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Miguel Ángel Novillo López - Breve historia de Roma

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Miguel Ángel Novillo López Breve historia de Roma

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I
Señas de identidad: Monarquía y República
LA GESTACIÓN DE LA IDENTIDAD CULTURAL ROMANA

Uno de los elementos característicos de la evolución cultural romana desde el período monárquico fue la paulatina aceptación de elementos procedentes de la cultura griega. Si bien fueron varios los procedimientos mediante los cuales se produjo este fenómeno, destacaron sobre todo las relaciones pacíficas de carácter comercial y los contactos directos derivados de la política expansionista que Roma inició en el siglo IV a. C.

En realidad, el proceso de aculturación comenzó a fines del siglo VII a. C., cuando se materializaron en Roma los elementos propios de la cultura orientalizante, cuya asimilación por parte de la civilización etrusca se manifestó con la transformación de las aldeas protohistóricas en ciudades. Empero, el nacimiento de Roma como una auténtica urbe no se produjo hasta el comienzo de la expansión mediterránea, cuando la cultura romana dejó de contar con los rasgos arcaicos que la habían definido anteriormente y adquirió caracteres puramente helenísticos como la lengua griega. Se crearía a partir de entonces una auténtica cultura propia que, sin renunciar a los valores puramente tradicionales, absorbió los elementos sustanciales de otras.

LA RELIGIÓN ROMANA

Como toda religión, la romana contaba con un conjunto de concepciones religiosas y con una serie de prácticas rituales —tal era la importancia de los ritos religiosos que un romano no comenzaba ninguna empresa sin antes encomendarse a sus dioses—. No obstante, la religión romana no poseía una cosmogonía, mitología o teología propias, por lo que fue muy común la adopción de divinidades extranjeras.

Desde un principio, la religión romana se desarrolló como una religión de carácter campesino. En este sentido, la palabra latina religio no designaba originariamente el culto a la divinidad ni el sentimiento de la fe, sino la relación general de los hombres con la esfera de lo sagrado y, en particular, la impresión de encontrarse continuamente ante una gran variedad de peligros de carácter sobrenatural. Esta actitud, propia de una sociedad agrícola, se fundamentaba en la creencia en fuerzas sobrenaturales, los espíritus o numina, que actuaban para ayudar o abatir a la humanidad. Por consiguiente, los romanos imploraban a sus dioses no sólo con el fin de honrarlos, sino también con el propósito de ganarse su simpatía y protección.

La actitud religiosa fundamental de los romanos estaba determinada por el reconocimiento del poder de los dioses y de los vínculos que los relacionaban con los hombres, esto es, la pietas. Por consiguiente, era más que necesario conocer la voluntad de los dioses y mantener su favor por medio de sacrificios y plegarias. En este sentido, esta relación no sólo era propia de los ambientes privados, sino que también fue política y estatal, pues la principal obligación del Estado no consistió sino en indagar la voluntad de los dioses y mostrar agradecimiento por medio de sacrificios, la celebración de juegos sagrados o la construcción de templos en su honor —varios espacios de la ciudad de Roma se vieron transformados por la construcción de templos dedicados a los dioses.

El intermediario entre el ser humano y la divinidad era el pater familias en el seno familiar y los sacerdotes oficiales en el Estado. En consecuencia, existía una estrecha interdependencia entre religión y Estado sin posibilidad de separar el ámbito sacro del profano.

La religión romana distinguió dos tipos de divinidades: las originariamente romanas y las nuevas divinidades que habían sido integradas en el panteón. La relevancia que adquirieron las innovaciones religiosas en el contexto del imperialismo trajo consigo la regulación institucional y ritual que permitió la adopción de dioses ajenos previa consulta de los libros sibilinos, libros que habían sido escritos por la Sibila de Cumas y que eran conservados en el templo supremo de Roma dedicado a la Tríada capitolina. De este modo, si bien fueron los griegos los que ejercieron mayor influencia en la construcción de la religión romana, desde época muy temprana fueron asimilados dioses, cultos y rituales tanto del mundo etrusco como de los pueblos itálicos o frigios. Los dos procedimientos que ritualizaban el ingreso de nuevas divinidades eran la evocación, por la que se invocaba a la divinidad de un pueblo enemigo para que se integrase al panteón romano después de haber abandonado a la comunidad que protegía, y la asimilación, por la que se igualaban las divinidades ajenas con las romanas.

Desde sus orígenes, la religión romana distinguió tres tipos de cultos: los cultos populares o sacra popularia, los cultos públicos o sacra publica y los cultos domésticos o sacra familiaria. Con respecto a estos últimos, practicados en un primer momento sólo por las familias patricias bajo la creencia en la inmortalidad de las almas, se encontraban el culto al primer antepasado de la familia, que actuaba como protector especial de todos los miembros de la misma, el culto al hogar en el que se veneraba a los penates —divinidades que velaban por el aprovisionamiento— o el culto a los muertos en el que se veneraba a los manes. Por otro lado, se encontraba el genius, el espíritu protector de cada hombre que vigilaba sus actos desde el nacimiento hasta la muerte —la protección de las mujeres corría a cargo de la diosa Juno.

Dentro de la reorganización religiosa que la tradición historiográfica atribuye a Numa Pompilio, se encuentra la instauración de los colegios sacerdotales, cuya aparición se vinculaba con la consolidación y desarrollo del Estado. El verdadero intermediario entre la comunidad y la divinidad no era sino el rey, que asumía esta competencia religiosa junto a las de carácter militar y judicial. En este sentido, estas funciones se ejemplificaban en determinados símbolos del poder real que con posterioridad se adscribieron a las magistraturas republicanas. En consecuencia, la creación de los colegios sacerdotales —pontífices, flámines, vestales o augures— se ha de identificar con la delegación de funciones del rey, cuya primacía en el ordenamiento sacerdotal se mantuvo tras el período monárquico como rex sacrorum.

La adopción de divinidades griegas en el panteón romano comenzó en el año 433 a. C. con la introducción de Apolo como dios curador, al que se le dedicó un templo cerca del Capitolio. La etrusquización de la religión romana se evidenció en el plano religioso con la incorporación de la concepción antropomorfa de la divinidad, la construcción de templos de tradición etrusca o la adopción de nuevas divinidades. En este sentido, se instauró una nueva tríada divina que sustituyó a Júpiter, Marte y Quirino: Júpiter como dios supremo del panteón, su esposa Juno, representante de la capacidad reproductora femenina, y Minerva, diosa protectora inicialmente de las actividades artesanales que, posteriormente, se asimiló a la griega Atenea asumiendo funciones militares. Para esta nueva tríada se levantó el templo de la Tríada Capitolina, llamado así por su ubicación en el Capitolio. La construcción de dicho templo no sólo acentuó la religiosidad política con la que ya contaba Roma, sino que además trajo consigo una proyección externa de la ciudad como centro religioso. Por otro lado, desde la conclusión de las guerras púnicas, Roma se sintió atraída por los cultos orientales, como el de Cibeles, las ceremonias mistéricas y los cultos que prometían una dicha eterna a sus fieles.

En el panteón romano la divinidad principal era Júpiter, señor de los cielos y padre de los dioses y de los hombres, que con Juno, la protectora del matrimonio, y Minerva, la diosa de los artesanos, constituía, como hemos señalado, la Tríada capitolina. Otros dioses importantes eran Marte, dios de la guerra y del trabajo agrícola; Saturno, asimismo un dios de carácter agrícola; Vesta, la protectora del fuego del hogar; Mercurio, protector de los comerciantes; Vulcano, dios del fuego y de la fragua; Neptuno, dios del mar, y Venus, la diosa del amor. Igualmente, también existían multitud de divinidades especializadas en distintos ámbitos de la vida agrícola (Vervactor), pastoril (Diana) o comercial (Hércules), así como divinidades de carácter familiar (los dioses manes) o espíritus benignos asociados a los cruces de caminos (los dioses lares).

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