Xavier Güell - Los prisioneros del paraíso
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- Libro:Los prisioneros del paraíso
- Autor:
- Editor:Galaxia Gutenberg
- Genre:
- Año:2017
- Índice:5 / 5
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Los prisioneros del paraíso: resumen, descripción y anotación
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Los prisioneros del paraíso — leer online gratis el libro completo
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A mi padre
Las ruedas del tren chirrían estremecidas hasta detenerse con una violenta sacudida.
–¿Qué pasa? –pregunta un hombre con la cara estriada y una venda que le cubre parte de la cabeza, tras despertarse sobresaltado.
–No sé –contesta otro de ojos azules y aspecto muy tranquilo en voz baja, como si hablara con una persona lejana e invisible.
Suspiran. Cerca de ellos un viejo gime.
–¿Dónde estamos? –vuelve a preguntar el primero.
–Creo que a punto de llegar a la frontera con Polonia, pero no estoy seguro.
–¿Qué hora será?
–No tengo la menor idea. Es aún de noche. Voy a intentar ver qué ocurre.
A empujones, procura abrirse paso hasta la única ventanilla del vagón. Un tipo gordo, encorvado como un pollo picoteando el grano, exclama furibundo:
–¡Tenga cuidado, por Dios!
–Perdón, señor, quiero averiguar qué sucede –le responde el hombre tranquilo, con un aire de exquisita urbanidad.
Alguien grita desde el fondo del vagón. Es un grito de angustia que asusta a los demás. Los gritos de angustia son largos: empiezan débiles, imperceptibles, y poco a poco van creciendo hasta convertirse en aullidos del alma, provocados por el miedo incontrolado ante la sospecha de una muerte próxima. A este primer grito lo siguen otros iguales que se extienden y retumban por todo el recinto.
El hombre tranquilo ha llegado al tragaluz y puede ver un paisaje que le resulta familiar. Están en la estación de Náchod, muy cerca de la frontera con Polonia. Un grupo de militares de las SS conduce a un pelotón de prisioneros. Los alumbran con sus linternas. Nieva. Una luna rojiza, muy hermosa, refleja los copos que caen del cielo como gotas de sangre sobre las cabezas vencidas de los deportados. Los bramidos de los militares se mezclan con los gritos del interior. Es una sinfonía compuesta únicamente por aullidos que refleja el dolor universal. La otra cara de la Novena de Beethoven. Un himno a la destrucción, al horror, a la barbarie que desde tiempo inmemorial baña la tierra afligida y demuestra que el hombre ha sido siempre una bestia para el hombre: «¡Destrozaos, millones de seres! ¡Este beso de muerte es para el mundo entero! Enemigos funestos, sobre la bóveda estrellada habita un padre amante. Aunque lo busquéis por encima de las estrellas, jamás lo encontraréis».
El hombre tranquilo vuelve a su sitio. El tipo gordo que antes le imprecaba ahora lo abraza. Ve cómo su amigo intenta dar ánimos a un chico que se ha abierto paso hasta él. Al llegar le pregunta su nombre.
–Me llamo Merkel. He perdido a mi hermano mayor; debe de estar en otro vagón. ¿Tenéis un poco de agua?
Le dan la última que queda en la cantimplora. Después de beber, el chico, asustado, pregunta por qué se han parado.
–Estamos en la estación de Náchod, justo antes de la frontera –responde el hombre tranquilo con una voz grave de bajo abaritonado–. Hay más presos fuera. Los van a introducir en el tren. Quédate con nosotros. Cuidaremos de ti.
–Me estoy meando; no aguanto más –dice el chico, un poco avergonzado.
–Utiliza la cantimplora –le propone el hombre de la venda–. Está vacía. No podremos beber hasta que lleguemos.
El chico introduce su pequeño miembro en el orificio de la bota y orina. La puerta se acaba de abrir. Espantado por los alaridos, un numeroso grupo de presos intenta subir. Los militares empujan con las culatas de sus fusiles. Desde el vagón, observan cómo disparan sobre uno que se resiste. Cae muerto en el acto. Lo apartan. Un soldado entra y ordena a todos que se aprieten contra la pared del fondo. No es posible, no hay espacio. El soldado saca su pistola y dispara al azar. Un niño se escurre entre los brazos de su padre. El padre se agacha, se tumba en el suelo junto a su hijo muerto y pide que le dispare también a él. El soldado accede. Después, arrastra los dos cuerpos hasta que se desploman inertes sobre la nieve del andén. Con un esfuerzo supremo todos se abrazan fundiéndose contra la parte trasera del furgón. Entran más de treinta nuevos reclusos. Escuchan una voz que dice desde el exterior: «Basta. Veamos si hay más sitio en otro vagón». La puerta se cierra desde fuera. Los dos amigos y el chico están como cosidos entre sí. Permanecen callados, casi sin poder respirar. Su aliento se derrite en uno solo. El tren sigue parado. Será imposible aguantar. Morirán todos abrazados. «Al fin y al cabo –piensa el hombre tranquilo–, morir abrazado a otro ser humano es una hermosa manera de morir.»
–No tenemos aire suficiente –interviene el hombre de la venda–. Hay que romper el vidrio de la ventana.
–No hay manera de llegar hasta ella. Es imposible moverse.
Gritan hacia la izquierda, dirigiéndose a un grupo que se aprieta contra la ventana:
–¡Romped la ventana! ¡Necesitamos aire! ¡Rompedla! ¡Rompedla!…
A pesar del estrépito general, parecen entenderlos. Un tipo de aspecto agitanado se saca la camisa, se la enrolla en la mano y golpea con fuerza. El vidrio cede y una bocanada de aire helado, bendito, riega el vagón. Lo tragan con ansia, como si fuera el último de sus vidas. El llanto general se apaga de golpe. Todos se concentran en respirar. Sólo en respirar. Aspiran llenando de aire los pulmones, lo mantienen dentro saboreándolo, para al fin expulsarlo con breves pausas. De pronto sienten cómo la vida vuelve a entrar en sus cuerpos. Es un soplo de vida nueva que, una vez más, les regala otra oportunidad.
El tren continúa sin moverse. El chico quiere decir algo. El hombre de la venda, con un gesto enérgico, le manda callar.
Otto Zucker, vicedecano del campo de concentración de Theresienstadt, era un hombre de maneras exquisitas y mirada inteligente que daba a todos una impresión de confianza y tranquilidad. Arquitecto, ingeniero y excelente músico, tenía una enorme capacidad de trabajo, sustentada en una voluntad apasionada e inquebrantable. Valeroso en extremo, afrontaba cualquier problema, por difícil que fuera, con absoluta determinación. De él se decía que era el único judío al que Reinhard Heydrich, protector del Reich para Bohemia y Moravia, había querido. Compañeros en el conservatorio de Dresde, los dos llegaron a ser excelentes violinistas y, de no haberse metido la guerra de por medio, habrían seguido manteniendo una relación en la que el fuerte carácter de Zucker predominaba sobre la superficial vanidad de Heydrich. La guerra los separó de forma irreconciliable, pero, aun así, siguió existiendo entre ellos una cierta dependencia que sólo la amistad, labrada en los años de adolescencia y juventud, hace perdurar. Cuando Zucker fue detenido y condenado a muerte como máximo responsable de la Resistencia en Praga, la pronta intervención de Heydrich lo salvó de una ejecución segura. Se le conmutó la pena capital por trabajos forzados en un campo de concentración en Silesia, donde estuvo poco tiempo gracias otra vez a su amigo, que lo sacó de ahí para enviarlo al gueto de Praga. Heydrich permitió, ante la sorpresa de todos sus subalternos, que volviera a desplegar en el gueto su febril actividad y mejorara de forma sustancial las condiciones de vida de todos sus cautivos. Los nazis conocían su relación con «el jefe» y de ninguna manera se atrevieron a tocarle. La muerte de Heydrich significó una merma importante en la influencia de Zucker y a punto estuvo otra vez de ser fusilado, pero Adolf Eichmann, un triste funcionario siempre obediente que debía todo su poder a Heydrich, lo envió a Theresienstadt en homenaje a su llorado superior y lo nombró vicedecano del Consejo.
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