Publicado por primera vez en Bruselas de forma anónima, el Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu está elaborado mediante el recurso literario del diálogo entre dos muertos ilustres. Maquiavelo y Montesquieu se encuentran en el infierno en el año 1864 para discutir sobre política. De esta manera, Joly ideó una crítica directa disimulada y, por entonces, ilegal, al gobierno de Napoleón III.
El libelo fue introducido en Francia de contrabando, pero toda la edición fue incautada por la policía y el autor logró ser desenmascarado. Maurice Joly fue arrestado y condenado a prisión durante año y medio. Una segunda edición del Diálogo, aparecida en 1868, y ya bajo autoría de Joly, lograría esta vez ser publicada y leída ampliamente. Mientras tanto, su autor permanecería olvidado durante largo tiempo.
Maurice Joly
Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu
ePub r1.0
Titivillus 31.10.16
Título original: Dialogue aux enfers entre Machiavel et Montesquieu ou La politique au XIXe siècle
Maurice Joly, 1864
Traductora: Matilde Horne
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Notas
[1] Los elementos de este prefacio fueron tomados del extraordinario libro de Henri Rollin, El Apocalipsis de nuestro Tiempo. Valdría la pena reeditar esta obra, destruida por los alemanes en 1940.
[2] No vemos que exista sustancial diferencia entre el comportamiento exigido a los candidatos gaullistas de aprobar por anticipado la política del jefe de Estado sin conocerla y el “juramento previo” exigido por Napoleón III a sus futuros diputados.
[3] Jean-François Revel, Las ideas de nuestro tiempo, Organización Editorial, Madrid, 1972; pp. 208-210.
[4]Ibíd., pp. 47-54 «La cultura totalitaria».
[5]El Espíritu de las Leyes, libro III, cap. IX.
[6]El Espíritu de las Leyes, libro XI, cap. VI.
[7] Montesquieu alude aquí sin duda a Joseph de Maistre, cuyo nombre vuelve a aparecer más adelante. (Nota del editor).
[8]El espíritu de las leyes, libro XXXI, capítulo IV.
[9]Tratado del Príncipe, capítulo XII.
[10]El Espíritu de las Leyes, libro XIX, cap. V.
[11]Tratado del Príncipe, cap. VII.
[12]El Espíritu de las Leyes, libro XI, capítulo III.
[13]El Espíritu de las Leyes, libro II y sig., cap. II y sig.
[14]El Espíritu de las Leyes, capítulo I y sig.
[15]El Espíritu de las Leyes, capítulo XII.
[16]El Espíritu de las Leyes, libro VI, cap. V.
[17]El Espíritu de las Leyes, libro XIII, cap. X.
[18]Tratado del Príncipe, capítulo XVI.
[19]El Espíritu de las Leyes, libro X, cap. XV.
[20] Esta frase se encuentra en el prefacio de El espíritu de las Leyes. (Nota del Editor).
[21]El espíritu de las Leyes, libro XXV, cap. II.
[22]El Tratado del Príncipe, capítulo IX.
[23] Es evidente que aquí Maquiavelo incurre en una contradicción, pues en el capítulo IV dice formalmente que “el Príncipe que hace poderoso a otro príncipe se labra su propia ruina”. (Nota del Editor).
[24]Tratado del Príncipe, capítulo XIV.
[25]Tratado del Príncipe, capítulo III.
[26] Benjamin Constant. (Nota del Editor).
[27]El Espíritu de las Leyes, libro XIX, cap. II.
[28]El Espíritu de las Leyes, libro XII, cap. XXVII.
DIALOGO PRIMERO
Maquiavelo— Me han dicho que en las orilla de esta desierta playa tropezaría con la sombra del gran Montesquieu. ¿Es acaso la que tengo ante mis ojos?
Montesquieu— ¡No Maquiavelo! A nadie cabe aquí el nombre de Grande. Mas si, soy el que buscáis.
Maquiavelo— De los personajes ilustres cuyas sombras pueblan esta lóbrega morada, a nadie tanto anhelaba encontrar como a Montesquieu. Relegado a esta región desconocida por la migración de las almas, doy gracias al azar por haberme puesto por fin en presencia del autor de El Espíritu de las Leyes.
Montesquieu— El antiguo secretario de Estado de la república florentina no ha olvidado aún su lenguaje cortesano. ¿Pero qué, de no ser angustias y pesares, podríamos compartir quienes hemos llegado a estas sombrías riberas?
Maquiavelo— ¿Cómo puede un filósofo, un estadista, hablar así? ¿Qué importancia tiene la muerte para quienes vivieron del pensamiento, puesto que el pensamiento nunca muere? Por mi parte, no he conocido condición más tolerable que la proporcionada aquí hasta el día del juicio final. Exentos de las preocupaciones y cuidados de la vida material, vivir en los dominios de la razón pura, poder departir con los grandes hombres, de cuya fama ha hecho eco el universo todo; seguir desde lejos el curso de las revoluciones en los Estados, la caída y transformación de los imperios; meditar acerca de sus nuevas constituciones, sobre las modificaciones sobrevenidas en las costumbres de los pueblos europeos, los progresos de su civilización en la política, las artes y la industria, como también en la esfera de las concepciones filosóficas. ¡Qué espectáculo para el pensamiento! ¡Cuántos puntos de vista nuevos! ¡Qué insospechados descubrimientos! ¡Cuántas maravillas, si hemos hecho de dar crédito a las sombras que aquí descienden! La muerte es para nosotros algo así como un profundo retiro donde terminamos de recoger las enseñanzas de la historia y los títulos de la humanidad. Ni siquiera la nada logra romper los lazos que nos unen a la tierra, pues la posteridad se cuida de aquellos que, como vos, han impulsado grandes movimientos del espíritu humano. En este momento, casi la mitad de Europa se rige por vuestros principios; y ¿quién podría atravesar mejor, libre de miedos, el sombrío pasaje que conduce al infierno o al cielo, que aquel que se presenta con tales y tan puros títulos de gloria ante la justicia entera?
Montesquieu— ¿Por qué no habláis de vos, Maquiavelo? Excesiva modestia, cuando se ha dejado tras de sí la inmensa fama de ser el autor del Tratado del Príncipe.
Maquiavelo— Creo comprender la ironía que vuestras palabras ocultan. ¿Me juzgará acaso el gran publicista francés como lo hace el vulgo, que de mí solo conoce el nombre y un prejuicio ciego? Lo sé; ese libro me ha proporcionado una reputación fatal; me ha hecho responsable de todas las tiranías; ha traído sobra mí la maldición de los pueblos, encarno para ellos el despotismo que aborrecen; ha emponzoñado mis últimos días y, al parecer, la reprobación de la posteridad me ha seguido hasta aquí. Sin embargo, ¿qué hice? Durante quince años serví a mi patria, que era una república; conspiré para mantenerla independiente y la defendí sin tregua contra Luis XII, los españoles, Julio II y contra el mismo Borgia, quien sin ti la hubiese sofocado. La protegí de las sangrientas intrigas que, en todos los sentidos, se entretejían a su alrededor, combatiendo como diplomático como otro lo habría hecho con la espada. Trataba, negociaba, anudaba y rompía los hilos de acuerdo con los intereses de la República, aplastada entonces entre las grandes potencias y que la guerra hacía bambolear como un esquife. Y no era un gobierno opresor ni aristocrático el que manteníamos en Florencia; eran instituciones populares. ¿Fui acaso de aquellos que van cambiando al vaivén de la fortuna? Luego de la caída de Soderini, los Verdugos de los Médicis supieron hallarme. Educado en la libertad, sucumbí con él; viví proscripto, sin que la mirada de príncipe alguno dignara fijarse en mí. He muerto pobre y olvidado. He aquí mi vida y he aquí los crímenes que me han valido la ingratitud de mi patria y el odio de la posteridad. Quizá sea el cielo más justo conmigo.