Víctor Ronquillo - Ruda de corazón
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- Libro:Ruda de corazón
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2006
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Ruda de corazón: resumen, descripción y anotación
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VÍCTOR RONQUILLO ha elegido como tema constante en su trabajo lo que él llama «violencia social», un ámbito donde la injusticia se expresa de manera cruda. Narrador y cronista, ejerce el periodismo desde hace más de dos décadas en medios escritos, en la radio y la televisión. Resultan claves en sus distintos trabajos en los medios, la profundidad de sus investigaciones y el tratamiento estético del lenguaje. Ronquillo investiga con las herramientas del periodismo y escribe con los recursos de la literatura. En sus textos, lo mismo escritos que televisivos o radiofónicos, crea atmósferas, inventa personajes y cuenta historias.
Es autor de una docena de libros de testimonio y reportaje. El más conocido de ellos es Las Muertas de Juárez (Planeta, 1999), el primer libro que describió el deterioro social que dio lugar a la tragedia y la impunidad de los homicidios de mujeres en Ciudad Juárez.
Víctor Ronquillo ejerce el periodismo con un profundo sentido humanista. Libros como La muerte viste de rosa son considerados por la crítica y la academia como novelas reportaje, un claro ejemplo de que la línea divisoria entre el periodismo y la literatura es cada vez más difusa.
Levantas los brazos en señal de triunfo, miras en el espejo el cuerpo trabajado en horas de gimnasio, los imponentes bíceps, las sólidas piernas y esas poderosas manos. Llevas el atuendo de la gladiadora, esas mallas en rosa mexicano, con rombos blancos; el antifaz plateado, en forma de mariposa, que te cubre buena parte del rostro. Eres la única que puedes ser, la que siempre termina por imponerse sobre los rivales que le depara la vida. Con los brazos levantados das pequeños saltos para celebrar el triunfo. El anhelado triunfo.
Celebras en el pequeño cuarto donde colocaste el espejo de cuerpo entero, una bodega de objetos que no caben en otra parte. Por ahí está el árbol de navidad artificial, que guardaste apenas hace dos semanas con todo y tres cajas de esferas. También montones de ropa vieja que acumulas con el propósito de llegar a vender. Por todas partes los juguetes de los niños, muñecas, patines y la bicicleta que les compraste para Reyes. En un rincón, metidos en una caja atestada están tus recuerdos, algunas fotos del pasado y la vida que desprecias; también los periódicos y las revistas donde hablan de ti, de las oscuras hazañas que te han convertido en una secreta celebridad.
Levantas los brazos en un gesto decidido y enérgico, luego los contraes para que resalten los abultados bíceps. Escuchas al público, los gritos, los chiflidos, el escándalo que celebra la fuerza de tu decisión, el aplomo con el que otra vez actuaste.
Das pequeños saltos por aquí y por allá, jubilosa con tu poder. En el momento justo te colocas en la amenazante posición con la que los grandes de la lucha libre eran retratados en el pasado. Listos para entrar en combate, una foto que los admiradores conservarán cuando aparezca en los diarios. Estás segura de que la Dama del Silencio será célebre.
Orgullosa, escuchas el clamor de los admiradores; tu imagen en el espejo te atrapa, lo lograste una vez más y hay razón para festejar el triunfo lejos de este cuarto de la casa donde vives con tus dos hijos; una modesta casa con una estancia, dos habitaciones, y su patio de arbolitos desecados. Una casa que por dentro se cae a pedazos, donde priva el triste olor del encierro; una casa de ventanas siempre cerradas y mugrosas cortinas de un verde que te molesta; la casa donde nadie imaginaría que esta noche se lleva a cabo la celebración de una mujer que nació para luchar, de una ruda de corazón.
Finges que este cuarto es el cuadrilátero de tu victoria. A quién le importan los muebles baratos de allá fuera, la sala de corriente tela hecha pedazos, el comedor al que le quedan sólo tres sillas útiles, el mueble donde tienes de todo: libros usados por tus hijos en años escolares anteriores, la enciclopedia que les compraste a plazos, el aparato donde escuchas los discos de Lupita D’Alessio y Paquita la del Barrio, las pequeñas figuras del payasito, los dos tigres y tu favorita, que es nada más y nada menos que la colorida máscara del Mil Rutas, con todo su esplendor de colores sobre blanco. Una máscara de tamaño natural, hecha de plástico; una escultura para pobres.
A quién le importa que los niños, Juan y Camila, duerman al otro lado, en las literas, cerca de la cama donde agotada, eres capaz de quedarte días enteros antes de que pase el mal tiempo de los tristes humores que te persiguen y que llegan a ponerte al borde de la muerte.
De esas tristezas has tenido que levantarte muchas veces a hacer por la vida y cumplir con llevar a los hijos a la escuela, darles de comer y hasta sentarlos a hacer las tareas. Después de todo eres madre también, una madre mexicana.
Esta noche, estos minutos te pertenecen del todo, son parte de tu verdadera existencia. Eres otra y lo demuestras frente al espejo del cuarto donde te encierras a celebrar tus triunfos. Los triunfos secretos.
A doña Lore la vieron los vecinos ya tarde en la noche, después de las diez. No iba sola, la acompañaba una mujer a la que no conocían. Era alta, llevaba un suéter rojo y el pelo muy corto, teñido de rubio. Sin atreverse a dar su nombre, por temor a las represalias, otra mujer, de mediana edad, habla conmigo desde el otro lado de la puerta de su departamento en el edificio Coahuila de la Unidad Tlatelolco. La puerta está atrancada por una cadena en la pared, un seguro fácil de llevarse por delante con un empujón.
—Venía de trabajar y había salido tarde. Vi a doña Lore con la mujer que le digo. Las encontré en el pasillo en la entrada del edificio. Dije buenas noches y seguí mi camino.
A doña Lore la conocían todos en el edificio. Vivía sola, con su pelo teñido de rojo, siempre pulcra, convencida de que la apariencia es fundamental. Era una profesora jubilada. Vendía artículos de belleza y joyas de fantasía a plazos. Hay quien dice que también era prestamista, una prestamista de buen corazón, que cobraba un interés muy bajo y estaba dispuesta a ayudar a quien lo necesitara. Doña Lore parecía venir de otro mundo, un mundo distinto al de Tlatelolco. Contaba que había nacido en Chihuahua, que su padre tenía un rancho muy grande. Llegó a México cuando era niña, una ciudad distinta de la que guardaba fotografías y recuerdos. A doña Lore le gustaba tener gente en su casa, era una buena conversadora y siempre fue hospitalaria.
—Las encontré cuando iban a entrar al departamento, doña Lore me saludó y aunque no me lo crea, yo noté algo extraño en esa mujer, que permaneció de espaldas, como queriendo que no la viera. —Me dice otro de los vecinos, quien a pesar de lo ocurrido, del miedo y la paranoia, me invita a entrar en su casa y me ofrece un café, que bebemos en la cocina donde podemos hablar a solas, lejos de donde sus hijos y su esposa ven la televisión.
—A mi esposa le contó Toñita, la muchacha del 13, con la que usted debe hablar, que se encontró a doña Lore esa tarde en el estacionamiento. Le dijo que se sentía mal. Un dolor de espalda.
De fondo se escuchan las voces de la tele, una telenovela de trama de plástico; una previsible historia de final feliz, donde no caben personajes como doña Lore y la mujer con la que la vieron con vida por última vez.
Al salir del departamento donde la tele anima el ambiente, un par de niñas miran con la misma desconfianza que su madre al tipo que se dice periodista y vino a hacer preguntas sobre la muerte de doña Lore. Caminó unos cuantos pasos hasta llegar a la puerta del departamento de la mujer asesinada. La cinta amarilla colocada por la policía permanece ahí desde hace semanas, desde la noche en que el crimen fue descubierto, cuando los vecinos se preguntaron a lo largo de un día entero por qué la puerta del departamento 7 permanecía entreabierta, por qué doña Lore no respondía a las llamadas telefónicas. Los del cinco y la muchacha del 13, la señora del 4 y el portero, todos llegaron al departamento de doña Lore y se atrevieron a empujar la puerta.
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