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Miguel del Rey Vicente - Breve historia de la guerra del 98

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Miguel del Rey Vicente Breve historia de la guerra del 98

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BIBLIOGRAFÍA

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En Baler, isla de Luzón

14 de diciembre de 1898, cuatro días después de haber entregado las islas Filipinas a los norteamericanos.

La penuria y la necesidad evidente de arrancar al destacamento del terrible marasmo en que lo veía descendido, me habían inducido hacía ya días a proyectar una salida que además de animar a la gente nos permitiese la recolección de aquellas hermosa calabazas que tan cerca veíamos. Mi objetivo era dar fuego a todo el pueblo y, aprovechando la turbación, tomar aquellos frutos, dar fe de nuestra vida y hacer una cacería de insurrectos.

Aunque pensé en ella la víspera de Nochebuena había tenido que anticiparla, pues la epidemia había llegado al médico que se veía ya postrado y esperaba la muerte sentado en un sillón, para no descuidar a sus enfermos, hasta el último instante. Ayer me dijo: Martín, yo muero, estoy muy malo, si pudiesen traer algo verde quizá mejoraría, y, como yo, estos otros enfermos.

La salida que le había prometido a Vigil, sucediera lo que sucediera y sobre la marcha, ofrecía sus inconvenientes y dificultades a cual más peligrosos. Bien se me alcanzaban los unos y las otras. Mi gente, la disponible para el caso, no llegaría ni aun a veinte individuos, y el enemigo era desproporcionadamente numeroso; nosotros, débiles y entumecidos teníamos que salir a pecho descubierto, y ellos podían esperar en la protección de sus trincheras en la plenitud de su descanso. Parecía efectivamente una locura, y en aquel sacrificio veía yo que se traslucía una esperanza, garantida y segura por lo temerario del empeño.

La sorpresa, en todas las circunstancias de la vida, es de un efecto inmenso, tanto más poderoso cuanto más se acompaña de lo extraordinario o inesperado, cuanta más audacia revista; a ello fiaba yo la consecución de mis propósitos y a ello debí que se realizaran por completo.

Sobre las diez y media u once de la mañana, hora precisamente la menos indicada para cualquiera tentativa, llamé al cabo José Olivares Conejeros, de gran corazón y de mi completa confianza, le ordené que tomase catorce hombres, de los más a propósito; que saliese con ellos muy sigilosamente, uno a uno y arrastrándose, porque no era posible de otro modo, y esto difícilmente, por cierto agujero que daba paso a la trinchera de la sacristía, y que una vez reunidos y calado el machete, sin hacer ruido alguno, se lanzara con ellos de improviso, desplegándolos en abanico, a rodear la casa que daba frente a la parte norte de la iglesia. Uno de los hombres, llevando cañas largas y trapos bien rociados de petróleo, debía dedicarse al incendio, los otros al combate resuelto y desesperado, a todo trance. El resto de la fuerza, que hice colocar en las aspilleras del edificio, tenía la misión de apoyar el ataque, aumentando la confusión con sus disparos, hacer todas las bajas posibles, e impedir que pudieran sofocar los incendios.

Todo salió como se había proyectado y todo con el éxito que nos era tan necesario. Yo procuré distraer con algunas preguntas al centinela que vigilaba en la casa de referencia, muy bien atrincherada, pero este vio muy pronto a los míos y se dio a la fuga ciego de miedo, sembrando el espanto y el desconcierto entre los suyos.

Las llamas, que rápidamente se propagaron por el pueblo, lo recio de la carga, el acierto en el fuego que desde la iglesia les hacíamos, procurando no gastar plomo en balde, y el barullo, el terror que de unos a otros se comunicaba irresistible decidió prontamente una general desbandada que dejó limpio el campo, en menos tiempo del que se tardaría en detallarlo.

Aparte de la sorpresa, que desde luego hubo de realizar allí uno de tantos milagros como refiere la historia militar de todo tiempo, dos razones muy poderosas, dos juicios acrecidos, latentes en la fantasía enemiga, debieron de producir aquel efecto; uno el tradicional de la superioridad española, que veníamos demostrando, y otro el de la violencia, el furor de que debían considerarnos poseídos. Conviene tomar nota, porque bien es de suponer que si en otros lugares y en otras ocasiones hubiérase cuidado no desvanecer estos juicios, previniendo acontecimientos desgraciados, evitando flaquezas y procediendo con resoluciones enérgicas, otros muy diferentes de los que aún lamentamos, hubieran sido los resultados obtenidos.

Aquella gente había formado un concepto muy soberano del castilla; y este concepto, que nunca debió descuidarse, pudo valernos mucho. En el hecho de que hablo, multiplicado por lo imprevisto del ataque, decidió aquella pavorosa desbandada que no paró hasta el bosque; medítese ahora lo que hubiera podido lógicamente significar en otras circunstancias mejores, con más fuerza y recursos, llevado a fondo y con objetivos de mucha mayor entidad y transcendencia.

No pudimos contar las bajas debido a la confusión que se produjo; pero supongo que no debieron de faltarles. Allí tengo entendido que murió el cabecilla Gómez Ortiz, el que nos pidió la suspensión de hostilidades. Uno de los centinelas situados en la parte sur cayó muerto de un tiro y allí quedó abandonado en el trastorno; las llamas del incendio, pasando por encima, destruyeron al poco rato su cadáver, y lo mismo sucedió con el pueblo, del que solo respetamos varias casas de las más apartadas, por si llegaba en nuestro socorro alguna tropa, que no le faltaran los alojamientos necesarios.

Inmediatamente procedimos a destruir la trinchera que tan de cerca nos rodeaba, y como el fuego arrasó las viviendas fortificadas que la servían de apoyo y de flanqueo, pronto quedó espaciada una buena zona, de anchura suficiente para que pudiésemos abrir las puertas de la parte sur, cerradas desde los albores del sitio, que había en la fachada de la iglesia.

Un montículo nos venía impidiendo la vista y dominación del brazo de agua o río que pasaba por el camino de la playa. Esta vía era de mucha utilidad para los rebeldes, que a todas horas bajaban y subían descuidadamente por ella, conduciendo en sus barcos vituallas y refuerzos. Convenía dificultarlo cuando menos y, para ello no había otro remedio que la poda, todo lo más a raíz que sé pudiera. Cortamos allí un claro y el paso quedó al descubierto, no impedido completamente, pero sí bajo el riesgo de nuestros fuegos.

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