Colección privada de Svetlana Allilúieva; cortesía de Chrese Evans.
Prefacio
¿Qué significará haber nacido y ser hija de Stalin, cargar con el peso de ese nombre durante toda la vida y nunca liberarse de él? En la URSS, Stalin era mítico. Era el vozhd, el líder supremo que convirtió a la Unión Soviética en una superpotencia y ganó la guerra contra los nazis. Sin embargo, para sus millones de víctimas soviéticas, fue el hombre responsable
En la URSS su vida fue terriblemente dolorosa. Su madre, Nadezhda Allilúieva, se suicidó cuando Svetlana apenas tenía seis años y medio de edad. Durante la Gran Purga, a finales de la década de 1930, Stalin no eximió a su familia. Sus amados tíos María y Alexándr Svanidze, cuñados de Stalin por parte de su primera esposa, fueron arrestados y ejecutados como enemigos del pueblo; el hijo de ambos, Johnik, compañero de juegos de Svetlana, desapareció. Su tío Stanislav Redens, esposo de Anna, hermana de su madre, fue ejecutado. Su tío Pável, hermano de su madre, murió de un ataque al corazón por la impresión. Cuando Svetlana acababa de cumplir 17 años, su padre sentenció a su primer amor, Alexéi Kápler, a 10 años de gulag. En 1943 los nazis mataron a su medio hermano Yákov, en un campo de prisioneros. En 1947 y 1948, durante la ola de represión conocida como la Campaña Anticosmopolita, la hermana de su madre, Anna, y la viuda de Pável, Zhenia, fueron sentenciadas a siete años en confinamiento solitario. La hija de Zhenia, Kyrá, fue encarcelada y después exiliada.
Tras la muerte de su padre, en 1953, las tragedias continuaron. Su hermano mayor, Vasili, fue arrestado y finalmente murió de alcoholismo en 1962. Sus amigos literatos de mediados de los sesenta fueron enviados a campos de trabajo forzado. Cuando por fin encontró la paz en una relación amorosa con un hombre llamado Brajesh Singh, le negaron oficialmente el derecho a casarse con él antes de que muriera, aunque sí le autorizaron llevar sus cenizas de vuelta a la India.
A la mitad de su vida, a los 45 años de edad, Svetlana Allilúieva decidió impulsivamente desertar. La noche del 6 de marzo de 1967 entró en la embajada estadounidense en Nueva Delhi para solicitar asilo. Deseaba huir de su pasado y buscar la libertad que le negaban en la Unión Soviética, donde decía que la trataban como propiedad estatal. Al principio, el Departamento de Estado norteamericano le negó la entrada a EUA, porque su deserción desestabilizaría las relaciones con los soviéticos. Esperó en Suiza mientras los diplomáticos buscaban un país que la acogiera.
Cuando por fin la admitieron con una visa de turista, los estadounidenses la recibieron como la desertora más famosa de los que habían huido de la URSS. Muy pronto se convirtió en la desertora millonaria: le compraron Rusia, mi padre y yo, las memorias que había escrito en 1963 y que extrajo de la Unión Soviética tras su salida, por un adelanto de 1.5 millones de dólares. Pero no entendía el concepto de dinero: regaló una buena parte y muy pronto perdió el resto por las maquinaciones de Olgivanna Wright, la viuda de Frank Lloyd Wright, quien la engañó para que se casara con Wesley Peters, el arquitecto en jefe de la Fundación Taliesin, también de Wright. A los 45 años de edad, Allilúieva dio a luz a Olga Peters. Su hija fue un consuelo. Había abandonado a su hijo de 21, Iósif, y a su hija de 16, Katia, al huir de su país de origen. Las intrigas de la KGB le impidieron contactarlos durante los siguientes 15 años.
Su humor lacónico ayudaba. Decía cosas como: “Ya no tengo la agradable ilusión de poder librarme de la etiqueta de ‘hija de Stalin’… No puedes lamentar tu destino, pero yo sí lamento que mi Pasó la mayor parte de sus 44 años como nómada en Occidente: se mudó más de 30 veces, e incluso desertó de nuevo cuando retornó a la Unión Soviética por un tiempo.
La tacharon de inestable. El historiador Robert Tucker señaló que “a pesar de todo, ella era, en cierto sentido, igual a su padre”. la Guerra Fría, ningún bando la trató bien. Tuvo que aprender lentamente cómo funcionaba Occidente. El proceso de su educación es fascinante y casi siempre triste.
A Allilúieva le costaba trabajo explicar a su padre, tanto como a cualquiera. Su actitud hacia Stalin era paradójica. Rechazaba inequívocamente sus crímenes, pero él era el padre que, en sus recuerdos infantiles, había sido amoroso…
Sin embargo, advertía que describirlo sólo como simplemente monstruoso sería un grave error. La pregunta es qué le ocurrirá a un ser humano en su vida privada y en un sistema político particular que dicte tal historia. Siempre insistió en que su padre nunca actuó solo. Tuvo miles de cómplices.
Svetlana Allilúieva pensó que en Occidente podría construirse una vida privada como escritora y encontrar a alguien con quien compartirla. A pesar de sus esfuerzos heroicos, creyó que había fallado, aunque hay quienes no están tan seguros. Es sorprendente que haya sobrevivido bajo esas circunstancias.
PRÓLOGO
La deserción
A las 7:00 p.m. del 6 de marzo de 1967, un taxi se acercó a las puertas abiertas de la embajada estadounidense en la avenida Shantipath, en Nueva Delhi. Observado de cerca por el guardia de la policía india, avanzó lentamente por la vereda circular. La pasajera en el asiento trasero se asomó para ver el gran espejo de agua, sereno bajo la penumbra. Unos cuantos patos y gansos todavía flotaban entre los chorros que brotaban de su superficie. Las paredes externas de la sede diplomática estaban construidas con bloques perforados de concreto, lo que le daba al edificio una apariencia ligera, etérea. La mujer se dio cuenta de lo diferente que era respecto de la impasible e institucional embajada soviética de la que acababa de salir. De modo que así era Estados Unidos.
Svetlana Allilúieva subió la amplia escalinata y observó el águila estadounidense empotrada en las puertas de cristal. Había tomado de manera precipitada todas las decisiones importantes de su vida. En cuanto cruzara ese umbral, sabía que su antigua vida estaría irrevocablemente perdida. No tenía duda de que la ira del Kremlin caería pronto sobre su cabeza. Se sintió desafiante. Se sintió aterrorizada. Había tomado la decisión más importante de su vida: había escapado; pero no tenía idea a dónde. No dudó. Apretó su pequeño portafolios en una mano y tocó el timbre.