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Michel Tournier - Celebraciones

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Michel Tournier Celebraciones
  • Libro:
    Celebraciones
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1999
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Curiosidad apetito de descubrir de ver de saber Y por supuesto - photo 1

«Curiosidad, apetito de descubrir, de ver, de saber. Y, por supuesto, admiración»

Éste es el punto de partida de estos textos breves en los que Michel Tournier celebra la riqueza inagotable del mundo. El deambular nocturno del erizo, la leche maternal, la presencia tranquilizadora del caballo, el odio de los árboles entre sí, la bajamar y sus secretos comparten estas páginas con relatos de una historia colectiva, real o imaginada desde Weimar hasta los orígenes del cine, y con el recuerdo de una galería de personajes históricos y contemporáneos escritores, actores, cantantes, rostros anónimos que desfilan, entre bastidores de crítica, ironía y ternura, por esta gran ventana desde la que asomarse al mundo y admirarse.

Michel Tournier Celebraciones ePub r10 x3l3n1o 171214 Título original - photo 2

Michel Tournier

Celebraciones

ePub r1.0

x3l3n1o 17.12.14

Título original: Célébrations

Michel Tournier, 1999

Traducción: Luis María Todó

Editor digital: x3l3n1o

ePub base r1.2

Más allá de su aparente disparidad estos ochenta y dos textículos tienen en - photo 3

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Más allá de su aparente disparidad, estos ochenta y dos textículos tienen en común cierta visión del mundo. Es la que reivindicaba Théophile Gautier cuando declaraba: «Yo soy un hombre para quien el mundo exterior existe». Subrayemos que el autor de Esmaltes y camafeos inaugura una familia de poetas decididamente extrovertidos, primarios, solares, espectaculares, que se llaman Leconte de Lisie, Heredia, Mallarmé, Valéry, Saint-John Perse. En ellos, el espacio domina sobre el tiempo. Sólo manda el ojo. Cuenta más que el corazón, y se desinteresa de las sutilezas de la psicología y de las tibiezas de la vida interior. La belleza de los seres y las cosas, su rareza, su comicidad, su sabor justifican y recompensan una cacería feliz e insaciable. La pasión original fue la curiosidad, puesto que fue ella quien hizo que Adán y Eva cogieran el fruto del Conocimiento. Curiosidad, es decir, apetito de descubrir, de ver, de saber. Y también admiración.

No hay nada como la admiración. Exultar porque te sientes abrumado por la gracia de un músico, la elegancia de un animal, la grandeza de un paisaje, incluso el horror grandioso de un infierno, son cosas que dan sentido a la vida. Quien no es capaz de admiración es un miserable. Ninguna amistad sería posible con él, puesto que no existe amistad sin un compartir admiraciones comunes. Nuestros límites, nuestras insuficiencias, nuestras pequeñeces tienen su cura en la irrupción de lo sublime ante nuestros ojos. Como dijo Ingmar Bergman, la música de Juan Sebastián Bach nos consuela de nuestra impiedad. Podríamos añadir: nuestra futilidad se desvanece cuando leemos la Biblia, nuestra picardía se convierte en amor carnal al ver los cuerpos de la Capilla Sixtina, y los Cuadernos de Paul Valéry transforman nuestra estupidez en luminosa inteligencia.

Este librito celebra pues la riqueza inagotable del mundo, la marcha de los cuadrúpedos —¿amblando o en diagonal?—, el valor fundamental de la rodilla, los secretos de la playa desvelados por la bajamar, el deambular nocturno de los erizos, el odio que se tienen los árboles entre sí, y también esos personajes tutelares, los Reyes Magos, Papá Noel, san Cristóbal, san Luis, y sobre todo esos hombres y esas mujeres devorados por los medios de comunicación: Sacha Guitry, lady Diana, Michael Jackson, y finalmente esos amigos que ahora están al otro lado del río, y que me invitan en voz baja a reunirme con ellos; de todo eso tratan las páginas que siguen.

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El árbol y el bosque

El árbol y el bosque

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El árbol, el bosque, el sotobosque, la linde, el calvero… En cuanto las pongo sobre el papel, siento que estas palabras se organizan en sistemas seductores y repelentes a la vez, una ambivalencia paradójica, puesto que se trata con toda evidencia de un complejo natural coherente. El bosque es una parte esencial de nuestra herencia afectiva humana. Durante milenios fue el mal, lo salvaje (del latín silvaticus, forestal), el refugio de animales terroríficos como el lobo o el oso, y de los hombres rechazados por la sociedad, incluso de monstruos medio mitológicos, ogros y brujos, enanos y gigantes. Pero el bosque es también la gran naturaleza viva y vivificante, el triunfo de la clorofila, el regreso a los orígenes. En nuestro vocabulario, sólo la selva merece el mágico nombre de virgen.

Si interrogo a mi memoria, para mí el bosque es ante todo alemán. La Selva Negra, claro, con sus cumbres, el Herzogenhorn y el Feldberg —que conocemos sobre todo en color blanco, pues para nosotros eran estaciones de esquí—. Pero más aún el bosque de Turingia, esa minúscula aldea de Wendehausen, que para su desgracia se hallaba situada al borde del «telón de acero», pero en el lado equivocado, en el lado comunista. Peregriné hasta allí después de cincuenta años, y circulé en un coche todo terreno por el territorio ruinoso de aquel famoso telón, que recorre montes y valles, como los cimientos de una Muralla China arrasada.

El padre de familia que me alojaba antes de la guerra era un famoso cazador. Yo le acompañaba. Me hizo disparar el primer tiro a los diez años. Todavía conservo en el hombro el recuerdo de la brutal embestida de la culata. Porque, lo confieso sin vergüenza, desde aquella iniciación no he vuelto a tocar jamás un fusil.

Con él y un trabajador de la fábrica de lana que dirigía, habíamos construido una torre de vigía con maderos en la linde del bosque. A veces me despertaba en plena noche, a las tres o a las cuatro. Cogíamos el coche. Después quedaba un largo trecho a pie. No había que decir ni una palabra. Y por supuesto, ni pensar en encender una linterna. Después nos subíamos a la torre. Nos abrigábamos con mantas. Nos quedábamos quietos. La obscuridad iba palideciendo. El amanecer se arrastraba en vapores pálidos sobre la copa de los abetos. El cielo suspiraba en las ramas. Al este, sobre el horizonte, se posaba una barra roja. ¿Cuánto tiempo duraba el acecho? Sin duda varias horas. No guardo recuerdo del menor aburrimiento, yo que solía hartar a los adultos que me rodeaban con mi sobreexcitación. Me daban unos anteojos, con los que exploraba los matorrales y los barbechos. Tal vez de ahí procede mi predilección por ese instrumento, gracias al cual se puede infligir a los demás la dulce y silenciosa violencia de una mirada indiscreta.

A cuatro metros del suelo los animales no podían percibir nuestro olor. Asistíamos minuto a minuto al despertar del bosque. El vuelo afelpado de una lechuza, el rastro rojo de un zorro entre los helechos, los andares circunspectos de una corza seguida de sus pequeños, el arranque de un tejón rompiendo leña con tanto ruido como un jabato, yo lo veía todo, todo lo oía, en aquella admirable escuela. No he olvidado nada de aquellas noches y aquellos amaneceres.

Pero mi experiencia con los árboles prosiguió. Siempre he vivido con ellos. Hace cuarenta años que vivo en la misma casa de campo, y he visto crecer y estorbarse los árboles que había plantado en un número excesivo. He aprendido, por ejemplo, que un árbol adulto, aunque esté perfectamente sano, pierde cada año una gran cantidad de madera muerta. He visto languidecer en pleno mes de julio un espléndido abedul, atacado por un mal misterioso. He meditado sobre la evidente obsesión de todo vegetal clavado en el suelo por la naturaleza. ¿Cómo asegurar la dispersión de sus semillas? La explosión, las alas, el fruto suculento que transporta el estómago humano, las simientes con garfios que se agarran al pelo de las ovejas, a la ropa de los pastores, todos esos procedimientos fueron inventados para desafiar la maldición del arraigo.

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