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Marguerite Duras - Escribir

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Marguerite Duras Escribir

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Nadie permanece indiferente ante un texto de Marguerite Duras. Su escritura, como expone e incluso exhibe aquí, es ella misma, en su casa, en el silencio y la soledad que le es indispensable. Sólo así puede oír la voz interior que recuerda y cuenta, que vacila y se contradice, que teme nombrar los hechos, las cosas y las personas que van poblando poco a poco su entorno hasta que «la escritura» se instala «en todas partes». A partir de los textos de tres cortos filmados sobre o por Marguerite Duras, este libro ofrece sus reflexiones sobre el hecho de escribir, reflexiones continuamente engarzadas con los acontecimientos de su vida que han ido estigmatizando su escritura: el alcohol, el dolor, el marido, los amantes, el hijo, las amistades, la pintura, el cine, la política, esa «vulgaridad masiva, desesperante, de la sociedad» y también ese piloto británico de veinte años, abatido en los últimos días de la segunda guerra mundial, a quien ella dedica el libro.

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MARGUERITE DURAS Gia nh cerca de Saigón Vietnam 4 de abril de 1914-París - photo 1

MARGUERITE DURAS (Gia Định, cerca de Saigón, Vietnam, 4 de abril de 1914-París, 3 de marzo de 1996). Seudónimo de Marguerite Germaine Marie Donnadieu novelista, guionista y directora de cine francesa. Vivió, en su juventud, numerosas experiencias en Indochina junto a su madre, lo que inspiró las primeras obras de su producción literaria. Su participación en la Resistencia durante su estancia en París provocó su deportación temporal, tras la cual inició su intensa actividad en los campos del periodismo, la novela, el teatro y el cine, y escribió y dirigió varias películas y obras teatrales. Encuadrada inicialmente en la corriente neorrealista de posguerra, Marguerite Duras se acercó después a los postulados del nouveau roman, aunque sus novelas no se limitaron nunca al mero experimentalismo, sino que dejaron traslucir un aliento intensamente personal.

Obras: Les impudents, 1943; La vie tranquille, 1944; Un barrage contre le Pacifique, 1950; Le marin de Gibraltar, 1950; Les petits chevaux de Tarquinia, 1953; Moderato Cantabile, 1958; Hiroshima mon amour, 1960; Le Vice-cónsul , 1966; India Song, 1973; Outside, 1981; L’Homme atlantique, 1982; La vie matérielle, 1987; L’Amant de la Chine du Nord, 1991; Écrire, 1993.

Dedico este libro

a la memoria de W. J. Cliffe,

muerto a los veinte años,

en Vauville, en mayo de 1944,

a una hora para siempre indeterminada.

El número puro

Hace mucho tiempo, el comercio de aceites de mesa rescató la palabra «puro». Durante mucho tiempo el aceite de oliva ha sido garantía pura; pero los demás aceites, ya sean de cacahuete o de nuez, nunca.

Esa palabra sólo funciona sola. Por sí misma, para sí misma, no califica a nada ni a nadie. Quiero decir que no puede adaptarse, que se define claramente sólo a partir de su empleo.

Esa palabra no es un concepto, ni un defecto, ni un vicio, ni una cualidad. Es una palabra de la soledad. Es una palabra sola, sí, eso es, una palabra muy breve, bisilábica. Sola. Sin duda, es la palabra más «pura» junto a la que y después de la que sus equivalencias se borran de sí mismas y para siempre quedan en lo sucesivo desplazadas, desorientadas, flotantes.

Olvido decir: es una de esas palabras sagradas en todas las sociedades, en todas las lenguas, en todas las conciencias. En el mundo entero, eso es lo que ocurre con esa palabra.

En cuanto Cristo llegó a este mundo, debió de pronunciarse en alguna parte y para siempre. Un caminante debió de pronunciarla, por el camino, en Samaria, o una de esas mujeres que acompañaban a la Virgen… Nada sabemos. En alguna parte y para siempre, esa palabra allí se quedó, hasta la crucifixión de Jesús. No soy creyente. Creo solamente en la existencia terrestre de Jesucristo. Creo que es cierto. Que Cristo y Juana de Arco debieron existir: su martirio resuelto en su muerte. También existió. Esas palabras siguen existiendo en el mundo entero.

Yo, que no rezo, lo digo, y algunas noches lloro por ello para superar el presente obligatorio, a través de una televisión hecha de publicidad, orientada ahora hacia un futuro de yogures y automóviles.

Ambos, Cristo y Juana de Arco, dijeron la-verdad acerca de lo que creían oír: la voz del Cielo. Él, Cristo, fue asesinado como un deportado político. Y a ella, la bruja de los bosques de Michelet, debieron destriparla, quemarla viva. Violarla. Asesinarla.

Y ya, muy pronto en la historia, en tiempos lejanos, hubo los judíos, el pueblo de los judíos muertos, asesinados y también enterrados en las actuales tierras alemanas, eso aún en esa primera fase de un conocimiento frenado por la muerte. Y sigue siendo imposible abordar este hecho sin aullar. Sigue siendo inconcebible. Alemania, en lo que respecta a ese asesinato, se convirtió en una muerta endémica, latente. Aún no ha despertado; lo creo. Quizá nunca más esté completamente presente. Sin duda tiene miedo de sí misma, de su propio futuro, de su propio rostro. Alemania tiene miedo de ser alemana. Dijeron: Stalin. Yo digo: Stalin, quienquiera que sea, ganó la guerra contra aquéllos, los nazis. Sin Stalin, los nazis habrían asesinado a todos los judíos de Europa. Sin él habría sido necesario matar a los alemanes asesinos de judíos, hacerlo nosotros mismos, hacer de los alemanes, con los alemanes, lo que ellos, los alemanes, hicieron con los judíos.


La palabra judío es «pura» en todas partes, pero al pronunciarla de verdad es cuando se reconoce como el único vocablo capaz de expresar lo que se espera de él. Y lo que se espera de él ya no se sabe, porque los alemanes han quemado el pasado de los judíos.


La «pureza» de sangre alemana ha sido la desgracia de Alemania. Esta misma pureza ha hecho asesinar a millones de judíos. En Alemania, y lo creo a rajatabla, esa palabra debería ser quemada públicamente, debería ser asesinada, que sangre sólo sangre alemana, no simbólicamente recolectada, y que la gente llore realmente al ver esa sangre escarnecida (no llorarían por sí mismos, sino por la sangre en sí). Y aún no bastaría. Quizá nunca se sepa lo que hubiera bastado para que ese pasado alemán dejara de tejerse en nuestra vida. Quizá no se sepa nunca.



Quisiera pedir, a quienes lean esas líneas, ayuda para un proyecto que concebí hace tres años, a raíz del anuncio del cierre de las fábricas Renault, en Billancourt. Se trataría de consignar los nombres y apellidos de todas las mujeres y de todos los hombres que pasaron su vida entera en esta fábrica nacional de renombre mundial. Y que lo hicieron desde principios de siglo, desde la fundación de las fábricas Renault, en Boulogne-Billancourt.

Se trataría de una lista exhaustiva, sin comentario alguno.

Debería alcanzar la cifra de una gran capital. Ningún texto podría contrarrestar esta realidad de cifras, de trabajo en Renault, de pena capital: la vida.

¿Por qué hacer lo que pido?

Para ver lo que, en conjunto, formaría un muro de proletariado.

Aquí, la historia sería el número: la verdad es el número.

El proletariado en la inocencia más evidente: la del número.

La verdad sería la cifra aún no comparada, incomparable del número, la cifra pura, sin comentario alguno, la palabra.

Escribir

Se está solo en una casa. Y no fuera, sino dentro. En el jardín hay pájaros, gatos. Pero, también, en una ocasión, una ardilla, un hurón. En un jardín no se está solo. Pero, en una casa, se está tan solo que a veces se está perdido. Ahora sé que he estado diez años en la casa. Sola. Y para escribir libros que me han permitido saber, a mí y a los demás, que era la escritora que soy. ¿Cómo ocurrió? Y, ¿cómo explicarlo? Sólo puedo decir que esa especie de soledad de Neauphle la hice yo, fue hecha por mí. Para mí. Y que sólo estoy sola en esa casa. Para escribir. Para escribir no como lo había hecho hasta entonces. Sino para escribir libros que yo aún desconocía y que nadie había planeado nunca. Allí escribí El arrebato de Lol V. Stein y El vicecónsul. Luego, después de éstos, otros. Comprendí que yo era una persona sola con mi escritura, sola muy lejos de todo. Quizá duró diez años, ya no lo sé, rara vez contaba el tiempo que pasaba escribiendo ni, simplemente, el tiempo. Contaba el tiempo que pasaba esperando a Robert Antelme y a Marie-Louise, su joven hermana. Después, ya no contaba nada.


Escribí El arrebato de Lol V. Stein y El vicecónsul arriba, en mi habitación, la de los armarios azules, ¡ay!, ahora destruidos por los jóvenes albañiles. A veces, también escribía aquí, en esta mesa del salón.


He conservado esa soledad de los primeros libros. La he llevado conmigo. Siempre he llevado mi escritura conmigo, dondequiera que haya ido. A París. A Trouville. O a Nueva York. En Trouville fijé en locura el devenir de Lola Valérie Stein. También en Trouville, el nombre de Yann Andréa Steiner se me apareció con inolvidable evidencia. Hace un año.

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