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Svetlana Alexiévich - Los muchachos de zinc

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Svetlana Alexiévich Los muchachos de zinc

Los muchachos de zinc: resumen, descripción y anotación

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Prólogo

«Estoy sola… Me esperan muchos años de soledad…

»Mi hijo… mató a un hombre. Con un cuchillo de cocina, el que usaba yo para cortar la carne. Acababa de volver de la guerra y de repente asesinó a alguien… A la mañana siguiente volvió a casa y dejó el cuchillo en su sitio, en el armario donde guardo los utensilios de cocina. Creo que ese mismo día le preparé una chuleta… Al cabo de un tiempo, en la tele y en el periódico local salió que los pescadores habían encontrado un cadáver en el lago… Todo cortado en pedazos… Me llamó una amiga:

»—¿Lo has leído? Dicen que es un asesinato profesional… Se nota el estilo “afgano”…

»Mi hijo estaba en casa, tirado en el sofá, leyendo un libro. Yo aún no sabía nada, no tenía ni idea, pero por alguna razón, tras aquellas palabras, le miré… El corazón de una madre…

»¿No oye el ladrido de los perros? ¿No? Yo sí, siempre que cuento esto escucho a los perros ladrar. Los oigo correr… Allí, en la cárcel donde él está ahora, hay pastores alemanes, son grandes y negros… Y toda la gente va de negro, siempre de negro… Cuando vuelvo a Minsk, voy por la calle, paso por delante de una panadería, de una guardería, con mi barra de pan y con la leche, y oigo ese ladrido. Es ensordecedor. Me deja ciega… Una vez casi me atropella un coche.

»Estoy preparada para el momento en que tenga que visitar la tumba de mi hijo… Estoy preparada para yacer en la tierra a su lado… Pero no sé… No sé cómo vivir con esto… A veces me da miedo entrar en la cocina, mirar el armario donde estaba guardado el cuchillo… ¿No lo oye? ¿No oye nada?… ¿Seguro? ¿Nada de nada?

»Ya no sé cómo es él, cómo es mi hijo. ¿Quién volverá conmigo dentro de quince años? Le condenaron a quince años en régimen especial… ¿Quiere saber cómo le eduqué? Pues le gustaban mucho los bailes de salón… Fuimos juntos a Leningrado, visitamos el Museo del Hermitage. Leíamos libros juntos… [Llora] Afganistán me quitó a mi hijo…

»Recibimos un telegrama de Taskent: “Llego con el vuelo tal, os veo en el aeropuerto”. Salí corriendo al balcón, quería gritar, que lo supiera el mundo entero: “¡Está vivo! ¡Mi hijo regresa vivo de Afganistán! ¡Para mí esa horrible guerra se ha acabado!” y me desvanecí. Por supuesto, llegamos tarde al aeropuerto, ya hacía un buen rato que el vuelo había aterrizado, mi hijo estaba en un parque. Lo encontramos tirado en el suelo, tocando la hierba, sorprendido de lo verde que era. No podía creer que había vuelto… Pero en su rostro no había alegría…

»Por la tarde vinieron nuestros vecinos, trajeron a su hija pequeña, estaba muy bonita, con un lazo azul de un color muy vivo. Él la sentó sobre sus rodillas, la abrazaba y lloraba, las lágrimas brotaban y brotaban. Porque allí ellos mataban. Y él también… Lo comprendí más tarde.

»Al pasar la frontera los aduaneros le habían quitado los slips. Eran de una marca americana. No estaba permitido… Así que vino sin ropa interior. Me traía un regalo, un albornoz (aquel año yo había cumplido los cuarenta), y se lo habían quitado. Para su abuela había comprado un chal, también se lo quitaron. Lo único que traía eran flores. Eran gladiolos. Pero en su rostro no había alegría.

»Por la mañana al despertarse todavía estaba normal: “¡Mamá! ¡Mamá!”. Por la tarde su rostro se ensombrecía, su mirada se extraviaba… No puedo describirlo… Al principio no bebía, ni un solo trago… Se sentaba: los ojos clavados en la pared. Se levantaba de un brinco, agarraba la chaqueta…

»Yo me ponía en la puerta:

»—¿Adónde vas, Valiusha?

»Miraba a través de mí. Salía.

»Yo salgo tarde del trabajo, la fábrica está lejos. Hacía el turno de noche, llamaba a la puerta y él no me abría. No reconocía mi voz. Era tan raro… Puedo entender que no reconociera las voces de los amigos, pero ¡la mía! Y más aún porque yo era la única que le llamaba Valiusha. Era como si estuviera todo el rato esperando a alguien, como si temiera a alguien. Un día le compré una camisa nueva, se la probamos, y lo vi: tenía las manos completamente cubiertas de cortes.

»—¿Eso qué es?

»—Nada, no es nada, mamá.

»Lo supe después. Ya después del juicio… En el batallón de instrucción se había abierto las venas… Durante los ejercicios militares de exhibición él se encargaba de la estación de radio portátil, una vez no logró instalarla a tiempo en un árbol y el sargento le castigó: le obligó a extraer cincuenta cubos de excrementos del lavabo y pasar con ellos por delante de las filas. Solo pudo llevar unos pocos cubos, perdió el sentido. En el hospital le diagnosticaron una conmoción nerviosa leve. Esa misma noche intentó cortarse las venas. El segundo intento fue en Afganistán… Estaban en vísperas de una incursión, cuando al comprobar la estación de radio portátil vieron que el aparato no funcionaba. Habían desaparecido unas piezas importantes, alguien de la unidad las había robado… A saber quién. El comandante le tachó de cobarde, le acusó de haberlas escondido él mismo para no tener que salir de incursión con los demás. Allí todo el mundo robaba, desmontaban los vehículos y se llevaban las piezas al ducán, para venderlas. Con el dinero compraban drogas… Drogas, tabaco. Comida. Siempre estaban hambrientos.

»En la tele echaban un programa sobre Édith Piaf, lo estábamos viendo juntos.

»—Mamá —me preguntó—, ¿tú sabes lo que son las drogas?

»—No —le mentí. Pero yo le vigilaba, para ver si fumaba porros.

»Nunca encontré ni rastro. Pero allí todos consumían drogas, lo sé.

»—¿Cómo era allí, en Afganistán? —le pregunté una vez.

»—¡Cállate, mamá!

»Cuando él salía de casa, yo releía sus cartas desde Afganistán, quería llegar al fondo del asunto, comprender lo que le pasaba. No encontraba nada especial en ellas, solo escribía que echaba de menos la hierba verde, le pedía a su yaya que se hiciese una foto en la nieve y se la enviara. Pero yo veía, sentía, que algo le estaba ocurriendo. Me habían devuelto a otra persona… Ese no era mi hijo. Yo misma le había enviado a hacer la mili. Él tenía derecho a una prórroga, pero yo quería que aprendiera a ser firme, osado. Nos convencí a ambos de que el servicio militar le iría bien, le haría más fuerte. Le envié a Afganistán con la guitarra bajo el brazo, organicé una despedida con dulces. Él invitó a sus amigos, a unas cuantas chicas… Recuerdo que compré diez tartas.

»Solo una vez habló de Afganistán. Una tarde… Entró en la cocina, yo estaba preparando conejo. Había sangre en el cuenco. Mojó los dedos en esa sangre y se los miró. Los observó detenidamente. Luego habló, como si hablara consigo mismo:

»—Trajeron a mi amigo con la barriga destrozada… Me pidió que le pegase un tiro… Le rematé…

»Tenía los dedos manchados de sangre… De la carne del conejo, era sangre fresca… Con esos dedos agarró un cigarrillo y salió al balcón. Aquella tarde no dijo ni una palabra más.

»Fui a ver a todo tipo de médicos. ¡Devuélvanme a mi hijo! ¡Ayúdenle! Se lo conté todo… Le hicieron un chequeo, una revisión, pero aparte de la ciática no le diagnosticaron nada.

»Un día al volver a casa me encontré con cuatro muchachos desconocidos sentados a la mesa.

»—Mamá, son de Afgán. Me los he encontrado en la estación de tren. No tienen donde pasar la noche.

»—Os prepararé un pastel. Solo tardaré un momento. —No sé por qué, pero me alegré.

»Se quedaron en nuestra casa durante una semana. Creo que vaciaron tres cajas de vodka, no las conté. Cada noche me encontraba en mi casa a cinco hombres desconocidos. El quinto era mi hijo… No quise escuchar sus conversaciones, me asustaban. Pero estábamos en la misma casa… Los oía aunque no quisiera… Decían que cuando pasaban dos semanas de emboscada les daban unos estimulantes para que fueran más valientes. Pero que eso lo tenían que guardar en secreto. Comentaban qué arma era mejor para matar… A qué distancia… De todo esto me acordé después, cuando ocurrió aquello… Entonces empecé a pensar, a recordar febrilmente. Pero antes solo tenía miedo: “Ay —me decía a mí misma—, están todos locos. Son unos chiflados”.

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