Maryse Condé - Corazón que ríe, corazón que llora
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- Libro:Corazón que ríe, corazón que llora
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1999
- Índice:4 / 5
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Corazón que ríe, corazón que llora: resumen, descripción y anotación
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Corazón que ríe, corazón que llora — leer online gratis el libro completo
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Cuando cumplí nueve o diez años, mi madre me apuntó a las «exploradoras», la rama femenina de los Boy Scouts. Le parecía, con razón, que necesitaba hacer más ejercicio. Vaga. La última en gimnasia. A decir verdad, el único deporte que practicaba consistía en arrastrarme cuatro veces al día de casa al instituto Michelet y, tras las clases, sentarme en un banco de la Place de la Victoire con Yvelise a atiborrarnos de pistachos garrapiñados. Aparte de eso, me pasaba la mayoría del tiempo en mi habitación, con las persianas bajadas, acurrucada entre las sábanas, leyendo algunas veces, soñando despierta las más. Me imaginaba historietas inverosímiles que le soltaba a todo aquel que tuviera la santa paciencia de escucharme. Me inventaba auténticos culebrones cuyos protagonistas, a menudo los mismos, andaban siempre viviendo aventuras extraordinarias. Aseguraba, por ejemplo, que todos los días me encontraba con un hombre y una mujer, monsieur Guiab y madame Guiablesse. Vestidos de negro de pies a cabeza, llevaban en la mano un «candelabro mágico de dos brazos» y, acercándoselo al rostro, me contaban con detalle sus siete vidas pasadas. Primero bueyes de carga en la sabana, después palomas mensajeras revoloteando por los bosques, después… ¡Ni me acuerdo! Mi mitomanía traía a mi madre de cabeza. Las manos juntas sobre el catecismo, me obligaba a implorar el perdón de mi ángel de la guarda y a jurar con todas mis fuerzas, arrepentida, que no volvería a alejarme del rebaño. Si no cumplía mis promesas, es porque solo era feliz del todo soñando con los ojos abiertos. A pesar de mi juventud, la vida me pesaba. Ordenada en exceso. Sin florituras ni fantasía. Como ya he dicho, no teníamos parientes ni allegados. Nadie venía a casa. Las visitas de las amigas de mi madre no bastaban para romper con la monotonía de mi existencia. Siempre venían las mismas, empolvadas, repeinadas, enjoyadas: madame Boricot, madame Revert, madame Asdrubal. Pocas gozaban de la aprobación de mi madre. Esta se reía por todo. Esa contaba chistes verdes en presencia de los niños. Aquella gustaba demasiado de hacer dudosos juegos de palabras. Ni una sola fiesta familiar, o sobremesa sin prisa, o velada con amigos. Ni una sola recepción, o baile, o un poco de música. Por añadidura, en mi interior comenzaba a brotar este sentimiento de vacío que, desde entonces, apenas me ha abandonado y que trato de disimular bajo el disfraz de la hiperactividad.
Únicamente me sentía bien en mi imaginario universo fantástico.
A mi madre no le salió bien la jugada. Empecé a odiar a las exploradoras. Lo primero, el uniforme: azul oscuro, mal cortado, corbata, boina de paleto. Luego, estaban las salidas semanales. Cada sábado, después de comer, Adélia me preparaba un cestillo con una cantimplora de refresco de anís, un bollo de leche, unas onzas de chocolate y algunos pedazos de bizcocho marmoleado. En compañía de otras veinte niñas, bajo las órdenes de cuatro monitoras, nos dirigíamos a la colina del hospital. Para llegar, teníamos que caminar bajo el sol, sudando, en fila de a dos, durante una media hora larga. Una vez allí, ni siquiera nos dejaban respirar un poco de aire fresco y recostarnos a la sombra de los tamarindos. Enseguida nos ponían a correr, saltar, buscar tesoros, cantar a voz en grito. La antipatía que sentía por el resto de exploradoras era mutua, pero adoraba a las monitoras. A una en especial: Nisida Léro, siempre cariñosa, niña de familia bien, con el corazón aún más generoso que el escote. No sé qué habrá sido de ella, pero ojalá sea inmensamente feliz y haya tenido los tropecientos hijos que deseaba por aquel entonces. Yo era su ojito derecho. Me sentaba en su regazo y me hacía carantoñas. La recuerdo como a una mulata castaña, ligero bigote, nariz aguileña. Me encantaba trenzarle aquella espesa mata de pelo suya, siempre a punto de caerme encima de ella. Sigo convencida de que, al igual que yo, detestaba hacer gimnasia, saltar con pértiga, saltar sin pértiga, todos aquellos ejercicios que nos mandaba hacer con tanto entusiasmo. Sencillamente, mataba el tiempo mientras esperaba encontrar por fin un marido.
A veces, en vacaciones, nos íbamos de acampada. ¡A la vuelta de la esquina! Nunca más allá de Petit-Bourg. A Bergette, Juston, Carrère, Montebello. En el camping no había manera de soñar despierta, una vez levantadas y vestidas, teníamos prohibido entrar en las tiendas de campaña. Todo el día danzando. Currando sin parar. Escoba en mano: a barrer se ha dicho. Pilas de bandejas y cubiertos sucios: a fregar los platos. Las ortigas nos destrozaban las piernas: alguien tiene que limpiar el bosque. Por la noche, nos sentábamos en torno a la hoguera para escuchar cuentos aburridísimos y el humo hacía que nos picaran los ojos y la garganta. Al apagarse el fuego, los mosquitos nos comían vivas. Todas las noches me dormía llorando. En aquella época, en Guadalupe, no había teléfonos. No podía llamar a mi madre para contarle mis penas y suplicarle que viniera a por mí. Cuando aquellas excursiones interminables (¿cuántos años duraban?) tocaban a su fin, volvía a casa más delgada, aturdida y, por un tiempo, no había manera de separarme de mi madre.
—Déjame un ratito en paz, cansina —protestaba, mientras yo me la comía a besos.
Mi peor recuerdo es una excursión a Barbotteau, al nacimiento del río Lézarde. Un cielo oscuro como boca de lobo y el diluvio universal. Como no pudimos plantar las tiendas en aquellos prados convertidos en barrizales, nos metieron en un edificio que daba pena, húmedo, ruinoso. ¿Una antigua escuela? Jugábamos a la rayuela allí encerradas. Bebíamos zumos de caña y cantábamos canciones absurdas:
El gallo ya no canta quiquiriquí quiquiriquí.
Tras aquel infierno, amaneció por fin el día del regreso, cargado de funestos presagios que, completamente ciega, no supe descifrar. El autocar de alquiler nos dejó tiradas nada más montar. Tuvimos que empujarlo Lézarde abajo con aquella lluvia torrencial. A la altura de Arnouville, un gallo cruzó aleteando la carretera resbaladiza y lo hicimos papilla. Más sospechoso aún, el puente móvil de la Gabarre estaba abierto y nos tocó esperar y esperar nuestro turno en el arcén. Resumiendo, cuando llegamos a La Pointe, ya casi se había hecho de noche. El punto de encuentro siempre era el mismo: enfrente de la casa de nuestra monitora Nisida. Vivía en un barrio más residencial que el nuestro, al otro lado de la Place de la Victoire, que nos servía a todas para orientarnos, como la Quinta Avenida. Allí las mamás o las criadas, en función del estatus de cada familia, recuperaban a sus respectivas exploradoras. Las demás niñitas volvían al redil sacando pecho, todo orgullosas, contando mil detalles de la aventura. Yo siempre volvía con la cabeza gacha y, cosa rara en mí, nunca tenía nada que contar.
Aquella noche, estuve esperando más de una hora: nadie vino a buscarme. Así que mademoiselle Nisida me cogió de la mano y, acompañadas por sus hermanos, nos dirigimos a la Rue Alexandre Isaac.
Al pasar frente a la catedral Saint-Pierre-et-Saint-Paul, gigantesca entre las sombras, una bandada de murciélagos, mal augurio, se elevó del campanario y sobrevoló nuestras cabezas. Apenas iluminada por los quinqués de las vendedoras, la Place de la Victoire bullía de nocturnidad y alevosía. Caminaba con el corazón en un puño. Mi intuición me decía que algo terrible estaba a punto de suceder. Llegamos a la esquina de la Rue Condé.
La casa de mis padres estaba sumida en la oscuridad. Puertas y ventanas cerradas a cal y canto. Ni rastro de mi familia. Una vecina, madame Linsseuil, maruja de guardia, nos informó desde el balcón de que mis padres se habían ido a pasar unos días a nuestra segunda residencia en Sarcelles. ¿Cuándo volverían? Ni idea. Al escuchar aquello, empecé a sollozar de tal modo que más vecinos se asomaron, me reconocieron, se pusieron a comentar lo mimada que estaba. ¡Menuda educación me estaban dando! En qué andarían pensando mis padres.
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