Marguerite Yourcenar - El laberinto del mundo
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- Libro:El laberinto del mundo
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1988
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El laberinto del mundo: resumen, descripción y anotación
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En este ambicioso proyecto, escrito desde 1972 hasta su muerte en 1987, Yourcenar evoca a sus abuelos, a su padre, y también su propia infancia y juventud. «Los retazos de una vida son tan complejos como la imagen de la galaxia», escribe la autora de Memorias de Adriano. «¿Cómo sería tu rostro antes de que tu padre y tu madre se encontraran?». A la manera renacentista, Yourcenar se sirve del pasado para hablar del presente. La obsesión por explicarse a sí misma y explicar nuestra época ilumina las páginas de esta obra monumental que la autora dejó inconclusa, como si de su vida misma se tratara.
Marguerite Yourcenar
ePub r1.0
Titivillus 14.08.16
Título original: Le labyrinthe du monde: Souvenirs Pieux, Archives du Nord y Quoi? L’Éternité
Marguerite Yourcenar, 1988
Traducción: Emma Calatayud Herrero
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
¿Cuál
era
vuestro
rostro
antes
de que
vuestro
padre
y
vuestra
madre
se
hubieran
encontrado?
KOAN ZEN
El ser a quien llamo yo llegó al mundo un lunes 8 de junio de 1903, hacia las 8 de la mañana, en Bruselas, y nacía de un francés perteneciente a una antigua familia del Norte y de una belga, cuyos ascendientes se habían establecido en Lieja durante unos cuantos siglos, para luego instalarse en el Hainaut. La casa donde ocurría este acontecimiento —ya que todo nacimiento lo es para el padre y la madre, así como para algunas personas que les son cercanas— se hallaba situada en el número 193 de la Avenue Louise, y ha desaparecido hará unos quince años, devorada por un edificio alto.
Tras haber consignado estos hechos que no significan nada por sí mismos y que, sin embargo, y para cada uno de nosotros, llevan más lejos que nuestra propia historia e incluso que la historia a secas, me detengo, presa de vértigo ante el inextricable enmarañamiento de incidentes y circunstancias que, más o menos, nos determinan a todos. Aquella criatura del sexo femenino, ya apresada entre las coordenadas de la era cristiana y de la Europa del siglo XX, aquel pedacito de carne color de rosa que lloraba dentro de una cuna azul, me obliga a plantearme una serie de preguntas tanto más temibles cuanto que parecen banales y que un literato que conoce su oficio se guarda muy bien de formularlas. Que esa niña sea yo, no puedo dudarlo sin dudar de todo. No obstante, para vencer en parte el sentimiento de irrealidad que me produce esta identificación, me veo obligada, como lo estaría con un personaje histórico que hubiera intentado recrear, a aterrarme a unos retazos de recuerdos obtenidos de segunda o décima mano, a informaciones extraídas de fragmentos de cartas o de las hojas de algún cuadernillo que olvidaron tirar a la papelera y que nuestra avidez por saber exprime más allá de lo que pueden dar; o acudir a las alcaldías y notarías para compulsar unas piezas auténticas, cuya jerga administrativa y legal elimina todo contenido humano. No ignoro que todo esto es falso o vago, como todo lo que ha sido reinterpretado por la memoria de muchos individuos diferentes, anodino como lo que se escribe en la línea de puntos al rellenar la solicitud de un pasaporte, bobo como las anécdotas que se transmiten en familia, corroído por lo que, entretanto, se ha ido acumulando dentro de nosotros, como una piedra por el líquen o el metal por el orín. Estos fragmentos de hechos que creo conocer son, sin embargo, entre aquella niña y yo, la única pasarela transitable; son asimismo el único salvavidas que nos sostiene a ambas sobre el mar del tiempo. Y ahora que me pongo aquí a rellenar las juntas que las separan, lo hago con curiosidad, para ver lo que dará su ensambladura: la imagen de una persona y de algunas otras, de un medio, de un paraje o bien, aquí y allá, una momentánea escapada sobre lo que no tiene nombre, ni forma.
El paraje mismo era más o menos fortuito, como iban a serlo muchas otras cosas en el transcurso de mi existencia, y probablemente de cualquier existencia vista desde cerca. Monsieur y Madame de C. acababan de pasar un verano bastante gris en la propiedad familiar del Mont-Noir, en una de las colinas del Flandes francés, y este lugar —que posee su belleza peculiar y que, sobre todo, la poseía por aquel entonces, antes de las devastaciones de la guerra— les había parecido destilar aburrimiento una vez más. La presencia del hijo de un primer matrimonio de Monsieur de C. no había mejorado las vacaciones: aquel huraño muchacho de dieciocho años era insolente con su madrastra quien, sin embargo, trataba tímidamente de hacerse amar por él. La única excursión que habían hecho había sido, a finales de septiembre, una corta estancia en Spa, el lugar más cercano donde Monsieur de C., a quien gustaba el juego, pudiera encontrar un casino y ensayar lindas martingalas sin que Fernande tuviese que afrontar las tormentas del equinoccio en el Belle de Ostende. Al acercarse el invierno, la perspectiva de instalarse durante la estación fría en la vieja casa de la Rue Marais, en Lille, les pareció aún más desprovista de encantos que los días de verano en el Mont-Noir.
La insoportable Noémi, madre de Monsieur de C. y aborrecida por él entre todas las mujeres, reinaba sobre aquellas dos moradas hacía cincuenta y un años. Era hija de un presidente del tribunal de Lille, había nacido siendo ya rica y se había casado únicamente por el prestigio que da el dinero, entrando a formar parte de una familia en la que aún se quejaban de las grandes pérdidas sufridas durante la Revolución; no permitía ni un solo instante que nadie se olvidara de que la presente opulencia provenía sobre todo de ella. Como era viuda y madre, sujetaba los cordones de la bolsa y subvenía con comparativa parsimonia a las necesidades de su hijo cuadragenario, quien se arruinaba alegremente pidiendo prestado en espera de su fallecimiento. Sentía gran pasión por el pronombre posesivo; uno se cansaba de oírle decir: «Cierra la puerta de mi salón; mira a ver si mi jardinero ha rastrillado los senderos de mi parque; a ver qué hora es en mi reloj». El embarazo de Madame de C. les prohibía viajar, lo que hasta entonces había sido para la pareja, aficionada a los bellos parajes y a las regiones soleadas, la respuesta a todas sus apetencias. Puesto que Alemania, Suiza, Italia y el Mediodía de Francia se hallaban momentáneamente excluidas, Monsieur y Madame de C. buscaban una vivienda que fuera sólo suya y a la que escasas veces invitarían a la temible Noémi.
Además, Fernande echaba de menos a sus hermanas, especialmente a su hermana mayor, Mademoiselle Jeanne de C. de M., inválida de nacimiento y que, como ni el matrimonio ni el convento eran para ella, se había instalado en Bruselas, en una modesta residencia que había elegido. Casi tanto como a ella o quizá más aún añoraba a su antigua institutriz alemana, ahora instalada al lado de Mademoiselle Jeanne como dama de compañía y haciéndole de factótum. Esta mujer austera, que llevaba un corpiño bordado en azabache y estaba dotada de una especie de inocencia y de jovialidad muy germánicas le había servido de madre a Fernande, que había perdido a la suya siendo muy pequeña. A decir verdad, la joven se había rebelado después contra aquellas dos influencias; fue en parte para escapar de aquel ambiente femenino, piadoso y un tanto apagado, por lo que se había casado con
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