Mary MacLane - Deseo que venga el Diablo
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Deseo que venga el Diablo: resumen, descripción y anotación
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Yo, de condición femenina y veintiocho años de edad, haré ahora un fugaz retrato al magnesio, en reflejos claros y tonos medios, de lo que para mí, a fin de cuentas, es lo más fascinante del mundo: mi personalidad, para la que el mundo, acaso, no tenga parangón.
He de admitir, sin embargo, que no estoy del todo convencida, pues la experiencia me dice que el mundo, en cierto modo, es muy muy vasto. Con todo, si me contemplo desapasionadamente, me sé peculiar: un algo misterioso, sutil y con seso.
Es de esta suerte, por tanto, que soy insólita. No me importan ni el bien ni el mal. Mi consciencia es como una cinta podrida que se ha desprendido del atado de códigos morales.
Estoy cuerda, soy de miras amplias y equilibrada, bien que propensa además a toda burda menudencia y estrechez.
Soy todo lo compleja e incoherente que se puede ser.
En cierto modo, poseo dones notables de análisis e intuición, así como de expresión mediante la palabra escrita.
Tengo un sentido del humor que escasea más que el éter, es más penetrante que la clarividencia e infinitamente más valioso para mí que la confirmación de que, tras la muerte, existe un Paraíso sembrado de rosas.
Soy tremendamente egotista, aunque sostengo que no lo soy más que el resto del mundo: pero eso sí, yo soy más sincera. Sí, soy tremenda pero sinceramente egotista.
Tengo buen corazón por fuera…, y un corazón relleno de la locura más abismal; un corazón que va allá donde sus amores lo llevan, por caminos empedrados, a través de pastos zarzosos y sotobosque enmarañado, pasando de largo de la ventaja Dorada y Mundana, siempre al otro lado.
Me envuelve una especie de vanidad personal de gran alcance que es más resistente, útil y necesaria (me ha ahorrado muchos «del dicho al hecho hay un gran trecho») que cualquier prenda de virtud.
No tengo ambición de tipo alguno. El colmo de mi deseo es cierta paz interior. Pues ninguna poseo… ¡Ninguna!
Para mí una suma de siete dólares es siempre riqueza. Ciento cincuenta dólares es un martirio y una exasperación. Por mil dólares mataría a quien fuera que no fuese amigo, si viera una oportunidad de hacerlo indolora y ordenadamente: aborrezco del dolor físico, para mí y para cualquiera, y no puedo ver cosas tan repulsivas como la carne ensangrentada.
Mi humor cotidiano está hecho de indiferencia, una intensa alegría de vivir, una melancolía de lo más sombría y un desdén atolondrado hacia la fortuna; y todas estas cosas son verdaderamente auténticas.
Mi ocupación diaria siempre incluye un fogonazo de horror, un terror sin nombre, un vislumbre del misterioso delirio de la Vida, breve como el paso de los vientos por una casa esquinera, pero más negro que un pozo sin fondo.
Tengo los grises ojos apasionado-sensuales de una cortesana hastiada del mundo, y los rosados labios virginales de una monja de clausura.
Tengo las manos capaces de una mujer femenina y de corazón fuerte, y los delgados pies descocados de una chiquilla indisciplinada.
Tengo el cerebro de un asaltador de caminos, y el alma de un crío delicado.
La vida nunca me aburre. Siempre hallo una profunda emoción en ella: en las cosas más simples y en todas las demás. Mas un trozo de muerte parece acecharme en todas las cosas. Siento que me desgasto literalmente contra las duras superficies de este gran mundo destellante. Mi vida es una marcha fúnebre consciente, un viaje lento y seductor hacia mi sepultura.
Tras todos estos años, y de vuelta una vez más en Butte (Montana), yo, Mary MacLane, de condición femenina y veintiocho años, en la quietud de una noche de sábado, cojo una vieja pluma morada para añadir este epílogo. Por primera vez en años he hojeado este viejo librito que en otros tiempos me fue tan cercano, vital y real: tan cercano como lo es, en este momento, el corazón palpitante que llevo dentro, tan vital como la sangre roja que éste impulsa por mi esbelto cuerpo joven y tan real como los dedos blancos que escriben esto y los dos ojos grises que ven moverse la pluma por el papel.
Me pregunto si algo de lo que hay en el libro sigue siendo real para mí.
De entrada, me ha parecido sólo real en la medida en que un fantasma, un espectro o un recuerdo lo son, sólo como lo son las preciadas flores muertas —¡pobres, pobrecillos pétalos desmenuzados!—, las cenizas de fuegos otrora encendidos o los surcos de las lágrimas resecas. Pero ¡cómo resucitan esos pequeños fantasmas… en la quietud de una noche de sábado! Cuán reales son el pesar joven y el desdén joven, incluso cuando se contemplan desde la distancia. Cuán más amargas son las lágrimas de los diecinueve cuando vuelven a derramarse con veintiocho, lentamente y con desgana, entremezcladas con un arrepentimiento profundo, exhaustivo, sutil. Me pregunto también qué es la soledad de la desaparecida Mary MacLane de 1902, cuyo camino apenas estaba marcado por una o dos pisadas borrosas, en comparación con la soledad que siento ahora, en 1910, en mi sendero tortuoso, que ha ido de Butte a Nueva York, a Boston y Chicago, transitado y vuelto a transitar, pisoteado, ensuciado por las huellas de mil pares de pies humanos. Por cada pisada que localizo y reconozco en mi camino, siento que se añade una parte de soledad. Por cada ser humano cuya vida ha tocado la mía —cuyos labios y cuyas manos han presionado mis dos labios y mis dos manos—, siento en este momento de clarividencia, en una noche de sábado, una soledad añadida. Y es que acabo de releer por primera vez en años algunas partes de este viejo librito. Mi vida por aquel entonces (lo sé ahora mucho mejor que en esa época) se hallaba totalmente yerma de seres humanos. Estaba dibujada en su totalidad con los blancos y negros de sus propios pensamientos. No poseía los miles de sombreados y brillos, ni azules, carmesíes o rosados, reflejados por las facetas de las innumerables ecuaciones humanas que la rodeaban y la tocaban. Ahora tengo todas estas cosas. No revierten en menos soledad; muy al contrario, acentúan mi distanciamiento. No cabe duda, sin embargo, de que no estoy más distante de todo el mundo que cada uno de sus átomos. Hay simas ocultas que nos dividen a todos. Pero experimento una sensación reveladora sobre mi propio distanciamiento en una noche de sábado como ésta: una sensación que resulta abrumadora. Es algo que temer, que recelar, por lo que contemplar la muerte, que rehuir.
Todo esto que ahora escribo lo escribo con total sinceridad: una sinceridad más plena, a fin de cuentas, que cualquier cosa del viejo librito. Hay en él una o dos mentiras pintorescas. Era muy joven, no podía saber que un único detalle corriente de verdad —eso sí es verdad— contiene más emoción, embrujo y encantamiento de lo que pueda sospecharse en diez mentiras poéticas. Puedo contar cien mentiras al día sin parpadear. Y lo hago muy a menudo. Sin las mentiras que cuento a diario mi propia vida se tambalearía, se desmoronaría y caería como un campanario en ruinas. Una delicada red de una falsedad maravillosa me envuelve como un velo. Pero como mi porción diaria contiene más mentiras de lo normal…, tanto más clara veo la Verdad. Dos cosas tengo que son como ascuas de fuego divino: mi intuición analítica y mi sentido del humor. Si en todo lo demás me poseen los demonios, tan sólo por la verdad de esas dos cosas, soy a menudo compañía de dioses y ángeles. Por esas dos cosas que son reales, a pesar de ser una mentirosa compulsiva, reivindico el derecho a ser, en momentos como éste, en una noche de sábado, totalmente sincera y tratar sólo con verdades.
Lo primero que pienso cuando releo mi libro de los diecinueve años es: «¡Qué cría inteligente, ridícula y maravillosa!».
Miles de cuerdas tirantes se han roto con un chasquido desde que escribí este libro. Mil ideales a medio formar se han marchitado, se han desvanecido y han aplacado los vientos desde el día de la Aurora Gris, el Diablo, la Dama de las Anémonas y la Línea Roja del cielo. A los diecinueve era fuerte, repleta del ardor de la revuelta, repleta de las revueltas de la adolescencia, y me hallaba en ese exquisito momento preñado de despertar físico y mental que solamente sobreviene una vez en la vida. Y estaba poseída por lo que ahora me parece un deseo incomprensible de ser «Feliz».
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