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Nieves Concostrina - Menudas Quijostorias

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Nieves Concostrina Menudas Quijostorias

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Luz

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Así nació El Quijote

Las aventuras de una edición exprés

M erece la pena conocer cómo vio la luz El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha. Han pasado más de cuatrocientos años desde que salió de las manos de Cervantes para llegar a las de sus primeros lectores. ¿Qué ocurrió aquel verano de 1604?

Desde cinco o seis años antes de la impresión de El Quijote, las aventuras del hidalgo eran conocidas en forma de novela corta que recogía un par de aventurillas. Esa novelita, que había corrido como manuscrito, copiada a mano, disfrutó de relativo éxito, y como Cervantes no vio un céntimo de aquella obra, pensó: pues si a la gente le está gustando tanto la novelita, voy a ver si la amplío, la hago más gorda y le saco unos cuartos. Esa novela ampliada es la que le ofrece a un librero de Valladolid, Francisco de Robles, con el que tenía cierta amistad. El editor olió el negocio, porque ya habían llegado a sus oídos las disparatadas historias de un tal don Quijote, y no perdió la oportunidad de enganchar la historia corregida y ampliada, aunque se tomó unos días hasta aceptar el manuscrito de don Miguel. Un día se presentó sin avisar en casa del autor, le hizo firmar la cesión de derechos, le dio una birria de adelanto y se llevó las planillas a Valladolid para el siguiente trámite; conseguir que el Consejo de Castilla aprobara la publicación.

A Cervantes le pilló con el pie cambiado. Aún no había juntado la historia original de la novelita con lo que luego amplió, no lo tenía dividido en capítulos, no había hecho una segunda lectura… Pero es que estaba sin un duro y, si perdía esa ocasión, lo mismo se tenía que comer El Quijote. En apenas unas horas reunió las historias, puso títulos a los capítulos de mala manera, pilló el adelanto y entregó la obra. Sin prólogo, sin dedicatoria…

Robles entregó a Cervantes un recibo que podría cobrar en cuanto el rey concediera el permiso de publicación. No hay constancia de qué cantidad exacta se pactó, porque los documentos del escribano ante el que se formalizó la transacción se perdieron, pero se sabe que no fueron más de 100 ducados, una cantidad irrisoria que tira el alma a los pies. Algunos expertos han hecho cálculos y, haciendo una equivalencia arriesgada, 3.000 ducados de entonces serían ahora como 6.000 euros; bueno, pues 100 ducados equivaldrían a 200 euros. Eso es lo que debió de cobrar Cervantes por ceder al editor una de las obras más grandiosas de la literatura universal.

Robles logró, porque tenía buenos enchufes, que el Consejo de Castilla otorgara rápidamente el privilegio de impresión, y con la misma celeridad el manuscrito se remitió a la imprenta de Juan de la Cuesta en Madrid para que comenzara a componerse. Allí trabajaban once oficiales, entre ellos un corrector, de nombre Juan Álvarez, al que todo el mundo ha echado siempre la culpa de las innumerables erratas del libro. Se avanzaba a razón de un pliego por día, por lo que los 83 pliegos, equivalentes a 664 páginas, de que constaba El Quijote estuvieron listos a finales de noviembre de 1604.

Pero aún faltaba por incluir el prólogo, la dedicatoria y el testimonio de las erratas; es decir, la firma de un señor escribano que, se supone, debía corregir el libro. El inepto que tuvo este honor se llamaba Francisco Murcia de la Llana, vecino de Alcalá de Henares, y dicen que tardó en revisar El Quijote menos tiempo del que se emplea en tomar el pulso a un enfermo. O sea, que certificó que el libro no tenía erratas sin siquiera leerlo.

Si Cervantes lo entregó con prisas y sin repasarlo para que el editor no se le escapara, si el corrector de la imprenta no tocó ni una coma y si el segundo corrector oficial ni lo leyó, así se entienden los errores cronológicos del texto y el famoso episodio del rucio de Sancho, que tan pronto había sido robado como aparecía más adelante, otra vez acompañando al escudero, sin explicación alguna. Es más, en el certificado del corrector oficial en el que se decía que el libro no tenía erratas, había dos erratas.

A mediados de enero de 1605, El Quijote salió a la venta con un precio de 8 reales y 18 maravedíes. Se fabricó en el papel más barato y burdo, el que elaboraban los monjes del monasterio de El Paular, en Segovia por aquel entonces (desde 1834 pertenece a la provincia de Madrid).

Con todas sus erratas y sus fallos, con su dedicatoria a un tipo que no lo merecía, impreso en el peor papel del mercado, a cambio de una birria de adelanto por los derechos de autor… el caso es que los primeros 1.000 ejemplares de El Quijote comenzaron a venderse aquel 16 de enero de 1605. Dos meses después estaba pirateado, y unos años más tarde, traducido al inglés, al francés y al portugués.

El primero en saludar la obra fue Francisco de Quevedo, Shakespeare la devoró y Lope de Vega, en su línea borde, dijo: «De poetas, ninguno hay tan malo como Cervantes ni tan necio que alabe a don Quijote».

El libro más chapucero jamás impreso acabó siendo, quizás, la obra más grande de la literatura universal.

Y Cervantes se murió sin carbón para el brasero.

Bachilleres

Sansón Carrasco, un bandarra de provecho

E ntre los muchos refranes que conocía Sancho, hay uno que jamás pronunció: Quod Natura non dat, Salamantica non praestat. Y una de dos: o no lo pronunció porque el latín no se le daba bien o porque en El Quijote no aparece ni un tonto a quien aplicárselo.

Y el menos tonto de todos es el bachiller Sansón Carrasco, que salió por naturaleza burlón y gamberro, y por Salamanca más listo que el hambre. Sansón Carrasco se pitorreó de don Quijote recién obtenido su título de bachiller en Salamanca, aprovechando el mes de vacaciones de verano que tenían los estudiantes, pero Cervantes nos dejó con las ganas de saber si Sansón Carrasco pasó del grado de bachiller en burlas y venganzas para dar un paso más en sus aspiraciones universitarias.

Sansón consiguió su título de bachiller porque estudió durante tres años las asignaturas comunes a todo aquel que aspirara a una licenciatura, ya fuera en leyes, artes, teología o medicina. Con el título en el bolsillo y el conocimiento en los sesos, el bachiller Sansón Carrasco ya podía sacar la licenciatura primero, la maestría después y, por último, el doctorado.

No nos queda, pues, más remedio que intentar averiguar en qué demonios pretendía licenciarse el bachiller Sansón Carrasco. Como la cosa va de refranes, ahí va otro que circulaba mucho en aquella época a la hora de elegir oficio: «Iglesia o mar o Casa Real»; es decir, cura, comerciante o burócrata. Estos eran los tres recursos más lucrativos en aquel deprimido siglo XVII. Uno podía sumarse al clero, en el que se vivía holgadamente por los siglos de los siglos de las rentas de las capellanías, la canonjía o la mitra; o le convenía dedicarse al comercio y trapicheo con las Indias; o podía convertirse en uno de los miles de letrados que necesitaba la Corona en los tribunales, los consejos, las audiencias, las chancillerías y los corregimientos. Pero había otras posibilidades.

Sansón pudo haber elegido la licenciatura en artes, porque el bachiller apuntaba maneras a la hora de disfrazarse de caballero andante de diseño, y tampoco se le daban mal los poemas con buena rima; pero no, porque esto solo era para sus ratos holgazanes. Medicina, seguro que no, que estaba un tanto desprestigiada porque había sido la preferida de judíos y musulmanes. Si hacemos un sencillo cálculo de probabilidades, sería fácil suponer que Sansón Carrasco buscara la licenciatura en leyes, porque las cuatro quintas partes de los licenciados lo eran en derecho. Pero tampoco cuadra. No acaba de encajar Sansón Carrasco en la piel de un notario, porque más que dar fe, hubiera dado la nota.

Solo queda entonces la teología, porque si las leyes aseguraban una buena situación laboral, muchas más ventajas había si se conseguía entrar en la nómina de la Iglesia. La población eclesiástica era elevadísima en aquellos principios del siglo XVII; la mitad de ellas estaba mal preparada y la otra mitad, peor dispuesta. Ya lo dijo entonces y con toda franqueza el arzobispo don Gaspar de Criales, indignado con el

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