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C. S. Lewis - Cartas del diablo a su sobrino

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C. S. Lewis Cartas del diablo a su sobrino
  • Libro:
    Cartas del diablo a su sobrino
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    1942
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Cartas del diablo a su sobrino: resumen, descripción y anotación

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“Cartas del Diablo a Su Sobrino es la historia más atractiva acerca de la tentación —y el triunfo sobre ella— jamás escrita.”

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Prefacio

Las cartas de Escrutopo aparecieron durante la segunda Guerra Alemana, en el desaparecido Manchester Guardian. Espero que no precipitasen su defunción, pero lo cierto es que le hicieron perder un lector: un clérigo rural escribió al director, dándose de baja como suscriptor, con el pretexto de que «muchos de los consejos que se daban en estas cartas le parecían no sólo erróneos, sino decididamente diabólicos».

Por lo general, sin embargo, tuvieron una acogida como nunca hubiera soñado. Las críticas fueron elogiosas o estaban llenas de esa clase de irritación que le dice al autor que ha dado en el blanco que se proponía; las ventas fueron inicialmente prodigiosas (para lo que acostumbran a venderse mis libros), y se han mantenido estables.

Desde luego, las ventas de un libro no significan lo que los autores esperan. Si se midiese lo que se lee la Biblia en Inglaterra en función del número de Biblias vendidas, se cometería un grave error. Pues bien, en una escala más modesta, las ventas de Las cartas de Escrutopo encierran una ambigüedad semejante: es el tipo de libro que se suele regalar a un ahijado, que se lee en voz alta en las residencias de ancianos. Es, incluso, el género de libro que, como he podido observar con una sonrisa escarmentada, tiende a ser depositado en los cuartos de invitados, para llevar en ellos una vida de ininterrumpida tranquilidad, en compañía de The Road Mender, John Inglesant. A veces se compra por motivos más humillantes todavía. Una señora que yo conocía descubrió que la joven y encantadora enfermera en prácticas que llenaba su bolsa de agua caliente en el hospital había leído Cartas. También averiguó por qué las había leído.

—Verá —le dijo la joven—; se nos advirtió que en las entrevistas de examen, después de las preguntas de verdad, las técnicas, las matronas o los médicos preguntan, a veces, qué tipo de cosas le interesan a una. Lo mejor es decir que se ha leído algo. Así que nos dieron una lista de unos diez libros que suelen hacer bastante buena impresión, y nos dijeron que debíamos leer por lo menos uno de ellos.

—¿Y usted eligió Cartas?

—Bueno, claro: era el más corto.

Con todo, una vez hechas todas las salvedades, el libro ha tenido un número suficiente de lectores de verdad como para que valga la pena dar respuesta a algunos de los interrogantes que ha suscitado entre ellos.

La pregunta más corriente es si realmente «creo en el Diablo».

Ahora bien; si por «el Diablo» se entiende un poder opuesto a Dios, y como Dios, existente por toda la eternidad, la respuesta es, desde luego, no. No hay más ser no creado que Dios. Dios no tiene contrario. Ningún ser podría alcanzar una «perfecta maldad» opuesta a la perfecta bondad de Dios, ya que, una vez descartado todo lo bueno (inteligencia, voluntad, memoria, energía, y la existencia misma), no quedaría nada de él.

La pregunta adecuada sería si creo en los diablos. Sí, creo.

Es decir, creo en los ángeles, y creo que algunos de ellos, abusando de su libre albedrío, se han enemistado con Dios y, en consecuencia, con nosotros. A estos ángeles podemos llamarles «diablos». No son de naturaleza diferente que los ángeles buenos, pero su naturaleza es depravada. Diablo es lo contrario que ángel tan sólo como un Hombre Malo es lo contrario de un Hombre Bueno. Satán, el cabecilla o dictador de los diablos, es lo contrario no de Dios, sino del arcángel Miguel.

Creo esto no porque forme parte de mi credo religioso, sino porque es una de mis opiniones. Mi religión no se desmoronaría si se demostrase que esta opinión es infundada. Hasta que eso ocurra —y es difícil conseguir pruebas negativas—, la mantendré. Me parece que explica muchas cosas. Concuerda con el sentido llano de las Escrituras, con la tradición de la Cristiandad y con las creencias y la mayor parte de los hombres de casi todas las épocas. Y no es incompatible con nada qué las ciencias hayan demostrado.

Debiera ser innecesario (pero no lo es) añadir que creer en los ángeles, buenos o malos, no significa creer en unos ni en otros tal y como se les representa en las artes y en la literatura. Se pinta a los diablos con alas de murciélago y a los ángeles con alas de pájaro, no porque nadie sostenga que la degradación moral tienda a convertir las plumas en membrana, sino porque a la mayoría de los hombres le gustan más los pájaros que los murciélagos. Se les pintan alas, para empezar, con la intención de dar una idea de la celeridad de la energía intelectual libre de todo impedimento. Se les confiere forma humana porque la única criatura racional que conocemos es el hombre. Al ser criaturas superiores a nosotros en el orden natural, incorpóreas o que animan cuerpos de un tipo que ni siquiera podemos imaginar, hay que representarlas simbólicamente, si se quiere representarlas de algún modo.

Además, estas formas no sólo son simbólicas, sino que la gente sensata siempre ha sabido que eran simbólicas. Los griegos no creían que los dioses tuviesen realmente las hermosas formas humanas que les daban sus escultores. En su poesía, un dios que quiere «aparecerse» a un mortal asume temporalmente la apariencia de un hombre. La teología cristiana ha explicado casi siempre la «aparición» de un ángel del mismo modo. «Sólo los ignorantes se imaginan que los espíritus son realmente hombres alados», dijo Dionisio en el siglo V.

En las artes plásticas, estos símbolos han degenerado continuamente. Los ángeles de Fra Angélico llevan en su rostro y en su actitud la paz y la autoridad del Cielo; luego vinieron los regordetes desnudos infantiles de Rafael; por último, los ángeles suaves, esbeltos, aniñados y consoladores del arte decimonónico, de formas tan femeninas que sólo su total insipidez evita que resulten voluptuosas: parecen las frígidas huríes de un paraíso de saloncito. Son un símbolo pernicioso. En las Escrituras, la visitación de un ángel es siempre alarmante; tiene que empezar por decir: «No temas.» El ángel Victoriano, en cambio, parece a punto de susurrar: «Ea, ea, no es nada.»

Los símbolos literarios encierran un mayor peligro, ya que no son tan fácilmente reconocibles como simbólicos. Los mejores son los del Dante: ante sus ángeles nos sumimos en un auténtico temor reverencial, y sus diablos se aproximan mucho más —por su rabia, despecho e indecencia— a lo que debe ser la realidad que cualquier cosa de Milton, como señaló acertadamente Ruskin. Los diablos de Milton, por su grandiosidad y su elevada poesía, han hecho mucho daño, y sus ángeles deben demasiado a Homero y a Rafael. Pero la imagen verdaderamente nociva es el Mefistófeles de Goethe. Es Fausto, y no Mefistófeles, quien de verdad exhibe la implacable, insomne y crispada concentración en sí mismo que es la marca del Infierno. El divertido, civilizado, sensato y flexible Mefistófeles ha contribuido a fortalecer la ilusoria creencia de que el mal es liberador.

Un hombre pequeño puede evitar, en ocasiones, un error cometido por un gran hombre, y yo estaba decidido a conseguir que mi simbolismo no incurriese, al menos, en el mismo error que el de Goethe. Porque el humor implica un cierto sentido de las proporciones, y la capacidad de verse a uno mismo desde fuera, y yo creo que, atribuyamos lo que atribuyamos a los seres que pecaron de orgullo, no debemos atribuirles precisamente eso. «Satán cayó por la fuerza de gravedad», dijo Chesterton. Se debe representar el Infierno como un estado en el que todo el mundo está perpetuamente pendiente de su propia dignidad y de su propio enaltecimiento, en el que todos se sienten agraviados, y en el que todos viven las pasiones mortalmente serias que son la envidia, la presunción y el resentimiento. Eso, para empezar; en" cuanto a lo demás, mi elección de símbolos depende, supongo, de mi temperamento y de la época.

Me gustan mucho más los murciélagos que los burócratas. Vivo en la Era del Dirigismo, en un mundo dominado por la Administración. El mayor mal no se hace ahora en aquellas sórdidas «guaridas de criminales» que a Dickens le gustaba pintar. Ni siquiera se hace, de hecho, en los campos de concentración o de trabajos forzados. En los campos vemos su resultado final, pero es concebido y ordenado (instigado, secundado, ejecutado y controlado) en oficinas limpias, alfombradas, con calefacción y bien iluminadas, por hombres tranquilos de cuello de camisa blanco, con las uñas cortadas y las mejillas bien afeitadas, que ni siquiera necesitan alzar la voz. En consecuencia, y bastante lógicamente, mi símbolo del Infierno es algo así como la burocracia de un estado-policía, o las oficinas de una empresa dedicada a negocios verdaderamente sucios.

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