Marc Pepiol - Freud
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- Libro:Freud
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2015
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Freud: resumen, descripción y anotación
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Hoy en día sería muy difícil encontrar a alguien que no hubiera oído hablar en alguna ocasión de Sigmund Freud. Ya sea a propósito del mundo de los sueños o del inconsciente, su nombre es una referencia obligada tanto para el lego en asuntos filosóficos como para el erudito. Por eso, no resultaría exagerado afirmar que un gran número de teorías freudianas han conformado la manera de pensar y de sentir del hombre contemporáneo, a diferencia de tantas otras doctrinas filosóficas que no han conseguido superar los altos muros que a menudo cercan las universidades.
En cambio, es fácil demostrar que, en muchos sentidos, las ideas de Freud nos han modelado a su imagen y semejanza. Unos pocos ejemplos bastarán para atestiguar la profunda influencia que han ejercido sus nociones. Ante todo, admitimos sin reparos la existencia en nosotros de una parte de nosotros no inmediata ni evidentemente presente ante nosotros mismos, valga el aparente juego de palabras; es decir, solemos aceptar la existencia de una parte inconsciente de nuestro yo, una oscura instancia que, sotto voce y a regañadientes, reconocemos como el motor de un sinfín de deseos y de actos de nuestro día a día. Sin lugar a dudas, esta visión de la naturaleza humana es, en gran medida, una contribución de Sigmund Freud.
Hasta Freud, la mayoría de los filósofos habían concebido la naturaleza humana en otros términos, cabe decir que mucho más halagüeños. Freud, armado de razones, se atrevió a poner en cuestión cerca de dos mil quinientos años de positiva reflexión antropológica. Como es sabido, la gran tradición filosófica de Occidente caracterizaba al hombre como «animal racional», esto es, como un ser dotado de un instrumento privilegiado, la razón, que lo hacía capaz de comprender la realidad y a sí mismo. Esta facultad racional era, sin duda, una capacidad al servicio de la verdad; bastaba con tener la precaución de dirigirla bien, con circunspección. Desde luego, había filósofos que valoraban de manera más o menos esperanzadora la posibilidad de lograr la ansiada meta de la verdad; pero, en cualquier caso, en ellos apenas flaqueó la confianza en que sería la razón la que marcaría los hitos más significativos de este largo camino hacia la verdad. La razón, según la mayor parte de los filósofos, tenía incluso potestad sobre la voluntad y el deseo, de tal manera que todo hombre podía dirigir libremente sus acciones hacia el fin que considerase más conveniente. La libertad humana era un hecho prácticamente incuestionable.
A grandes rasgos, esta tradición filosófica tenía una visión optimista del ser humano, pero, en ningún caso, ilusa; también era consciente de las oscuras pasiones que acechan internamente al yo. Por ejemplo, Platón, el gran maestro del pensamiento occidental, afirmaba en el Fedro que el alma de las personas poseía una fuerza concupiscible, sensual, ejemplificada plásticamente en la forma de un caballo negro, que podía entorpecer el camino de la razón hacia el conocimiento y la virtud. Ya en la modernidad, el filósofo escocés David Hume manifestaba que la razón era, en todo momento, esclava de las pasiones, o incluso el filósofo más ilustrado, Immanuel Kant, indicaba la presencia de un oscuro yo que siempre prefería el beneficio egoísta a la universalidad del deber.
Sin embargo, pese a que esta gran tradición filosófica occidental siempre estuvo dispuesta a reconocer en el hombre una «mácula», seguramente fruto del pecado, en el fondo consideraba que esas vergonzosas tendencias de su naturaleza corporal podían ser combatidas mediante la razón —o por medio de otras pasiones más nobles— hasta acabar redimidas. El hombre tenía, pues, la posibilidad de salvarse. Con Freud, esta posibilidad será puesta definitivamente bajo sospecha: el hombre es estructuralmente esa «mácula» y, por lo tanto, el alma inmaculada, racional y libre, que la tradición filosófica occidental había encumbrado pierde toda su autonomía para pasar a ser considerada un efluvio inconsistente de su naturaleza física y eminentemente instintiva. Aunque los hombres así lo crean, la razón consciente no gobierna al yo. Es el inconsciente —una instancia que Freud pronto rebautizará con el término latino Id, que significa «Ello»— el que al final gobierna todos los actos humanos en apariencia racionales y también, por supuesto, es el responsable de esas turbias inclinaciones del sujeto.
Puesto que Freud se atrevió a poner en entredicho toda esta tradición filosófica, no nos debe extrañar la afortunada expresión con la que Paul Ricouer (1913-2005), filósofo francés que se distinguió en el campo de la antropología filosófica, calificó a Freud y a su obra. Freud sería, según Ricouer, un maître du soupçon, es decir, un maestro de la sospecha. El filósofo galo se apresuró a señalar que esta categoría también podía valer para definir la actitud filosófica de otros dos filósofos más: Karl Marx (1818-1883) y Friedrich Nietzsche (1844-1900). Curiosamente, los tres personajes citados por Ricouer ingresaron en el panteón filosófico desde disciplinas diversas: Marx desde el derecho, Nietzsche desde la filología, y Freud desde la medicina. Y, sin embargo, elaboraron un pensamiento filosófico eminentemente crítico que puso bajo sospecha la visión tradicional del hombre y de la cultura.
Si la influencia de Freud en nuestra comprensión de nosotros mismos como sujetos movidos por oscuros deseos inconscientes resulta innegable, también tendremos que reconocer que su influjo en las artes visuales contemporáneas ha sido particularmente significativo y fecundo. En primer lugar, encontramos a Freud en el arte de vanguardia, concretamente en el surrealismo, un movimiento artístico que en rigor situaríamos entre los años 1924 y 1945. Si alguna cosa caracterizaba a los pintores y a los escritores surrealistas era su enérgica reivindicación de la libertad creativa. Hicieron todo lo posible por huir del anquilosado modo de vida burgués y por conquistar otros mundos del todo inverosímiles desde la estrecha órbita de la lógica racional. Su reclamo era la sinrazón, lo original, lo extraño, lo inconexo. De hecho, en sus escritos y pinturas se respiraba un mundo tan irracional, original, extraño e inconexo como el sueño. No debe sorprendernos, pues, que André Bretón, conocido como el padre del surrealismo, reivindicara en repetidas ocasiones la figura de Freud como precursora ideológica del movimiento. «¿Cuándo llegará, señores lógicos, la hora de los filósofos durmientes?», se preguntaba provocativamente el artista francés en el Primer Manifiesto del surrealismo (1924).
Detalles del mundo onírico de Salvador Dalí (1904-1989). Dalí logró dar un vuelco favorable a la opinión de Freud sobre los surrealistas: como este confesó a Stefan Zweig en una de sus cartas, antes de conocer al pintor ampurdanés, llegó a considerar a los surrealistas unos «locos absolutos».
En los episodios oníricos, tal y como había desvelado Freud, se manifestaban los apetitos humanos más oscuros e inconfesables; así, reconocían los surrealistas, el oscuro sueño podía penetrar en el verdadero yo de una forma más auténtica que la clara razón. Valgan los numerosos paisajes oníricos pintados por Salvador Dalí —con quien, dicho sea de paso, Freud mantuvo una breve entrevista en julio de 1938— o la escritura automática practicada por el mismo Bretón —una técnica surrealista que reproducía fielmente el método de asociación libre, un procedimiento inventado por Freud para burlar las defensas de la razón y poder acceder a estratos más profundos y genuinos de la psique de sus pacientes— como ejemplos paradigmáticos de esta herencia freudiana.
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