Ramón Gómez de la Serna - El Rastro
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- Libro:El Rastro
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:1910
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El Rastro: resumen, descripción y anotación
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“El Rastro no es un lugar simbólico ni es un simple rincón local, no; el Rastro es en mi síntesis ese sitio ameno y dramático, irresistible y grave que hay en los suburbios de toda ciudad, y en el que se aglomeran los trastos viejos e inservibles […]. Por eso, donde he sentido más aclarado el misterio de la identidad del corazón a través de la tierra ha sido en los Rastros de esas ciudades por las que pasé, en los que he visto resuelto con una facilidad inefable el esquema del mapa mundi del mundo natural”.
Con un lenguaje libre, en el que las palabras se despojan del corsé de la retórica, olvidan sus sentidos convencionales y adquieren una agilidad que antes no tenían, Ramón Gómez de la Serna nos introduce en el Rastro madrileño, un espacio ideal pero humano, un reducto para la felicidad en el que queda suspendido el entramado de normas y prejuicios sociales y del que no se regresa sin tristeza a la realidad convencional.
Ramón Gómez de la Serna
ePub r1.1
Titivillus 18.09.17
Título original: El Rastro
Ramón Gómez de la Serna, 1910
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Al justo y trágico Azorín, que es él hombre que más me ha persuadido de ese modo grave, atónito y verdadero con que sin malestar ni degradación ni abatimiento sólo creí poder estar persuadido secretamente de mi vida, le dedico este libro con el oficioso y tímido deseo de consolarle de vivir entre gentes inconfesas y de estar dedicado al más agudo y al más disimulado de los sarcasmos en el centro de seriedades inauditas y aclamaciones extrañas.
RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA
por Silverio Lanza
En aquel tiempo el Maestro era muy joven y dijo sus siete hermosas palabras.
Unos no las oyeron; otros no las entendieron; y de quienes las oyeron y las entendieron, hubo los que las rechazaron por miedo a los Césares y los que hallaron en ellas como el Credo de su Fe.
He aquí las siete hermosas palabras:
¡OH SI LLEGA LA IMPOSIBILIDAD DE DESHACER!
Estas fueron y no otras.
Y los necios creían que la conservación de los tronos, de las religiones, de los pueblos y de los individuos era que no se les deshiciese; y los necios nos perseguían.
Y el Maestro recordaba que Jesús dijo:
Se deshará el grano de trigo para producir cosecha.
Y el Maestro veía que Dios, siendo sabio y justo y misericordioso, cambia en invierno lo que hizo en verano; y en la vejez lo que se hizo en la juventud; y aquí lo que se hizo allá. Y decía el Maestro que lo sabio y lo justo y lo misericordioso y lo divino es deshacer y hacer de nuevo para deshacerlo cuando pueda interrumpir la constante evolución que es necesaria a las vidas duraderas.
Y cuando el Maestro veía tronos y religiones y pueblos e individuos que no permitieron que se les deshiciese, y se deshacían fatalmente, estérilmente y definitivamente, repetía el Maestro sus siete hermosas palabras:
¡OH SI LLEGA LA IMPOSIBILIDAD DE DESHACER!
Silverio Lanza
* * *
¡Buen Silverio Lanza!
Ningún lema mejor para este libro que la reimpresión de este comentario que puso Él como Padre a las palabras del hijo, para realzarle.
Yo no había oído bien, en la agonía con que las debí pronunciar, esas siete palabras de aquel libro mío comentado, pero desglosadas por él, me han llenado de su espanto y de su anhelo de nuevo.
¡Honor a aquel anciano previsor, lleno de serenidad en la tragedia y de originalidad en la lobreguez de su pueblo y de su siglo, tan olvidado ya en su primer aniversario, cuando él fue quien inició a la chita callando las grandes disolvencias, las grandes disociaciones que imperaran!
¡Oh si llega la imposibilidad de deshacer!
I
El Rastro no es un lugar simbólico ni es un simple rincón local, no; el Rastro es en mi síntesis ese sitio ameno y dramático, irrisible y grave que hay en los suburbios de toda ciudad, y en el que se aglomeran los trastos viejos e inservibles, pues si no son comparables las ciudades por sus monumentos, por sus torres o por su riqueza, lo son por esos trastos filiales.
Por eso donde he sentido más aclarado el misterio de la identidad del corazón a través de la tierra, ha sido en los Rastros de esas ciudades por que pasé, en los que he visto resuelto con una facilidad inefable el esquema del mapamundi del mundo natural.
II
¡Oh, el Mercado de las pulgas de París, en la Avenida Michelet, gran coincidencia de todo París, trágica sama de su historia y su galantería y de aquella calle conmovedora y de aquella noche y de aquello y aquello otro en un revoltijo, en una confusión, en una incongruencia profunda!… ¡Oh, el mercado judío de Londres, en el barrio Whitechapel en Middlesex, rasero común de toda la gran ciudad, descanso y abismamiento de todas las observaciones hechas en caminatas largas y anhelantes!… ¡Oh, aquel comercio en Milán, dentro de la Plaza del Mercado viejo, pequeño, oculto, pero entrañable y consciente, con esa consciencia superior y postrera de los Rastros!… ¡Y en Venecia, aquella tiendecilla opaca, llena de cosas de Rastro y los canales como parajes de Rastro en lo profundo y en la superficie: en lo profundo las innumerables cosas sumergidas por su peso y en la superficie esas cosas flotantes, informes, sospechosas, de que están llenas sus aguas!… ¡Y en Nápoles aquellos tenderetes de los domingos en el barrio de los pescadores, aquellos tenderetes de una variedad inexpresable, llenos de cosas cotidianas y lamentables, en las que se me reveló tan lejos del Rastro asiduo, la misma asiduidad de las cosas, la misma flaqueza y la misma flagrancia de los hombres, la misma consumación!… ¡Y aquel rincón de Florencia, atravesado el puente viejo hacia las afueras, y en el que nos pareció hallar corregido y depurado el Infierno ampuloso, deplorable, injusto y cruel del Dante, y en el que todo el arte de la ciudad parecía postrarse con un secreto cansancio muy indecible, muy insospechable, pero muy sincero!… ¡Y aquel tenducho de Pisa, en el que se refugiaba y se tendía toda la ciudad, su torre inclinada la primera, como vencida y resignada, en el fondo obscuro, pacífico, eterno y asequible de la tienda!… ¡Y aquel almacén arruinado de Roma, en el que todas las cosas sonreían de eso de «la ciudad eternal», y en el que se fue a hundir nuestra impresión del foro derruido, en una mezcla de ideas inseparable y tranquilizadora!… ¡Y en Ginebra aquel escaparate de cristal brillante ante la crudeza luminosa de la nieve, tan cordial en la tarde desconcertada de tanto pasear por sus calles nevadas, entre las viviendas herméticas y castísimas, porque supuso —como en todo lugar el encuentro de su Rastro—, supuso la posesión de la ciudad, hallando de momento como en el sexo de una de sus prostitutas, la saciedad y el agotamiento del interés engañoso que suscitó de lejos en nosotros el misterio de la ciudad y sus cosas y sus mujeres y sus hombres!… ¡Y así, cuántos Rastros más en el extranjero y en las provincias españolas, todos disolventes y en todos aplacado todo!…
III
El Rastro es siempre el mismo trecho relamido de la ciudad, planicie, costanilla, gruta de mar o tienda de mar, que es lo mismo, playa cerrada y sucia en que la gran ciudad —mejor dicho—, las grandes ciudades y los pueblecillos desconocidos mueren, se abaten, se laminan como el mar en la playa, tan delgadamente, dejando tirados en la arena los restos casuales, los descartes impasibles, que allí quedan engolfados y quietos hasta que algunos se vuelven a ir en la resaca. El Rastro es un juego de mar, pero no de cualquier mar, sino de un mar aislado como el Mar Negro, el mar de aguas más espesas y más repugnantes, aunque a la vez el de aguas más azules, un mar así, central, cerrado por todo un continente, y que además se comunicase escondidamente con los demás mares. Un mar continental, secreto, salado, que a través de una estrecha bocacalle entrase de vencida en la blanda playa del Rastro para abrir a ras de tierra su mano llena de cosas.
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