Entre 1941 y 1945, durante la Gran Guerra Patria, murieron millones de niños soviéticos: rusos, bielorrusos, ucranianos, judíos, tártaros, letones, gitanos, kazajos, uzbekos, armenios, tayikos...
... y una pregunta de un clásico de las letras rusas:
Mucho tiempo atrás, Dostoievski formuló la siguiente pregunta: «¿Puede haber lugar para la absolución de nuestro mundo, para nuestra felicidad o para la armonía eterna, si para conseguirlo, para consolidar esta base, se derrama una sola lágrima de un niño inocente?». Y él mismo se contestó: «No. Ningún progreso, ninguna revolución justifica esa lágrima. Tampoco una guerra. Siempre pesará más una sola lágrima...».
«L E DABA MIEDO MIRAR ATRÁS... »
Zhenia Bélenkaia, seis años
Actualmente es operaria
Junio de 1941...
Lo recuerdo perfectamente. Yo era muy pequeña pero se me quedó grabado en la cabeza...
Lo último que recuerdo de mi vida antes de la guerra es un cuento. Mamá me lo leía cuando me iba a dormir. Era mi favorito, el del pececillo dorado. Yo siempre le pedía algo al pececillo dorado: «Pececillo dorado... Querido pececillo...». Mi hermana pequeña también le pedía un deseo, pero ella lo hacía de otra forma: «Por arte de magia, por mi voluntad, yo te ordeno...». Nuestro deseo era pasar el verano con la yaya, y que papá viniera con nosotros. ¡Mi padre era tan divertido!
Una mañana me desperté de pronto, asustada. Se oían unos ruidos desconocidos para mí...
Mis padres no se dieron cuenta. Creían que mi hermana y yo dormíamos, pero yo solo lo fingía. Me quedé en la cama junto a mi hermana pequeña, muy quieta. Miraba: papá besaba a mamá sin parar, le besaba la cara, las manos... Me sorprendió: nunca antes la había besado así. Después salieron al patio, cogidos de la mano. Me acerqué hasta la ventana de un brinco: mamá se había colgado de su cuello y no lo dejaba marcharse. Él la apartó y corrió, ella lo alcanzó y volvió a abrazarlo; lo quería detener, le gritaba. Entonces yo también grité: «¡Papá! ¡Papá!».
Mi hermana pequeña se despertó, mi hermanito Vasia también. Ella me vio llorar y gritó: «¡Papá!». Salimos afuera corriendo: «¡Papá!». Nuestro padre, al vernos (lo recuerdo como si fuera ayer), se llevó las manos a la cabeza y empezó a andar, a correr. Le daba miedo mirar atrás.
El sol me daba en la cara. Hacía calor... Ni siquiera ahora me puedo creer que aquella mañana mi padre se fuera a la guerra. Yo era muy pequeña, pero tengo la sensación de que comprendía que aquella era la última vez que lo veía. Nunca nos volveríamos a encontrar. Yo era muy... muy pequeña...
Así es como ha quedado asociado en mi memoria: guerra es cuando papá no está...
También recuerdo, de más adelante: el cielo negro y un avión negro. Al borde de la carretera yace nuestra madre con los brazos abiertos. Le pedimos que se levante, pero ella no responde. No se levanta. Los soldados envolvieron a mamá en una tienda de campaña, la enterraron en la arena, allí mismo. Nosotros gritábamos y suplicábamos: «No metáis a nuestra mamaíta en ese hoyo. Ella se despertará y seguiremos andando». Había unos escarabajos gigantes arrastrándose por la arena... Yo no podía imaginarme cómo iba a vivir mamá debajo de la tierra con esos escarabajos. ¿Cómo íbamos a encontrarnos después, cómo lo haríamos para volver a estar juntos? ¿Quién le escribiría a nuestro papá?
Uno de los soldados me preguntó: «Niña, ¿cómo te llamas?». Pero a mí se me había olvidado. «¿Cuál es tu apellido, niña? ¿Cómo se llamaba tu madre?» No me acordaba de nada... Nos quedamos sentados junto a la montañita de mamá hasta que se hizo de noche, hasta que nos recogieron y nos subieron a un carro. Era un carro lleno de niños. Nos llevaba un señor muy mayor, nos iba recogiendo a todos por la carretera. Llegamos a una aldea, allí gente desconocida nos cobijó en sus casas.
Pasé mucho tiempo sin hablar. Tan solo miraba.
Después recuerdo un día de verano. Un día espléndido de verano. Una mujer extraña me acaricia el pelo. Y yo rompo a llorar. Y empiezo a hablar... A contar cosas sobre mi mamá y mi papá. Cómo papá se había ido corriendo sin ni siquiera mirar atrás... Cómo mamá yacía en el suelo... Cómo los escarabajos se arrastraban por la arena...
La mujer me acariciaba el pelo. En aquel momento lo comprendí: aquella mujer se parecía a mi madre...
«M I PRIMER Y ÚLTIMO CIGARRILLO... »
Guena Iushkévich, doce años
Actualmente es periodista
La mañana del primer día de guerra...
El sol... Y un silencio insólito. Un silencio incomprensible.
Nuestra vecina estaba casada con un militar. Salió al patio con la cara bañada en lágrimas. Le susurró algo a mi madre y le hizo señas para que lo mantuviera en secreto. A todo el mundo le daba miedo pronunciar en voz alta lo ocurrido, aunque todos estuvieran ya informados. Les daba miedo que los acusaran de agitadores. De alborotadores. Eso podía ser peor que una guerra. Tenían tanto miedo a una denuncia... Ahora lo veo. Así que, claro, nadie acababa de creer en la posibilidad de una guerra. ¡Qué va! ¡Nuestro ejército protege las fronteras, nuestros jefes están en el Kremlin! ¡El país está protegido, es impenetrable para los enemigos! Eso es lo que yo pensaba entonces... Era un joven pionero.
Pusimos la radio a todo volumen. Todos estábamos esperando que Stalin diera un discurso. Necesitábamos su voz. Pero Stalin no dijo nada. Habló Mólotov. Todos escuchábamos. Mólotov dijo: «La guerra». Pero nadie se lo creyó. ¿Dónde estaba Stalin?
De pronto aparecieron unos aviones... Decenas de aviones desconocidos. Con unas cruces dibujadas. Taparon el cielo, taparon el sol. ¡Terrorífico! Las bombas empezaron a caer por todas partes... Se oían explosiones sin parar. El estruendo. Todo ocurría como en un sueño. Como si no fuese real. Yo ya no era pequeño, recuerdo bien lo que sentía. El miedo que se extendía por todo mi cuerpo. Por las palabras. Por los pensamientos. Salimos corriendo de casa, corríamos por las calles... Me parecía que ya no existía la ciudad, solo había ruinas. Y humo. Fuego. Alguien dijo: «Hay que ir al cementerio, ahí nunca bombardearían». ¿Para qué iban a bombardear a los muertos? En nuestro barrio había un gran cementerio judío cubierto de árboles frondosos. Todo el mundo se precipitó hacia allí, miles de personas se amontonaron allí. La gente abrazaba las lápidas, se escondía detrás...
Mi madre y yo nos quedamos allí hasta la noche. Nadie a nuestro alrededor pronunciaba la palabra «guerra», se oía otra palabra: «provocación». Todos la repetían. Se hablaba de que nuestras tropas pasarían al ataque de un momento a otro. Stalin ya había dado la orden. Eso creían todos.