Las cinco lecciones que usted está a punto de leer fueron presentadas en París ante un numeroso público de profesionales y no profesionales. He querido que estas lecciones sean accesibles a un lector sin ninguna formación psicoanalítica. Mi más vivo deseo es que estas páginas lo hagan pensar y, a veces, entrar en el interior de usted mismo.
No me dirijo a todos ustedes sino a cada uno en particular.
J. D. N.
Es para mí una gran responsabilidad hablar ante un auditorio tan numeroso y dirigirme a ustedes que quieren saber qué vive una persona deprimida en lo más hondo de su ser. Soy muy sensible a su entusiasmo, que me estimula y me inspira. Querría proponerles cinco lecciones que espero estén a la altura de sus expectativas. Sé que muchos de ustedes son profesionales que reciben frecuentemente pacientes deprimidos. Deseo vivamente que las conferencias de este año les resulten útiles para mejorar su manera de pensar la depresión, de escuchar al paciente deprimido y, sobre todo, de saber hablarle. Ustedes me conocen bien: es siempre el mismo deseo el que me anima. Cada vez que preparo una lección, cada vez que les hablo, no tengo más que una sola intención: influenciarlos, influenciarlos personalmente. Digo “personalmente” porque, en el fondo, no me dirijo a todos ustedes sino a cada uno en particular. ¡Sí! La enseñanza es eso: una influencia, un ascendiente íntimo y fecundo. Enseñar no es solo transmitir conocimientos; es también suscitar en el auditor la actitud mental y emocional más adecuada a su propia práctica. Si pienso, por ejemplo, en nuestra práctica de la escucha terapéutica, diré que la actitud que querría suscitar en ustedes es el afán de entrar en el mundo interior del paciente olvidando lo que han aprendido. Sin duda, hay que leer mucho y aprender mucho de la experiencia, pero no será jamás su saber lo que cure, sino su inocencia, su curiosidad, sus ganas de ir hacia el otro y descubrir su misterio. Lo que cura es usted mismo porque al suspender su saber se volverá emocionalmente nuevo y plenamente receptivo a todo lo que emana del otro. Solo entonces, sin ningún a priori, usted será capaz de decirle a su paciente lo que percibió de él y qué lo hacía sufrir. Digamos entonces, de manera general, que todo docente, cualquiera sea su disciplina, tiene que incitar a su alumno a estudiar y luego a olvidar lo que ha aprendido para reencontrar la inocencia y abrirse a lo inesperado de la vida.
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Durante estas lecciones que vamos a vivir juntos, buscaremos profundizar la teoría y la clínica de la depresión. Yo mismo no paro de trabajar y retrabajar este tema desde los años de mi residencia (1964-1969). En el servicio de psiquiatría donde estaba haciendo la especialidad, tuve la responsabilidad de ocuparme del tratamiento de mujeres ancianas deprimidas. Todavía oigo a mi jefe de servicio diciéndome –yo debía tener 23 años–: “Nasio, a partir de hoy va a encargarse de la consulta de mujeres mayores que sufren de depresión”. Me veo en el hospital con mi guardapolvo blanco, cruzando la sala de espera a las 8 h de la mañana, una sala ya llena de viejecitas arrugadas y tristes. Como muchos depresivos que se despiertan muy temprano, se levantaban al alba, a eso de las 5 h, con una sola idea en mente: ir a la cita con el médico. Recuerdo muy bien el consultorio minúsculo donde recibía a esas mujeres sufridas, una tras otra, durante toda la mañana. Al escucharlas, me impresionaba ver que muchas de ellas parecían como enojadas. Claro, estaban deprimidas y tristes, pero era una tristeza rencorosa. En aquella época no me detenía en ese enojo, que sin embargo era evidente. Solo mucho después logré ver que, bajo la capa de tristeza, exudaban rabia, rencor y odio. Comprendí que, para tratar la depresión, es necesario llevar al analizante a reconocer su odio profundo contra aquel, a menudo un familiar o un amigo, que supuestamente lo había traicionado. Es un odio que el paciente termina revirtiendo contra sí mismo hasta deprimirse: odio hacia el otro, odio hacia uno mismo.
Más tarde volveré a hablarles sobre la acritud de la tristeza del deprimido, pero querría ahora compartir con ustedes otro recuerdo de juventud y hacerles sentir cuánto el tema de la depresión me acompaña desde el comienzo de mi práctica hospitalaria e incluso de mi práctica psicoanalítica. No olvido que mi primera paciente, a quien recibí en el consultorio el 8 de enero de 1965 –fecha imborrable para mí–, era una enferma bipolar medicada con litio que traté psicoanalíticamente durante cuatro años hasta que me fui a Francia. Era una mujer de origen suizo, de unos 50 años, sin hijos, que vino a consultarme acompañada por su marido, un hombre bajito que hablaba español con fuerte acento de Berna. Él se sentía totalmente desamparado frente a los episodios depresivos de su esposa y sus múltiples intentos de suicidio. Pero lo que más lo desmoralizaba, como suele pasarle a la pareja del enfermo bipolar, no eran los episodios depresivos de Eva sino sus episodios maníacos, durante los cuales, por ejemplo, se levantaba en medio de la noche para pintar las paredes de la cocina, o para meter en la casa a vagabundos con los que tenía relaciones sexuales sin que le importara la presencia de su marido. He aquí síntomas graves, maníacos y suicidas, que confirman que la bipolaridad puede ser una psicosis. Sin lugar a duda, la depresión, cualquiera que sea su variante, despierta en mí la pasión por comprenderla, teorizarla y curarla.
Dos puntos de vista sobre la depresión:el descriptivo y el psicoanalítico
Preguntémonos ahora qué es la depresión. Podemos definirla desde dos puntos de vista distintos y complementarios: el descriptivo y el psicoanalítico. Desde el punto de vista descriptivo, la depresión es un conjunto de síntomas observables, entre los cuales el más importante es un humor anormalmente triste. La fórmula consagrada que encontramos en la mayoría de los libros sobre el tema es la siguiente: la depresión es un trastorno del humor, es decir, un trastorno del estado emocional. Esta es una definición sumamente restringida, ya que se limita a caracterizar la depresión por lo que vemos en el paciente: un humor triste. En efecto, el punto de vista descriptivo se contenta con constatar la presencia de una tristeza patológica sin tratar de averiguar la causa que la provoca. Aquí, la depresión es simplemente lo que se percibe de ella.