EL ARTE DE LA GUERRA
Traducción de
LUIS NAVARRO
Notas de
MIGUEL SARALEGUI
LIBRO PRIMERO
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Elogio de Cosme Rucellai. — Sus célebres jardines. — Los antiguos, y especialmente los romanos, son dignos de imitación más en las cosas rudas que en las delicadas. — Los soldados de oficio y las compañías de aventureros son indignos y peligrosos para la libertad de los Estados. — Ejemplo de Francisco Sforza y de su padre. — En las repúblicas y en los reinos bien organizados, no se permite el ejercicio de las armas como única profesión. — Así sucedió en Roma antes de los Gracos; después, la milicia se convirtió en oficio e instrumento de tiranía. — Los ejércitos permanentes, no sólo son perjudiciales a las repúblicas, sino también a los reinos. — Los ejércitos pretorianos fueron la ruina del Imperio romano. — Inconvenientes de tener hombres de armas en tiempo de paz. — Desaprobación de tomar a sueldo capitanes extranjeros. — Elección de los soldados: deben ser hombres de la propia nacionalidad. — Defectos de los voluntarios extranjeros. — Los soldados de infantería deben elegirse entre los campesinos y los de caballería, entre los habitantes de las ciudades. — A qué edad deben entrar al servicio. — Defensa de las milicias nacionales. — Los venecianos y el rey de Francia toman a sueldo tropas extranjeras, y de aquí su debilidad. — Pueden ser buenos soldados hombres de todos los oficios y condiciones. — Deben ser ágiles, fuertes y acostumbrados a las fatigas. — Procedimiento de los cónsules romanos para elegir las tropas que formaban las legiones. — Es preferible la milicia numerosa a la escasa. — Qué debe hacerse para que no ocasione confusión y desorden en el país. — Elección de hombres para la caballería.
Creo permitido alabar a un hombre después de muerto sin que en la alabanza haya motivo ni sospecha de adulación, y por ello no titubeo en elogiar a nuestro Cosme Rucellai, cuyo recuerdo me hace siempre verter lágrimas. Poseía cuantas dotes puede desear un buen amigo de [98] sus amigos y la patria de sus hijos, porque no tuvo cosa suya, incluso la vida, que no pusiera voluntariamente a disposición de sus amigos, ni creo temiera acometer empresa alguna, por atrevida que fuese, si comprendía que era útil a su patria.
Confieso ingenuamente no haber encontrado entre tantos hombres como he conocido y tratado ninguno tan entusiasta por los grandes hechos y los actos magníficos. El único pesar que, al morir, expresaba a sus amigos, era el de haber nacido para perder la vida joven aún, dentro de su casa, sin gloria, sin haber podido, como deseaba, prestar algún notable servicio y sabiendo que sólo podría decirse de él: «Ha muerto un buen amigo». Esto no quita para que yo y algunos que como yo lo conocían, podamos dar fe, si no de obras que no pudo ejecutar, de sus brillantes cualidades.
No le fue ciertamente la fortuna tan enemiga que le impidiera dejar algún pequeño recuerdo de la agudeza de su ingenio, bien demostrada en algunos escritos suyos, entre ellos varias poesías eróticas, composiciones que entretuvieron su juventud, no por estar enamorado, sino por ocupar el tiempo, hasta que la fortuna alentara su espíritu a más elevados pensamientos. Nótanse en estos escritos la feliz expresión de las ideas y la fama que hubiese adquirido como poeta, si la poesía fuera el definitivo objeto de sus estudios.
Privado por la muerte de tan querido amigo, el único consuelo que para mí tiene esta desgracia es conservar su memoria recordando sus actos, la agudeza de sus dichos o la solidez de sus razonamientos. Lo más reciente que puedo citar de él es la discusión que mantuvo con el señor Fabrizio Colonna no ha mucho tiempo, dentro de sus jardines, en la cual, Colonna trató ampliamente de cosas de guerra, preguntándole de ellas Cosme con gran tino y prudencia. Yo y otros amigos presenciamos la conversación, y voy a narrarla para que éstos recuerden nuevamente el talento y las virtudes de Cosme, y los que no asistieron a ella lo lamenten y aprovechen los útiles consejos que, no sólo relativos al arte militar, sino también a la vida civil, dio uno de los hombres más sabios de esta época. [99]
Al volver Fabrizio Colonna de Lombardía, donde había estado militando con mucha gloria suya al servicio del rey católico, determinó, al llegar a Florencia, descansar algunos días en esta ciudad, para visitar a su excelencia el duque y ver a algunos caballeros con quienes tenía antigua amistad.
Ocurrió entonces a Cosme convidarlo a su casa, no tanto para mostrarse galante como para hablar con él largamente y oír y aprender las opiniones sobre varios asuntos de un hombre tan autorizado, dedicando un día a razonar sobre las materias que más preocupaban su ánimo.
Aceptada la invitación, acudió Fabrizio y lo recibió Cosme acompañado de algunos de sus más fieles amigos, entre los cuales estaban Zanobi Buondelmonti, Bautista de la Palla y Luis Alamanni, jóvenes todos y aficionados a los mismos estudios que Rucellai. Sus excelentes dotes no necesitan elogio, porque todos los días y a todas horas las ponen de manifiesto. Fabrizio fue honrado con las mayores distinciones que, dada la época y el sitio, se le podían conceder.
Terminada la comida, levantada la mesa, gozados los placeres del festín, que entre hombres grandes y de elevados pensamientos duran poco, siendo el día largo y grande el calor, creyó Cosme a propósito para satisfacer mejor su deseo conducir a los invitados, con excusa de librarse del calor, a la parte más retirada y umbrosa de su jardín. Llegados al sitio y sentados unos sobre la hierba, que en aquel lugar es fresquísima, otros en sillas puestas a la sombra de corpulentos árboles, elogió Fabrizio tan delicioso lugar, mirando a los árboles con suma atención, porque no reconocía algunos de ellos. Comprendiolo Cosme y le dijo: «Os llama la atención no conocer algunos de estos árboles; no os admire, porque son de los que eran más apreciados en la Antigüedad que buscados hoy día». Díjoles su nombre, y que su abuelo Bernardo se había dedicado especialmente a cultivarlos.
«Imaginando estaba lo que me decís —respondió Fabrizio—, y el sitio y la afición de vuestro abuelo me recuerdan que algunos príncipes del reino de Nápoles la tuvieron también de cultivar estos árboles.» Calló después un momento, como titubeando de si debía proseguir, y añadió después: «Si no temiera ofender, diría mi opinión; y en verdad no lo temo, hablando con amigos, y no para calumniar, sino para discutir las cosas. ¡Cuánto mejor hubieran hecho nuestros [100] antepasados, que en paz estén, procurando la imitación de los antiguos en las cosas rudas y fuertes, y no en el lujo y la molicie; en lo que hacían a la luz del sol, y no en lo realizado a la sombra, tomando lecciones de la Antigüedad verdadera y perfecta, no de la falsa y corrompida! Porque desde que los romanos se aficionaron a los placeres, empezó la ruina de mi patria».
A lo cual respondió Cosme… Mas para evitar el fastidio de repetir tantas veces éste dijo, aquél replicó, pondré solamente los nombres de los interlocutores.
COSME —Precisamente os referís al asunto en que yo deseaba oíros, y os ruego que habléis con entera libertad, porque de igual modo os preguntaré, y si en mis preguntas o respuestas excuso o acuso a alguno, no será con el propósito de excusar o acusar, sino para saber de vos la verdad.
FABRIZIO —Y yo os diré de muy buen grado cuanto sepa respecto a vuestras preguntas, dejando a vuestro juicio el apreciar si es o no es cierto. Las escucharé con gusto, porque me serán tan útiles como a vos puedan serlo mis respuestas, pues muchas veces quien sabe interrogar le hace a uno descubrir muchas cosas y recordar muchas otras que, sin las preguntas, no acudirían a la imaginación.
COSME —Refiriéndome a lo que antes habéis dicho de que mi abuelo y los vuestros hubieran hecho mejor cuidándose de imitar a los antiguos más en las cosas rudas que en las delicadas, excusaré al mío, y vos cuidaréis de excusar a los vuestros. No creo que hubiera en su tiempo quien detestara más que él la molicie ni amara más la vida austera que alabáis; pero comprendió la imposiblidad para él y sus hijos de practicarla por haber nacido en siglo tan corrompido que, a quien quisiera apartarse de sus costumbres, todos lo hubieran infamado y vilipendiado; de igual suerte que se tendría por loco al que, desnudo y al sol en el rigor del verano, se revolcase sobre la arena o en los meses más fríos del invierno sobre la nieve, como lo hacía Diógenes; o por ridículo y hasta por fiera a quien, como los espartanos, [101] criase a sus hijos en el campo, haciéndoles dormir al sereno, estar con la cabeza desnuda y los pies descalzos y bañarse en agua fría para fortalecerlos contra las inclemencias, y para que amaran menos la vida y temieran menos la muerte. Si ahora se viese a alguno alimentarse de legumbres y despreciar el oro, como lo hacía Fabrizio,