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Paul Watzlawick - El sinsentido del sentido o el sentido del sinsentido

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Paul Watzlawick El sinsentido del sentido o el sentido del sinsentido
  • Libro:
    El sinsentido del sentido o el sentido del sinsentido
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
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  • Año:
    1992
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El sinsentido del sentido o el sentido del sinsentido: resumen, descripción y anotación

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Paul Watzlawick es sin duda el investigador que ha descrito con mayor lucidez - photo 1

Paul Watzlawick es, sin duda, el investigador que ha descrito con mayor lucidez la fragmentación de la realidad y la relación entre las diversas interpretaciones de ésta que hacen las personas. El presente libro contiene dos disertaciones que pronunció en las Conferencias de Viena de 1989 y 1991 y que resumen con precisión las tesis que desarrolló a lo largo de su vida.

A primera vista, todos los hablantes estamos de acuerdo sobre el sentido del término «realidad»: es el terreno seguro, la base inconmovible de nuestras vidas, lo opuesto a «opinión» o «punto de vista» particular y subjetivo. Con su estilo característico, se va mostrando a sus oyentes y lectores la fragilidad de este consenso.

Con la ayuda de algunas citas brillantes y oportunas, el autor hace tomar conciencia a sus lectores de cómo la «realidad» no es otra cosa que el sentido o sinsentido que tienen las cosas y los acontecimientos en nuestras vidas. Es una red de relaciones que cada uno de nosotros se construye a lo largo de su vida.

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Paul Watzlawick

El sinsentido del sentido o el sentido del sinsentido

Conferencias de Viena

ePub r1.1

Leddy 01-02-2018

Título original: Vom Unsinn des Sinns oder vom Sinn des Unsinns

Paul Watzlawick, 1992

Traducción: Victor Martinez de Lapera

Diseño de cubierta: Arias Ripoll

Editor digital: Leddy

ePub base r1.2

Punto de partida Alma o masa Para comenzar desearía abordar una cuestión - photo 3

Punto de partida: ¿Alma o masa?

Para comenzar, desearía abordar una cuestión que se plantea hoy con frecuencia creciente. Me refiero a la exigencia de una toma de postura clara entre un extremo y otro, entre alma o masa, «dentro». ¿Es el alma individual, monádica, el compendio del que todo depende en exclusiva, o es el individuo tan sólo un millón de hombres dividido por un millón, como declaran ciertas ideologías y determinados aspectos de las ciencias sociales? ¿Corresponde a la segunda parte del interrogante anterior lo que pudimos observar hace décadas en Núremberg o lo que se ve últimamente en los campos de deporte? Desde la atalaya de mi especialidad, la terapia, se pueden encontrar pruebas para demostrar que es correcta tanto una de estas concepciones como su opuesta. Pero también es posible aducir ejemplos que van más allá de esta dicotomía. Y eso es lo primero que desearía intentar.

La visión monádica del individuo, mediante la cual el entorno se reduce a un epifenómeno, nos ha regalado una plétora de hipótesis, teorías y sus consiguientes tecnicismos. Con éstas, el asunto tiene una explicación propia, sobre todo, semántica y teórico-cognitiva. Tomemos ahora el en apariencia tan claro concepto de memoria. Cito de la obra capital de Ross Ashby, su introducción a la cibernética:

«Supongamos que me encuentro en casa de un amigo y que, al pasar un coche por delante de ella, su perro corre a una esquina de la estancia y se acurruca presa del miedo. Para mí, este comportamiento es gratuito, inexplicable, carece de razones. Entonces dice mi amigo: “Lo atropelló un coche hace seis meses”. Con esa referencia a un hecho acaecido seis meses antes queda explicado el comportamiento del perro. Cuando decimos que el perro pone de manifiesto una “memoria”, nos referimos en gran parte al mismo hecho, a que su comportamiento se explica no por su estado actual, sino mediante el que vivió hace seis meses. Si uno no hace gala de cierta cautela, podría decir que el perro “tiene” memoria, y pensar, por ejemplo que tiene una cosa, comic tiene quizás una mancha en su piel. Esto podría inducir a uno a buscar esa cosa, y, en determinadas circunstancias, luego descubre uno que esa “cosa” tiene propiedades muy notables. Salta a la vista que “memoria” no es algo objetivo que posee o deja de poseer un animal; es un concepto que el observador utiliza para llenar las lagunas que la no observabilidad del sistema ocasiona. Cuanto menos variables sean accesibles a la observación, tanto más obligado estará el observador a tener en cuenta, en el comportamiento del sistema, las repercusiones de acontecimientos pretéritos. Por consiguiente, la “memoria” en el cerebro es sólo parcialmente objetiva. No es de extrañar que sus propiedades se demuestren a veces como infrecuentes o paradójicas. No existe, pues, la menor duda de que todo este conjunto de cuestiones exige una revisión a fondo».

Estoy muy de acuerdo con esta última afirmación, pues, hoy hemos llegado a un punto donde no podemos seguir haciendo lo que hemos practicado hasta el presente. Gregory Bateson, famoso antropólogo y gran mentor nuestro en el Mental Research Institute de Palo Alto, lo ha dicho de forma muy bella en uno de sus metalogos (conversaciones ficticias entre su hija pequeña y él). En uno de esos diálogos, pregunta la hija: «¡Papi!, ¿qué es un instinto?». Bateson no responde a esa pregunta diciendo que «un instinto es un modelo complejo de modos de conducta innatos transmitidos por vía genética», sino que dice: «Un instinto es un principio de explicación». En otras palabras, instinto es un nombre que nosotros damos a una cosa. Pero con ello se da el peligro de una cosificación, y esto quizás no es tan patente en parte alguna como en mi ámbito, donde utilizamos una plétora de nombres que crean una pseudorrealidad. Para nosotros es difícil suponer que debe haber nombres que, como los angelotes de cuadros barrocos, tienen sólo cabeza y alas, pero no cuerpo, y revolotean en nuestro universo intelectual. A este respecto, habría que mencionar a Alfred Korschipski, fundador de la semántica general, que, en su libro publicado en 1933, Science and sanity, hizo la famosa afirmación: «El nombre no es la cosa. El mapa no es el país».

Sin embargo, casi ninguno de nosotros es consciente de esto y caemos en el mismo error del esquizofrénico que se come la carta de los menús en vez de los platos anotados en ella, se queja luego del mal sabor de boca, y termina por suponer que se le quiere envenenar.

Pasemos ahora a los ejemplos que parecen dar la razón a la primacía del entorno, es decir, a la sociedad. Le viene entonces a uno a la memoria Federico (1194-1250), que llevó a cabo un interesante experimento psicolingüístico. El emperador quería saber si los recién nacidos hablarían de por sí latín, griego o hebreo, es decir, cuál era la lengua innata de los hombres, dada por Dios. A tal fin hizo que un pequeño grupo de recién nacidos fuera criado por nodrizas que tenían el encargo de no hablar en presencia de los niños y de no dirigirles la palabra. Mediante la creación de este vacío lingüístico, el emperador esperaba poder determinar qué lengua comenzarían a hablar primero aquellos niños. El cronista apostilla: «Por desgracia, los desvelos amorosos fueron vanos, pues murieron todos los niños sin excepción». Unos siete siglos más tarde, el famoso psiquiatra de niños René Spitz aportó la espantosa demostración moderna de este experimento fallido. Estudió la elevada tasa de mortalidad infantil en inclusas mexicanas, donde se satisfacían todas las necesidades puramente físicas, pero donde el contacto con adultos era demasiado exiguo.

A este respecto, nos viene a la mente el recuerdo de Martin Buber, que abordó este problema en una conferencia:

«En todos los estratos sociales se confirman unos a otros los hombres en sus propiedades y capacidades humanas; y se puede calificar de humana a una sociedad en la medida en que sus miembros se confirman recíprocamente. La base de la convivencia humana es doble y, sin embargo, una sola: el deseo de todos los hombres de que los otros les confirmen como lo que son o incluso como lo que pueden llegar a ser, y la capacidad innata de los hombres para confirmar de ese modo a sus semejantes. El hecho de que esta capacidad esté yerma en tan gran proporción constituye la verdadera debilidad y lo cuestionable de la raza humana. La verdadera humanidad sólo se da allí donde esta capacidad se desarrolla».

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