Trevor Noah - Prohibido nacer. Memorias de racismo, rabia y risa
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- Libro:Prohibido nacer. Memorias de racismo, rabia y risa
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2019
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Prohibido nacer. Memorias de racismo, rabia y risa: resumen, descripción y anotación
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Que prohíbe las relaciones carnales entre europeos y nativos y otros actos relacionados.
Queda estipulado por su Excelente Majestad el Rey, el Senado y la Asamblea Nacional de la Unión de Sudáfrica lo siguiente:
I) Que cualquier hombre europeo que tenga relaciones carnales ilícitas con una mujer nativa, así como cualquier hombre nativo que tenga relaciones carnales ilícitas con una mujer europea, será culpable de delito y condenado a prisión por un periodo no superior a cinco años.
II). Que cualquier mujer nativa que permita que un hombre europeo tenga relaciones carnales ilícitas con ella, así como cualquier mujer europea que permita que un hombre nativo tenga relaciones carnales ilícitas con ella, será culpable de delito y condenada a prisión por un periodo no superior a cuatro años.
La genialidad del apartheid fue convencer a una población que constituía la mayoría aplastante del país para que se volvieran los unos contra los otros. En inglés apartheid suena como «apart» y «hate», «separar» y «odiar», y eso mismo es lo que hizo. Separar a la gente en grupos y hacer que se odiaran entre ellos para poder aplastarlos a todos. Por entonces la población negra de Sudáfrica superaba en número a la blanca en una proporción de casi cinco a uno, pero estaba dividida en tribus distintas que hablaban idiomas distintos: zulú, xhosa, tswana, sotho, venda, ndebele, tsonga, pedi y otros.
Mucho antes de que existiera el apartheid, aquellas facciones tribales ya estaban enfrentadas e iban a la guerra entre ellas. El régimen de los blancos se limitó a aprovechar aquella animosidad para dividir y conquistar. Tanto aquellas tribus como otra gente no blanca fueron sistemáticamente clasificadas en grupos y subgrupos. Luego a esos grupos se les otorgaron distintos niveles de derechos y privilegios para mantenerlos enemistados.
Quizás el más cruel de estos enfrentamientos era el que mantenían los dos grupos dominantes de Sudáfrica: los zulú y los xhosa. El hombre zulú es conocido como guerrero. Es orgulloso. Baja la cabeza y lucha. Cuando los ejércitos coloniales invadieron su tierra, los zulús se lanzaron a la carga sin nada más que lanzas y escudos contra hombres armados con fusiles. El invasor masacró a miles de zulús, pero ellos siguieron luchando. Los xhosa, en cambio, se enorgullecen de ser los pensadores. Mi madre es xhosa. Nelson Mandela era xhosa. Los xhosa también libraron una larga guerra contra el hombre blanco, pero después de experimentar la futilidad de presentar batalla a un enemigo mejor armado, muchos jefes xhosa adoptaron una estrategia más sagaz. «Estos blancos se van a quedar aquí nos guste o no», dijeron. «Vamos a ver cuáles de sus herramientas nos pueden ser útiles. En vez de resistirnos al inglés, aprendamos inglés. Así entenderemos qué dicen los blancos y podremos obligarlos a negociar con nosotros». Los zulús fueron a la guerra con el hombre blanco. Los xhosa jugaron al ajedrez con el hombre blanco. Durante mucho tiempo ninguna de las dos tribus tuvo apenas éxito, y cada una de ellas culpó a la otra de un problema que ninguna de ellas había creado. La amargura se enquistó. Durante décadas aquellos sentimientos se vieron refrenados por un enemigo común. Luego el apartheid se vino abajo, Mandela salió libre y la Sudáfrica negra fue a la guerra contra sí misma.
A veces en las grandes producciones de Hollywood se ven esas descabelladas persecuciones de coches en las que alguien salta o es empujado de un vehículo en marcha. La persona en cuestión cae al suelo y rueda un poco hasta que por fin se detiene, se levanta de un salto y se sacude el polvo de encima como si no hubiera pasado nada. Cada vez que veo una escena así, pienso: Venga ya. Que te tiren de un coche en marcha duele mucho más.
Yo tenía nueve años cuando mi madre me tiró de un vehículo en marcha. Fue un domingo. Sé que era domingo porque volvíamos de la iglesia a casa, y durante toda mi infancia fui a misa los domingos. No faltábamos nunca. Mi madre era —y sigue siendo— una mujer profundamente religiosa. Muy cristiana. Como todos los pueblos indígenas del mundo, los negros de Sudáfrica adoptamos la religión de nuestros colonizadores. Cuando digo «adoptamos», quiero decir que nos fue impuesta. El hombre blanco era bastante duro con los nativos. «Necesitáis rezar a Jesús», les decía. «Jesús os salvará». A lo cual el nativo replicaba: «Claro que necesitamos que alguien nos salve, pero que nos salve de vosotros, aunque esa es otra cuestión. Así que, en fin, a ver qué tal el Jesús este».
Toda mi familia era religiosa, pero mientras que mi madre era superforofa de Jesús, mi abuela equilibraba su fe cristiana con las creencias tradicionales xhosa con las que había crecido y se comunicaba con los espíritus de nuestros antepasados. Durante mucho tiempo yo no entendí por qué tanta gente negra había abandonado su fe indígena para adoptar el cristianismo. Pero cuanto más íbamos a la iglesia y más tiempo pasaba yo sentado en aquellos bancos, más cosas aprendía sobre cómo funciona el cristianismo: si eres nativo americano y rezas a los lobos, eres un salvaje. Si eres africano y rezas a tus antepasados, eres un primitivo. Pero cuando la gente blanca reza a un tipo que convierte el agua en vino, pues mira, eso es sentido común.
De pequeño iba a la iglesia, o a alguna de sus actividades, al menos cuatro noches por semana. Los martes por la noche tocaba plegaria. Los miércoles, estudio de la Biblia. Los jueves, Iglesia Juvenil. Los viernes y los sábados los teníamos libres (¡a pecar!). Y los domingos íbamos a la iglesia. A tres iglesias, para ser exactos. La razón de que fuéramos a tres iglesias distintas era que mi madre decía que cada una le proporcionaba algo diferente. La primera ofrecía alabanzas jubilosas al Señor. La segunda, un análisis profundo de las Escrituras, algo que a mi madre le encantaba. La tercera, pasión y catarsis. En esta última realmente sentías que tenías al Espíritu Santo dentro. Y mientras íbamos de una iglesia a otra, de forma casual y sin proponérmelo, empecé a darme cuenta de que cada una de ellas tenía una composición racial distinta: la iglesia jubilosa era mixta. La iglesia analítica era blanca. Y la iglesia apasionada y catártica era la negra.
La iglesia mixta, la Rhema Bible Church, era una de esas megaiglesias enormes y supermodernas de los barrios residenciales. El pastor, Ray McCauley, era un exculturista de sonrisa enorme y personalidad de cheerleader. Ray había quedado tercero en el certamen de Míster Universo de 1974. Aquel año el ganador fue Arnold Schwarzenegger. Cada semana se esforzaba al máximo para que Jesús molara. Había gradas tipo estadio y una banda de rock que tocaba los temas más recientes del pop cristiano contemporáneo. Todo el mundo cantaba, y si no te sabías la letra no pasaba nada, porque aparecía escrita allí arriba, en el Jumbotron. Era un karaoke cristiano, básicamente. Siempre me lo pasaba bomba en la iglesia mixta.
La iglesia blanca era la Rosebank Union de Sandton, una zona muy blanca y adinerada de Johannesburgo. Me encantaba la iglesia blanca porque no me hacían ir a misa. A misa iba mi madre y yo me quedaba en el espacio reservado para la catequesis de los jóvenes. En catequesis leíamos historias muy chulas. Noé y el Diluvio era una de mis favoritas, obviamente; me llegaba a un nivel muy íntimo. Pero también me encantaba la historia de cuando Moisés separó las aguas del Mar Rojo, y la de David y Goliat y la de cuando Jesús echó a palos del templo a los mercaderes.
Crecí en un hogar que tenía muy poco contacto con la cultura popular. En casa de mi madre estaba prohibido escuchar a los Boyz II Men. ¿Canciones sobre un tipo que se pasaba toda la noche ligándose a una chica? No, no, no. Prohibido. Los demás chavales de la escuela cantaban «End of the Road» y yo no me enteraba de nada. Había oído hablar de los Boyz II Men, claro, pero la verdad es que no tenía ni idea de quiénes eran. Las únicas canciones que me sabía eran las de la iglesia: canciones elevadas y edificantes que alababan a Jesús. Lo mismo pasaba con el cine. Mi madre no quería que me contaminaran la mente todas aquellas películas de sexo y violencia; no, ni hablar. Así que mi película de acción era la Biblia. Mi superhéroe, Sansón. Era mi He-Man. ¿Un tipo que mataba a mil personas a golpes con la quijada de un burro? Menudo jefazo. Al final llegabas a Pablo y sus cartas a los Efesios y la trama se perdía, pero el Antiguo Testamento y los Evangelios… Podía citar cualquier pasaje, incluyendo capítulo y versículo. En la iglesia blanca se celebraban competiciones y concursos relacionados con la Biblia cada semana, y yo ganaba a todo el mundo de calle.
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