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Marshall Sahlins - La ilusión occidental de la naturaleza humana

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Marshall Sahlins La ilusión occidental de la naturaleza humana
  • Libro:
    La ilusión occidental de la naturaleza humana
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2008
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La ilusión occidental de la naturaleza humana: resumen, descripción y anotación

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LA ILUSIÓN OCCIDENTAL DE LA NATURALEZA HUMANA

Una y otra vez, durante más de dos milenios, aquellos a quienes llamamos «occidentales» han estado obsesionados con el espectro de su propio ser interior: una aparición de la naturaleza humana tan codiciosa y pugnaz que, a menos que sea gobernada de alguna manera, reducirá a la sociedad a la anarquía. La ciencia política del animal indómito se ha presentado en su mayor parte en dos formas contrastantes y alternas: como jerarquía o como igualdad, como autoridad monárquica o como equilibrio republicano: un sistema de dominación que (idealmente) restringe el interés propio que naturalmente tiene la gente por medio de un poder externo; o bien como un sistema de poderes libres e iguales que se organiza a sí mismo y cuya oposición (idealmente) reconcilia sus intereses particulares en beneficio del interés común. Más allá de la política, ésta es una metafísica totalizadora del orden, ya que la misma estructura genérica de una anarquía elemental resuelta con jerarquía o igualdad se encuentra en la organización tanto del universo como de la ciudad, y una vez más en conceptos terapéuticos del cuerpo humano. Digo que es una metafísica específicamente occidental, ya que supone una oposición entre naturaleza y cultura que es característica de nuestro folclore y que contrasta con las concepciones de muchos pueblos, a cuyo juicio las bestias son básicamente humanas, en vez de que los humanos sean básicamente bestias. Estos pueblos no podrían comprender la idea de una «naturaleza animal» primordial, mucho menos pensar en superarla. Y sus razones son buenas en la medida en que la especie humana moderna, Homo sapiens, surgió hace relativamente poco bajo la égida de una cultura humana mucho más antigua. Según la evidencia paleontológica, nosotros también somos seres animales de cultura, dotados de la biología de nuestra simbología. La idea de que somos sirvientes involuntarios de nuestras predisposiciones animales es una ilusión, también originada en la cultura.

Voy a contracorriente del determinismo genético que es ahora tan popular en los Estados Unidos debido a su aparente capacidad de explicar todo tipo de formas culturales por una predisposición innata al interés personal de signo competitivo. Disciplinas de moda tales como la psicología evolucionista y la sociobiología, en combinación con una ciencia económica análoga fundada en la existencia de individuos autónomos, que con particular celo se han entregado a la autosatisfacción por medio de la «elección racional» de todo, sin mencionar la común sabiduría básica del mismo tipo, están creando una ciencia social multiusos del «gen egoísta». Pero, como dijo Oscar Wilde de los profesores: su ignorancia es el resultado de tanto estudio. Olvidándose de la historia y la diversidad cultural, estos entusiastas del egoísmo evolucionista no logran reconocer al sujeto burgués clásico en su retrato de la llamada naturaleza humana. O, si no, celebran su etnocentrismo tomando algunas de nuestras prácticas tradicionales como prueba de sus teorías universales de la conducta humana. En este tipo de etnociencia, l’espece, c’est moi: yo soy la especie.

También algo que va en contra de la corriente actual (me refiero a los exigentes deseos posmodernos de postular la indeterminación) es hacer extravagantes afirmaciones sobre la singularidad de las ideas occidentales acerca de la maldad innata del hombre. Debería matizar esta idea. Bien se podría imaginar que nociones similares entran en juego en la formación de Estados en otros lugares, en la medida en que éstos desarrollan intereses similares para controlar a las poblaciones sobre las que se erigen. Incluso la filosofía confuciana, pese a todas sus suposiciones de que los hombres son inherentemente buenos (Mencio) o inherentemente capaces de hacer el bien (Confucio) puede enarbolar de pronto concepciones alternativas sobre la maldad natural (Xun Zi). De todos modos, sostendría que ni la tradición china ni ninguna otra tradición cultural se pueden equiparar con el continuo desdén occidental por la humanidad: este prolongado escándalo de la avaricia humana, junto con la antítesis entre cultura y naturaleza sobre la que se basa.

Por otro lado, no siempre hemos estado tan convencidos de nuestra depravación. Otros conceptos del ser humano están arraigados, por ejemplo, en nuestras relaciones de parentesco, y han encontrado ciertas expresiones en nuestras filosofías. Sin embargo, por mucho tiempo hemos sido por lo menos mitad bestias, y esa mitad, juzgada como un hecho de la naturaleza, ha parecido más difícil de manejar que ningún otro artificio de la cultura. Aunque no ofrezco una narrativa sólida de esta lúgubre percepción de lo que somos —no pretendo hacer una historia intelectual, o siquiera una «arqueología»—, hago evidente su duración mencionando el hecho de que a todos los antepasados intelectuales, desde Tucídides hasta san Agustín, Maquiavelo y los autores de The Federalist Papers, así como a nuestros contemporáneos sociobiólogos, se les ha otorgado la etiqueta académica de «hobbesianos». Algunos de ellos eran monárquicos, otros partidarios de las repúblicas democráticas; sin embargo, todos compartían la misma visión siniestra de la naturaleza humana.

Comienzo, no obstante, con la conexión mucho más sólida entre las filosofías políticas de Hobbes, Tucídides y John Adams. Las curiosas interrelaciones de esta tríada de autores nos permitirán esbozar las principales coordenadas del Triángulo Metafísico de la anarquía, la jerarquía y la igualdad. Pues, aunque sus soluciones al problema fundamental de la maldad humana fueron diferentes, tanto Hobbes como Adams encontraron en el texto de Tucídides sobre la Guerra del Peloponeso, en particular en su sangriento relato de la revolución en Córcira, el modelo de sus propias ideas sobre los horrores que sufriría la sociedad si los deseos naturales de poder y triunfo que abriga la humanidad no fueran contenidos, ya sea por un poder soberano —como decía Hobbes—, o por un equilibrio de poder —como decía Adams—.

HOBBES Y ADAMS COMO SEGUIDORES DE TUCÍDIDES

En 1763 el joven John Adams escribió un breve ensayo titulado «Todos los hombres serían tiranos si pudieran». Nunca publicó el ensayo, pero volvió a él en 1807 para refrendar su conclusión de que todas las formas «simples» (sin mezcla) de gobierno, incluyendo la democracia pura, así como todas las virtudes morales, todas las capacidades intelectuales y todos los poderes de la riqueza, la belleza, el arte y la ciencia, no son suficientes contra los deseos egoístas que arden en los corazones de los hombres y derivan en un gobierno cruel y tirano. Como comentó al explicar el título del ensayo:

No significa, en mi opinión, más que esta simple y sencilla observación sobre la naturaleza humana que cada Hombre que haya leído alguna vez un tratado sobre moralidad o conversado con los demás sobre estas cuestiones […] debe de haberse hecho a menudo: a saber, que las Pasiones egoístas son más fuertes que lo Social, y que aquéllas siempre prevalecerán sobre este aspecto en cualquier Hombre que haya sido abandonado a las Emociones naturales de su propia mente, sin sufrir la contención y el control de un Poder extrínseco a él.

Esta percepción de la condición humana fue una convicción para Adams toda la vida, complementada por la creencia de que un gobierno de poderes equilibrados era la única forma de controlar a la bestia. En 1767 afirmó que sus 20 años de investigación sobre los «orígenes secretos» de la acción humana lo habían convencido más y más de que «desde la Caída de Adán hasta este momento, la Humanidad en general se había entregado a fuertes Delirios, Viles Afectos, Deseos sórdidos y Apetitos brutales». Estos impulsos corruptos, además, eran «más fuertes que los sociales». Empleando un lenguaje muy similar al del relato de Tucídides de ciertos incidentes de la Guerra del Peloponeso, Adams lamenta asimismo la vulnerabilidad de las instituciones civiles ante los deseos egoístas de la naturaleza humana. «La religión, las supersticiones, los juramentos, la educación, las leyes, cederán el paso a las pasiones, el interés y el poder»… mientras no llegue el momento en que sean «resistidos por las pasiones, el interés y el poder». De ahí su larga defensa de un gobierno de poderes contrapesados entre sí. Al oponer a uno contra otro, las predisposiciones destructivas pueden convertirse en efectos beneficiosos. Como muchos de sus cultos compatriotas, Adams abogaba por una forma republicana de gobierno aristotélico o polibiano mixto, reservando la soberanía para el pueblo mientras combinaba democracia, oligarquía y monarquía en una forma apta para desarrollar las virtudes y contener los excesos de cada una. Al oponer una cámara baja elegida de manera popular a una aristocracia natural de la riqueza en una cámara alta, el conflicto endémico entre ricos y pobres se podría neutralizar, incluso si esa legislatura en general se opusiese por y a una sola autoridad ejecutiva. Dejados a su propio arbitrio y a la naturaleza humana, cada uno de esos tres poderes derivaría en un engrandecimiento propio de la tiranía; pero combinados de este modo, su rivalidad interesada mantendría la tranquilidad nacional.

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