, y el agua que saliese para hacer moler la rueda había de volver al mismo estanque de donde se había sacado”.
Aspecto antiguo de la calle de Alcalá frente a la entrada del paseo del Prado.
Las fiestas más espléndidas se dan en el Prado. Para la entrada de doña María de Austria se construyó un ancho tablado, con jardines, fuentes y salteadores, y en su parte más alta el Monte Parnaso, en que se veían las musas. Pegaso, el dios Apolo, y al pie de la Fuente Castalia, seis de los principales ingenios de la edad pasada: Calderón, Lope de Vega, Argensola, Quevedo, Zarate y Góngora.
(Queda ese Parnaso aún, y en uno de sus bancos está Larra. Es un Parnaso sin túnicas; queda uno con el traje de su tiempo; todos reunidos como en una gran Casa de Orates de lujo).
Para la entrada de la reina doña Ana de Austria se hizo al final del Prado un estanque de 500 por 80 pies, en que bogaban ocho galeras, cada una con 20 soldados y cuatro piezas de artillería, un castillo con cuatro rebellines y un tablado sobre el que se elevaba un trono cubierto de brocado, desde donde doña Ana presenció la toma del castillo.
(En ese sitio es adonde aún se forman unos grandes charcos que evocan a aquel gran estanque).
No solamente en las horas de fiesta pasean los reyes y los aristócratas por el Prado. Ya el día de San Juan de 1613 salió el rey al Prado acompañado del duque de Lerma, deteniéndose en el convento de los capuchinos, adonde se hallaba la reina de Francia con su hermana, volviéndose con ellos a Palacio y yendo el duque en el estribo del coche real.
En casi todos los palacios del Prado había sobre el dintel de la puerta una gran cadena, que sólo ostentaban los que habían tenido la honra de que hubiese estado el rey en ellos.
La aristocracia también pasea por él. El conde de Humera paseaba mucho por sus andenes, acompañado también por el de Lerma, al que llevaba a su derecha, yendo muchas veces a ver correr lanzas a los franceses de su acompañamiento. También se dieron bailes en los palacios que en el Prado tenía la aristocracia, siendo el más suntuoso el que dieron en honor de Felipe IV la noche de San Juan, con mascarada y con una suntuosa “Rua” por el paseo que duró hasta el amanecer. (Sólo la mascarada real que se verificó en el Prado para solemnizar la boda de Fernando VII y María Cristina, aventajó en esplendor al de esa fiesta).
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