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Ben Macintyre - El Napoleón de los ladrones

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Ben Macintyre El Napoleón de los ladrones
  • Libro:
    El Napoleón de los ladrones
  • Autor:
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    ePubLibre
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  • Año:
    1997
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El Napoleón de los ladrones: resumen, descripción y anotación

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Para Kate Adam Worth fue el Napoleón de los ladrones Ningún otro delincuente - photo 1

Para Kate

Adam Worth fue el Napoleón de los ladrones. Ningún otro delincuente le ha llegado a la suela del zapato.

SlR ROBERT ANDERSON,

Jefe de Investigación Criminal de Scotland Yard, 1907

Es el rey de la delincuencia, Watson. Es el organizador de la mitad del mal y de casi todo lo que pasa inadvertido en esta gran ciudad. Es un genio, un filósofo, un pensador abstracto. Posee un cerebro de primer orden. Permanece inmóvil como una araña en el centro de la tela, pero la suya tiene mil radios, y reconoce la vibración de cada uno de ellos. Actúa poco. Se limita a trazar los planes, pero sus agentes son numerosos y están espléndidamente organizados […]. El inductor principal que utiliza a tales agentes no es atrapado jamás […]. Ni siquiera despierta la menor sospecha.

Sherlock Holmes, hablando del profesor Moriarty en The final Problem, de

SlR ARTHUR CONAN DOYLE

Espero que no habrá llevado usted una doble vida, fingiendo ser malvado cuando en realidad ha sido bueno en todo momento. Eso sería una demostración de hipocresía.

OSCAR WILDE, La importancia de llamarse Ernesto

PREFACIO

Hace algún tiempo acudí a Los Ángeles para cubrir la última entrega del caso Rodney King, esa saga sombríamente definidora de los tiempos modernos. Sin embargo, cuando dejé la ciudad tenía en la cabeza otra historia de policías y ladrones.

Los agentes blancos de la policía de Los Ángeles que habían sido filmados por un cámara aficionado mientras daban una paliza al conductor negro, seguían proclamando tercamente su inocencia desde el banquillo de los acusados, que ocupaban por segunda vez. Se mascaba en el ambiente que la ciudad estaba al borde de un nuevo estallido de disturbios. Una tarde, cuando el jurado ya se había retirado a deliberar sobre el veredicto, decidí llegarme en coche hasta la zona de Van Nuys para indagar en los archivos de la agencia de detectives Pinkerton; tenía en la cabeza la idea de escribir un artículo para The Times sobre la actividad policial en otra época, de tonos sepia, a un mundo de distancia de los matones que estaban siendo juzgados y de los violentos de los guetos que tomarían las calles si aquéllos escapaban de nuevo a la justicia.

La agencia Pinkerton. El mero nombre evocaba la imagen de unos detectives de patillas y mostachos cómicos, armados de revólveres de seis tiros, que cabalgaban tras personajes como Jesse James, la banda de Reno, Butch Cassidy y Sundance Kid. Un aburrido secretario que no dejaba de hacer globitos con goma de mascar me condujo a los archivos del sótano. Me di cuenta al instante de que allí había mucho más de lo que se podía digerir, no ya en una tarde sino en un año entero. Las hileras de cajones, que rebosaban de expedientes, daban testimonio de la minuciosidad de los primeros detectives norteamericanos. Al cabo de una hora de husmear al azar, tomé en mis manos un álbum de recortes encuadernado, con fecha de 1902, y al hojearlo encontré este fragmento de un artículo de prensa:

THE SUNDAY OREGONIAN, PORTLAND

27 de julio de 1902

ADAM WORTH, EL MAYOR LADRÓN DE LOS TIEMPOS MODERNOS, ROBÓ TRES MILLONES DE DÓLARES

Ésta es la historia de Adam Worth.

Si un autor de ficción fuese capaz de concebir un relato semejante, es probable que no se atreviera a escribirlo por temor a ser acusado de recurrir a lo más desquiciado e improbable.

La valoración sobria, fría y técnica que hacen de Adam Worth los más afamados cazaladrones de Norteamérica y de Gran Bretaña lo señala como el delincuente profesional más notable, exitoso y peligroso que han conocido los tiempos modernos.

A lo largo de una vida delictiva que abarca casi medio siglo, Adam Worth consiguió un botín de al menos dos millones de dólares, que bien podrían ser incluso tres.

Surcando el Mediterráneo en un yate a vapor con una tripulación de veinte hombres, Worth dejó tras él un rastro de ciudades saqueadas.

Sólo fue capturado en una ocasión, y ello fue debido a la torpeza de uno de sus aliados. Dirigió a los malhechores más astutos y proyectó golpes con un ingenio que desafiaba el talento de los mejores detectives del mundo.

Las policías de Norteamérica y de Europa suspiraron durante años por echarle el guante, y durante años se dedicó a perpetrar toda clase de robos —falsificaciones de cheques, estafas, hurtos, voladura de cajas fuertes, diamantes, asaltos al correo, allanamientos de morada, asaltos en caminos y atracos a bancos— ante sus propias narices, con absoluta impunidad.

Con todo, existen en la biografía de este individuo descarriado tres puntos que lo redimen.

Sentía una ferviente adoración por su familia y consideraba y trataba a sus seres queridos como algo sagrado. Su esposa nunca conoció sus actividades delictivas y sus hijos viven hoy en Estados Unidos ignorando totalmente que su padre fue el maestro de ladrones del mundo civilizado.

Nunca fue violento con las personas, y bajo ninguna circunstancia quiso tener tratos con nadie que lo fuera.

Y nunca dejó en la estacada a un amigo ni a un cómplice.

En una ocasión, por mantener esa lealtad, rescató a su grupo de estafadores de una prisión turca, y a continuación lo liberó de manos de unos bandoleros griegos, lo cual lo dejó en la miseria.

Y esa lealtad fue lo que lo convirtió en «el hombre que robó el retrato de Gainsborough». La razón de dicho robo se contará aquí por primera vez. Hasta hoy, todos los que la conocían estaban obligados a guardar silencio. El motivo que impulsó esa reprensible hazaña fue único en los anales de la delincuencia moderna.

Adam Worth, que amasó millones, que en un tiempo apostaba a cara o cruz a cien libras la tirada, que tuvo participación en una cuadra de caballos de carreras y fue propietario de un yate a vapor y de un velero de regatas, murió hace unas semanas igual que había empezado, como un pobre ladrón, sin un penique.

Este hombre llegó a encumbrarse por encima de todos los delincuentes de su época; les sacaba tanta ventaja que el hombre encargado de cazarlo flojeó ante su magistral inteligencia, aunque el destino inexorable que persigue a quien quiebra las leyes morales acabó con él, por fin, cuando la ley humana se declaraba ya impotente.

A su muerte, Adam Worth seguía constituyendo el mismo misterio que había resultado a lo largo de toda su vida incluso para las policías de medio mundo (salvo para ciertos oficiales e inspectores de Scotland Yard, para la agencia Pinkerton y para un reducido puñado de cargos policiales norteamericanos). De no haber cobrado tanta fama recientemente como el autor del robo y de la devolución del retrato de Gainsborough, el público no habría tenido la menor idea de su existencia. Apenas unos pocos de los detectives más competentes del mundo conocían su fisonomía, y menos eran aún los que sabían alguna cosa de él. El relato que sigue es una historia absolutamente verídica hasta el menor detalle, comprobada minuciosamente y avalada por los hombres que pasaron casi medio siglo tratando de atraparlo.

Nada en esta narración queda abierto a conjeturas.

Para mi frustración, el resto del artículo prometido no aparecía pegado en el álbum. Leí una y otra vez el recorte, extravagante en sus afirmaciones incluso para lo habitual en el periodismo de la época, y en el fondo de mi mente empezó a bullir un poco de la excitación que había sentido en Los Ángeles. Entonces recibí una llamada en el buscapersonas electrónico, y el sonido me devolvió vertiginosamente al presente con la noticia de que era inminente el anuncio público del veredicto del caso Rodney King. La tarde siguiente, dos de los policías habían sido encontrados culpables, los habitantes de South Central Los Ángeles habían decidido renunciar a demostraciones de violencia y yo estaba otra vez en Van Nuys, donde hurgaba en los archivos Pinkerton a la busca de todo el material que pudiera encontrar sobre Adam Worth. Pronto descubrí que los detectives lo habían perseguido por todo el mundo durante décadas con tenaz perseverancia, y que el resultado era una abundante documentación: seis carpetas completas, en orden cronológico, atadas en un solo paquete y rebosantes de fotografías, cartas, más artículos de periódico y centenares de informes de los detectives de la agencia, cada uno de los cuales exponía con pulcra caligrafía una historia aún más intrigante y fuera de lo común de lo que insinuaba el anónimo articulista del Sunday Oregonian.

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