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Marguerite Yourcenar - Memorias de Adriano

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Marguerite Yourcenar Memorias de Adriano

Memorias de Adriano: resumen, descripción y anotación

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Varius Multiplex Multiformis

Mi abuelo Marulino creía en los astros. Aquel anciano demacrado, de rostro amarillento, me concedía el mismo afecto sin ternura, sin signos exteriores y casi sin palabras, que tenía por los animales de su granja, sus tierras, su colección de piedras caídas del cielo. Descendía de una vasta línea de antepasados establecidos en España desde la época de los Escipiones. Era de jerarquía senatorial, y tercero del mismo nombre; hasta entonces nuestra familia había pertenecido al orden ecuestre. Bajo el reinado de Tito, mi abuelo había participado modestamente en las actividades públicas. Este provinciano ignoraba el griego, y hablaba el latín con un ronco acento español que me transmitió y que más tarde fue motivo de risa. Pero su espíritu no era completamente inculto; a su muerte se halló en su casa un saco lleno de instrumentos de matemáticas y de libros que no había tocado en veinte años. Tenía conocimientos semicientificos, semicampesinos, la misma mezcla de prejuicios estrechos y añeja sabiduría que caracterizaron a Catón el viejo. Pero Catón fue toda su vida el hombre del Senado romano y de la guerra de Cartago, el exacto representante de la dura Roma republicana. La dureza casi impenetrable de Marulino remontaba más atrás, a épocas más antiguas. Era el hombre de la tribu, la encarnación de un mundo sagrado y casi aterrador, cuyos vestigios encontré más tarde entre nuestros necrománticos etruscos. Andaba siempre a cabeza descubierta, cosa que luego habrían de criticar en mí; sus pies encallecidos prescindían de las sandalias. En los días ordinarios, sus ropas se distinguían apenas de las de los viejos mendigos y los graves aparceros acurrucados al sol. Tenía fama de brujo y los aldeanos trataban de evitar su mirada. Pero gozaba de un singular poder sobre los animales. Le he visto acercar su cabeza cana a un nido de víboras, prudente y amistosamente; he visto sus dedos nudosos que ejecutaban una especie de danza frente a un lagarto. En las noches de verano me llevaba a lo alto de una árida colina para observar el cielo. Me quedaba dormido en un hueco, fatigado de contar los meteoros. Él seguía sentado, alta la cabeza, girando imperceptiblemente con los astros. Debía de haber conocido los sistemas de Filolao y de Hiparco, y el de Aristarco de Samos, que preferí más tarde, pero esas especulaciones ya no le interesaban. Para él los astros eran puntos inflamados, objetos como las piedras y los lentos insectos de los cuales también extraía presagios, partes constitutivas de un universo mágico que abarcaba las voluntades de los dioses, la influencia de los demonios, y la suerte reservada a los hombres. Había determinado el tema de mi natividad. Una noche vino a mí, me sacudió para despertarme y me anunció el imperio del mundo con el mismo laconismo gruñón que hubiera empleado para predecir una buena cosecha a las gentes de la granja. Luego, presa de desconfianza, fue a sacar una tea del pequeño fuego de sarmientos que mantenía para calentarnos en las horas de frío, la acercó a mi mano y leyó en mi espesa palma de niño de once años no sé qué confirmación de las líneas inscritas en el cielo. El mundo era para él un solo bloque: una mano confirmaba los astros. Su noticia me conmovió menos de lo que podía creerse: un niño lo espera siempre todo. Creo que después se olvidó de su profecía, sumido en esa indiferencia a los sucesos presentes y futuros que es propia de la ancianidad. Lo encontraron una mañana en el bosque de castaños de los confines del dominio, ya frío y picoteado por las aves de presa. Antes de morir había tratado de enseñarme su arte. No tuvo éxito; mi curiosidad natural saltaba de golpe a las conclusiones sin preocuparse por los detalles complicados y un tanto repugnantes de su ciencia. Pero quedó en mi el gusto por ciertas experiencias peligrosas.

Mi padre, Elio Afer Adriano, era un hombre abrumado de virtudes. Su vida transcurrió en administraciones sin gloria; su voz no contó jamás en el Senado. Contrariamente a lo que suele ocurrir, su gobierno de África no lo había enriquecido. Entre nosotros, en el municipio español de Itálica, se agotaba dirimiendo conflictos locales. Carecía de ambición y de alegría; como tantos otros hombres que se van eclipsando de año en año, había llegado a ocuparse con maniática minucia de las insignificancias a las cuales se dedicaba. También yo he conocido esas honorables tentaciones de la minucia y del escrúpulo. La experiencia había desarrollado en mi padre un extraordinario escepticismo sobre los seres humanos, y en él me incluía siendo yo apenas un niño. Si hubiera asistido a mis éxitos, no lo habrían deslumbrado en absoluto; el orgullo familiar era tan grande que nadie hubiera admitido que yo agregaba alguna cosa. Aquel hombre agotado sucumbió cuando yo tenía doce años. Mi madre habría de pasar el resto de su vida en una austera viudez; no volví a verla desde el día en que, llamado por mi tutor, partí para Roma. De su rostro alargado de española, lleno de una dulzura algo melancólica, guardo un recuerdo que el busto de cera del muro de los antepasados corrobora. De las hijas de Gades tenía los piececitos calzados con estrechas sandalias, y el dulce balanceo de las caderas de las danzarinas de la región asomaba en aquella joven matrona irreprochable.

Con frecuencia he reflexionado sobre el error que cometemos al suponer que un hombre o una familia participan necesariamente de las ideas o los acontecimientos del siglo en que les toca vivir. El contragolpe de las intrigas romanas llegaba apenas hasta mis padres en aquel rincón de España, aunque en tiempos de la revuelta contra Nerón mi abuelo hubiera ofrecido hospitalidad a Galba durante una noche. Se vivía con el recuerdo de cierto Fabio Adriano, quemado vivo por los cartagineses en el sitio de Utica, de un segundo Fabio, soldado sin suerte que persiguió a Mitridates en las rutas del Asia Menor, oscuros héroes de archivos sin fastos. Mi padre no sabía casi nada de los escritores de la época; Lucano y Séneca le eran ajenos, aunque oriundos de España como nosotros. Mi tío abuelo Elio, que era letrado, limitaba sus lecturas a los autores más conocidos del siglo de Augusto. Este desdén por las modas contemporáneas les ahorraba muchos errores de gusto; a él debían su falta de engreimiento. El helenismo y el Oriente eran desconocidos, o se los miraba de lejos con el ceño fruncido; creo que en toda la península no había una sola estatua griega. La economía iba a la par de la riqueza, y una cierta rusticidad con un empaque casi pomposo. Mi hermana Paulina era grave, silenciosa, retraída; se casó siendo joven con un viejo. La probidad era rigurosa, pero se trataba con dureza a los esclavos. No se incurría en ninguna curiosidad, limitándose a pensar en todo lo que convenía a un ciudadano romano. Yo he debido de ser el disipador de tantas virtudes, si realmente se trataba de virtudes.

La ficción oficial quiere que un emperador romano nazca en Roma, pero nací en Itálica; más tarde habría de superponer muchas otras regiones del mundo a aquel pequeño país pedregoso. La ficción tiene su lado bueno, prueba que las decisiones del espíritu y la voluntad priman sobre las circunstancias. El verdadero lugar de nacimiento es aquel donde por primera vez nos miramos con una mirada inteligente; mis primeras patrias fueron los libros. Y, en menor grado, las escuelas. Las de España se resentían del ocio provinciano. La escuela de Terencio Scauro, en Roma, proporcionaba una enseñanza mediocre sobre las filosofías y los poetas, pero preparaba bastante bien para las vicisitudes de la existencia humana; los maestros ejercían sobre los alumnos un despotismo que yo me avergonzaría de imponer a los hombres; encerrados en los estrechos limites de su saber, cada uno despreciaba a sus colegas que poseían otros conocimientos igualmente estrechos. Aquellos pedantes se desgañitaban disputándose sobre palabras. Las querellas de precedencia, las intrigas, las calumnias, me familiarizaron con lo que debería encontrar más tarde en todos los círculos donde viví; y a ello se agregaba la brutalidad de la infancia. No obstante llegué a querer a algunos de mis maestros, a esas relaciones extrañamente intimas y extrañamente elusivas que existen entre el profesor y el alumno, y a las Sirenas cantando en lo hondo de una voz cascada que por primera vez nos revela una obra maestra o nos explica una idea nueva. Después de todo, el más grande seductor no es Alcibíades sino Sócrates.

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