CAMPOS DE MUERTE
Advertencia: El contenido y las imágenes de este libro son explícitos.
CLIO
CRÓNICAS DE LA HISTORIA
MIGUEL DEL REY VICENTE
CARLOS CANALES TORRES
CAMPOS DE MUERTE
GEOGRAFÍA DEL MAL
www.edaf.net
MADRID - MÉXICO - BUENOS AIRES - SAN JUAN - SANTIAGO
2016
ISBN de su edición en papel: 978-84-414-3626-8
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© 2016. Miguel del Rey Vicente y Carlos Canales Torres
Diseño de cubierta: © Ricardo Sánchez
© 2016. De esta edición Editorial EDAF, S. L. U.
Primera edición en libro electrónico (epub): febrero 2016
ISBN: 978-84-414-3636-7 (epub)
Conversión a libro electrónico: Midac Digital
ÍNDICE
INTERMEDIO
T ODO MALINAS, EN COMPLETA OSCURIDAD, parecía dormir. Eran las diez de la noche del 19 de abril de 1943, y ya empezaba a sentirse un poco el calor de la primavera, cuando con precisión prusiana, el tren comenzó a rodar por las vías de la pequeña estación belga. Se llevaba, hacinados como animales, a 1631 hombres, mujeres y niños del cuartel Dossin, el infame complejo en el que desde julio del año anterior se concentraba a todos los habitantes racialmente suprimibles de la región. Su ubicación céntrica entre Bruselas y Amberes —las dos ciudades donde vivían la mayor cantidad de judíos y gitanos—, su estructura cerrada y la línea férrea próxima, habían hecho del viejo recinto construido en 1756 por orden de María Teresa de Austria, el lugar idóneo para instalar un centro de detención y deportación. El convoy era el vigésimo de esas características que se dirigía hacia el Este, a un destino ignorado por todas aquellas personas a las que se había negado un mínimo de humanidad.
Los tres jóvenes llevaban horas al acecho, a la espera de que los alemanes se pusieran definitivamente en marcha. Eran estudiantes de la Universidad Libre de Bruselas. A quince kilómetros de la estación habían organizado su pequeña trampa, con una lámpara cubierta con seda roja para que pareciera una luz de advertencia.
El tren se detuvo con un sonoro chirrido y grandes nubes de vapor en el lugar indicado. Un momento después, se hizo un fascinante silencio. Armados tan solo con dos pares de tenazas y una pistola, los tres corrieron sobre la gravilla suelta y se abalanzaron sobre los antiguos vagones de ganado. Con enorme dificultad cortaron primero el alambre de espino que cubría sus exiguos ventanucos y, luego, consiguieron desplazar los enormes pernos que aseguraban las pesadas puertas.
Más de 200 deportados vieron su oportunidad. Entre voces y empujones se escurrieron a través de las ventanas o presionaron las puertas hasta que se deslizaron, para saltar en la oscuridad. La ráfaga de ametralladora los sobresaltó. Los alemanes, rehechos de la sorpresa, abrieron fuego contra las sombras que huían terraplén abajo y sobre los objetivos más fáciles, los que, entre gritos de aliento y desesperación, aún esperaban junto a las puertas que bajaran sus seres queridos.
Channa Gronowski y su hijo Simón, de 11 años, estaban todavía en los vagones cuando el tren aceleró de nuevo. Escapar parecía imposible, pero el ánimo de los detenidos había sufrido un enorme cambio y, juntos, consiguieron romper la cerradura de la puerta de su improvisada celda. Channa cogió a Simón por los hombros dispuesta a empujarlo y a saltar tras él, pero se asustó. El tren ya iba demasiado deprisa. Unos segundos después, sin saber cómo, ni darse cuenta del momento de duda de su madre, Simón rodaba por el terraplén. Se puso de pie, ileso, y esperó asustado junto a unos matorrales a que ella le siguiera.
El tren volvió a detenerse. Lo vio llegar enseguida, un suboficial de la Schutzpolizei que se acercaba a grandes zancadas a uno de los vagones abiertos, mientras sacaba el arma de su funda. Puso la pistola en la frente de un hombre y le metió una bala en la cabeza con un golpe seco, sin decir palabra y sin que a su víctima le diera tiempo a reaccionar. El resto, comenzaron a gemir, salpicados de sangre, esquirlas de hueso y materia gris. El terror mortal que inspiraba con su sola presencia aquel joven de apenas veintitrés años, carente de entrañas, indudablemente lo complacía y deleitaba. Con mano segura escogió a sus víctimas, no solo de entre las sanas, sino también de entre las que parecían enfermas, débiles e incapacitadas. Las que, a pesar del hambre y las penalidades, seguían con un mínimo poso de dignidad, fueron las primeras en ser seleccionadas. Constituyeron los blancos especiales de su atención.
A dos o tres de los que había mandado situarse a su izquierda, les disparó el mismo. A otro grupo los llevó a empujones junto al resto de soldados, que se pusieron en fila y, con una sola descarga, los derrumbaron como bolos.
Para Simón, escondido entre la hojarasca junto a la gravilla en la que se había raspado los brazos y la cara, el tiempo parecía haberse detenido desde que vio desplomarse a la primera persona. Llevaba allí una eternidad cuando comenzó a caer una lluvia fina que no tardó en empaparlo por completo y convertir la tierra que se mezclaba con la hierba en grumosos charcos de barro. A pesar de ello, siguió tumbado, inmóvil, con los brazos pegados al cuerpo. Una esquirla de vidrio le cortaba un poco la rodilla derecha, pero no se atrevía a levantarla por miedo a que lo descubrieran.
Después de 20 minutos de búsquedas, lloros y voces, el tren se alejó con su madre a bordo. Simón se quedó solo entre las hojas secas y muertas, con la vista pegada en el oscuro horizonte. Se levantó, y echó a correr sin mirar atrás, lo más deprisa que pudo.
Corrió toda la noche con desesperación. Por los campos, y a través de los bosques. Su intención era llegar a Bruselas y encontrar a su padre, León, que no estaba en casa cuando los soldados habían descerrajado su puerta a patadas para llevárselos, o a su hermana mayor, Ita, que tenía 18 años y ya no vivía con ellos. Por la mañana ya no pudo más. Con la ropa rasgada y cubierta de lodo, llamó a una puerta. Tenía hambre y miedo, sabía que corría el riesgo de que lo entregaran o lo capturaran, pero inventó una mentira. Contó a la mujer que lo recibió en el umbral que jugaba con su familia y, de repente, sin darse ni cuenta, se había perdido. Ella lo miró con suspicacia, cogió su abrigo y, sin cruzar con el muchacho más que algunas palabras, lo llevó a las dependencias de la gendarmería local.
Jan Aerts tomaba tranquilo su café y ojeaba unos expedientes atrasados, cuando aparecieron en su despacho. Pasaba un poco de los 40 años y había sido policía toda su vida. En cuanto vio a Simón, supo que venía del tren, pero no tenía ninguna intención de traicionarlo. Despidió a su eficiente vecina con rigurosas palabras tranquilizadoras y le dijo al asustado chico que lo siguiera. Lo llevó a su casa, a pocos metros de las pequeñas dependencias policiales. Su esposa le dio de comer, lo lavó y remendó su ropa.
Esa noche, tumbado en la cama con olor a limpio que le cedió el matrimonio, todo lo sucedido flotó alrededor de Simón como una nebulosa borrosa y blanda. Lo veía aunque cerrara los ojos con ganas. Aunque intentara con todas sus fuerzas no dejarse agarrar por la angustia y la pena.
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