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Nieves Concostrina - Cualquier tiempo pasado fue anterior

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Nieves Concostrina Cualquier tiempo pasado fue anterior
  • Libro:
    Cualquier tiempo pasado fue anterior
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    ePubLibre
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    2021
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Cualquier tiempo pasado fue anterior: resumen, descripción y anotación

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A Jesús Pozo, porque sigue apoyando, porque no se rinde, porque no lo puedo querer más.


El león del Congreso no tiene huevos

De dónde vendría aquella costumbre de nombrar algunas calles de Madrid solo con el apellido del homenajeado. La calle Augusto Figueroa es paralela a la de Gravina, y ambas están conectadas por la plaza de Chueca, pero ni el gran navegante Federico Gravina ni el genial músico Federico Chueca ven reconocidos sus nombres en las placas del callejero madrileño. A quien fuera, los Federicos le caían mal.

Tampoco el militar y político Francisco Serrano ha merecido ver su nombre en una de las calles más pijas de Madrid. Fue uno de sus ilustres vecinos, y con una doble moral que encaja perfectamente en el barrio: fue amante de Isabel II, más conocido en palacio como «el general bonito», y uno de los que participó en su derrocamiento con la Revolución de La Gloriosa. Un «figura» que pasó de compartir cama sin disimulos con una reina, a ser quinto presidente de la Primera República.

Y también merecería el señor Ponciano que su nombre estuviera pegado a su apellido en la calle Ponzano, aunque solo fuera para que los miles que circulan por esta vía de moda en busca de cañas, copas, tapas y raciones se preguntaran quién demonios fue este tipo que debería haberle retirado la palabra a su padre justo desde el día de su bautizo.

Ponciano Ponzano fue un escultor zaragozano que murió en 1877, según cuentan, de la manera más estúpida que una pueda imaginar: lanzó una uva al aire para recogerla con la boca, se atragantó y cascó. Qué fatalidad. Fue el artista que dio forma a los dos leones que presiden la entrada del Congreso de los Diputados, esos que no pueden mirarse porque la diosa Cibeles los condenó a no volver a verse. Los dos leones se ignoran: uno dirige su cabeza hacia Neptuno y el otro hacia la Puerta del Sol.

Los madrileños los bautizaron como Daoíz y Velarde, porque imaginaron que su estampa reflejaba la imponencia y la fiereza de los dos militares. Nada más lejos de las intenciones del artista: uno de los leones del Congreso es chica. Mirando de frente la fachada, el de la izquierda representa a Hipómenes y el de la derecha es Atalanta. Ponzano realizó la escultura del león macho con la cola levantada para dejar a la vista los testículos, mientras que la del león «hembra» (que no leona) la hizo con la cola posada delicadamente en el suelo para disimular que le falta un par de huevos.

Debido a la pendiente de la Carrera de San Jerónimo, el espectador puede arrimarse a las posaderas del león Hipómenes y comprobar que los tiene bien puestos, pero la altura a la que se encuentra el león Atalanta no permite ver la ausencia de los testículos desde la calle. Al curioso le queda la opción de pedirle al agente de policía que custodia las escaleras que le deje subir para ver el culo del león hembra, pero ni lo intenten. Nunca lo permiten. Mucho menos si la excusa es comprobar si la escultura tiene o no un par de huevos.

Ponzano gustaba, como muchos artistas de aquel siglo XIX, del neoclasicismo y la mitología, y cuando recibió el encargo de realizar dos leones para instalarlos bajo el frontón triangular del Congreso (esculpido también por él) eligió a la famosa pareja de felinos, ya conocida por los madrileños, aunque no supieran que eran los que tiraban del carro en la castiza fuente de la Cibeles: los ya nombrados Hipómenes y Atalanta.

El mito de esta pareja tiene más versiones que un iPhone, pero la más extendida dice que Atalanta se pasaba la vida corriendo en pelotas por el bosque y preservando su virginidad. Era la Usain Bolt del panteón griego. Sabía que ningún otro ser mitológico podía igualar su velocidad, y para quitarse a los pretendientes de encima, cada vez que aparecía uno lo retaba a que echara una carrera. En caso de ganarla, Atalanta se casaría con él. Si el aspirante perdía, también perdería la vida. Pocos, por no decir ninguno, aceptaron el desafío, hasta que el mozo Hipómenes se enamoró tan perdidamente de aquella velocista, que decidió conseguirla como fuera, incluso haciendo trampas. Buscó la complicidad de Afrodita —la diosa del amor y, seguro, mosqueada con Atalanta porque su persistente voto de castidad le tiraba abajo el negocio—, que aceptó poner en el camino de la atleta tres manzanas de oro para que se entretuviera en recogerlas y que Hipómenes pudiera adelantarla por la derecha, ganar la carrera y conseguir a la chica.

La corredora picó el anzuelo, aceptó la derrota y, retirada ya del deporte de competición, empezó a disfrutar del sexo con Hipómenes, hasta que un mal día tuvieron un apretón y se refugiaron en un templo consagrado a Cibeles para aliviarse de la tensión sexual. Mala idea. La diosa se mosqueó por la profanación y los transformó en dos leones, condenados a tirar de su carro eternamente y a no mirarse nunca.

Y ahí tienen a la pareja, presente tanto en la fuente más castiza de Madrid como custodiando el Congreso de los Diputados, mirando cada uno para un lado. Ponciano Ponzano se inspiró en el mito griego para realizar su encargo, pero dejando patente que uno de ellos representa a Atalanta, razón por la cual no incluyó los testículos. En otras palabras, el león de la derecha no tiene lo que hay que tener. No hay huevos.

Corre por ahí la falacia de que el escultor no le puso testículos a uno de los leones porque se quedó sin bronce; una soberana estupidez, puesto que el saco escrotal de los leones es ridículamente pequeño; es decir, dos bolitas más de bronce las hubiera sacado Ponzano hasta fundiendo dos jarroncillos de cualquier chatarrería. Y rozó el ridículo allá por 2012 un canal de televisión que se ofreció a donar un par de testículos para subsanar la supuesta pifia del león castrado. Alguien les advirtió de que se estuvieran quietecitos. Ese león es Atalanta. Que nadie le toque los huevos.

Fue el 10 de octubre de 1843 cuando una mocosa que ese mismo día cumplía trece años puso la primera piedra del Congreso de los Diputados presidido ahora por los felinos Hipómenes y Atalanta. La mocosa era la reina Isabel II, la hija del mastuerzo Fernando VII.

Qué cosas. El padre cargándose constituciones, ejecutando liberales, y la niña inaugurando foros ciudadanos sin saber lo que inauguraba. Los monarcas en este país viven en una montaña rusa. Aquella reina de trece años, aquella niña de la que su profesor dijo que tenía «escasas luces», puso la primera piedra de ese supuesto templo ciudadano ante 4000 invitados. Y en aquel mismo momento, entre los cimientos del Congreso, quedó enterrada una cápsula del tiempo para dejar constancia de tan magno acontecimiento. La cápsula encerraba varias monedas en curso, un ejemplar de la Constitución de 1837, los periódicos del día 10 de octubre y la paleta de plata con la que la reina de escasas luces volcó el primer cemento del Congreso. La única vez que un rey o una reina agarra una herramienta de trabajo es para inaugurar algo. Pero siempre es de un solo uso, y siempre tienen que decirles por dónde se agarra.

¿Y qué es eso de las cápsulas del tiempo? Unos envases que guardan cosas para dejar constancia de que algo se ha hecho, con la esperanza de que algún día salgan a la luz, de que se encuentren en el futuro. Es una especie de juego con el tiempo. Hay dos tipos de cápsulas del tiempo. La del Congreso, por ejemplo, que se enterró entre los cimientos sin saber si algún día alguien la encontraría, y otras que se entierran o se colocan en determinado lugar indicando dónde están para que se abran en cierto momento. Por ejemplo, en el sótano del Instituto Cervantes, en Madrid, aprovechando la cámara acorazada del banco que había antes, está la Caja de las Letras, y ahí varios personajes de la cultura han guardado cosas en una caja y han puesto fecha para su apertura. El escritor Francisco Ayala, que fue el que inauguró este asunto, tiene ahí una caja que no se podrá abrir hasta el año 2057.

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