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Luc Ferry - Familia y amor

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Luc Ferry Familia y amor
  • Libro:
    Familia y amor
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2007
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El siglo XX ha tenido un efecto corrosivo Del mismo modo que las monumentales - photo 1

El siglo XX ha tenido un efecto corrosivo. Del mismo modo que las monumentales estatuas de dictadores derrotados, que vemos derrumbarse en los noticiarios, los valores tradicionales se han venido abajo. Paradójicamente, este siglo de deconstrucciones ha creado una globalización liberal que exige la liquidación de los más sagrados ideales.

¿Debemos reconstruir nuestra sociedad? ¿Sobre qué valores? Luc Ferry afirma que la respuesta está en una esfera privada, ámbito que cada día gana mayor protagonismo. Pero esto no debe interpretarse como un «encierro individualista» o una «renuncia a los asuntos mundiales». Muy al contrario, representa un extraordinario potencial para la ampliación de horizontes. Supone un humanismo que ha alcanzado, al fin, la mayoría de edad, y no un giro hacia el egoísmo y la atomización social. Este vuelco sin precedentes toma directamente sus raíces en la historia, tan apasionante como desconocida, de la familia moderna y del matrimonio por amor. Debemos partir de ese fenómeno crucial para devolverle márgenes de maniobra y sentido a una política al fin auténticamente democrática.

Luc Ferry Familia y amor Un alegato a favor de la vida privada ePub r10 - photo 2

Luc Ferry

Familia y amor

Un alegato a favor de la vida privada

ePub r1.0

mandius 21.06.18

Título original: Familles, je vous aime. Politique et vie privée à l’âge de la mondialisation

Luc Ferry, 2007

Traducción: Sandra Chaparro Martínez

Editor digital: mandius

ePub base r1.2

A Gabrielle Louise y Clara CONCLUSIÓN EL GENIO EUROPEO E n contra de lo - photo 3

A Gabrielle, Louise y Clara.

Picture 4

CONCLUSIÓN

EL GENIO EUROPEO

E n contra de lo que podría hacernos pensar una visión superficial de la política, la historia de la vida privada no carece de vínculos con la esfera pública. De hecho, está a punto de poner literalmente patas arriba sus presupuestos más fundamentales. Y todo eso está ocurriendo ante nuestros ojos, sin que tengamos aún la suficiente consciencia de ello como para traducir en proyectos y programas los imperativos nacidos de este nuevo estado de cosas. Sin embargo, como el lector habrá podido apreciar, esta historia es ante todo y en primer lugar, por no decir exclusivamente, la nuestra; básicamente, estamos ante una trama europea, incluso aunque hoy afecte a otros países desde Australia a América del Sur, pasando también por supuesto por la del Norte. Porque, se diga lo que se quiera, y pese a las estúpidas y permanentes incitaciones al arrepentimiento en todos los niveles, nuestras democracias han inventado un modelo de sociedad realmente genial, una creación sociohistórica singular, basada en una mezcla de libertad e inteligencia, de innovación y bienestar que nada, ni en el ámbito de la historia ni en el de la geografía, ha conseguido hasta el día de hoy igualar.

Para convencerse de ello sólo hay que hacer un pequeño experimento intelectual: lea o relea a los utópicos del siglo XIX, Saint-Simon, Leroux, Fourier… O, mejor aún, repase al viejo Victor Hugo y sus Miserables. Ni en sus mejores sueños se habría atrevido ninguno de ellos a imaginar ni por un segundo la décima parte, ¡qué digo!, la centésima parte de lo que en Europa tenemos hoy desde el momento mismo de nuestro nacimiento en términos de libertad de circulación y de expresión, de derecho a la educación, a la protesta, a la cultura, a la sanidad, al tiempo libre, etcétera. Imagine por un instante que alguien le hubiera contado a Victor Hugo que en el siglo siguiente la enseñanza y la medicina serían gratuitas, incluso para los más pobres y los extranjeros; que los obreros dispondrían de pensiones y vacaciones pagadas; que la libertad de expresión estaría garantizada, y que nadie correría el riesgo de tener que exiliarse a Guernesey o a cualquier otro sitio por haber criticado a su Gobierno; que ya nadie trabajaría setenta u ochenta horas a la semana en fábricas insalubres, sino treinta y cinco y en condiciones mucho mejores; que máquinas voladoras permitirían a todos descubrir el vasto mundo en un tiempo récord y a precios accesibles; que una extraña claraboya se abriría cada noche en millones de hogares, para ofrecer a quienes lo desearan los medios para informarse, para asistir o participar en polémicos debates o para oír hablar de libros y teatro a aquellos que les dan vida… Sin duda alguna nuestro escritor se hubiera echado a reír.

Fijémonos ahora en las utopías de mediados del siglo XIX, la de los saint-simonianos, por ejemplo: ni sus defensores más audaces llegaron en materia de libertad de costumbres y de justicia social ni a la suela del zapato de lo que hoy nos ofrecen voluntariamente las democracias europeas y que ya empieza a cansarnos tanto. Como si fuéramos ricos panzudos, hartos de la abundancia que nos rodea a diario, fingimos despreciar los principales logros de Europa. ¿La paz con la que habrían soñado nuestros padres, nuestros abuelos y nuestros bisabuelos? ¡Uf! ¿Los derechos del hombre, que en prácticamente todo el resto del mundo son pisoteados o casi? ¡Puaj! Una prosperidad sin precedentes en el tiempo o el espacio —¿con qué podríamos compararla?— ¡Bah! Nos haría falta un poco de animación…

Ceder a esta autoflagelación deprimente no sólo es suicida sino también absurdo. ¿Para qué creamos, por ejemplo, un museo del arrepentimiento e instauramos en las escuelas, como se acaba de hacer en Francia, un «día de la esclavitud» —una conmemoración más en un calendario escolar ya saturado de ellas—, si no es para invitar una vez más a profesores y alumnos a cubrirse la cabeza de cenizas y evocar los tenebrosos tiempos de la colonización? ¿Realmente resulta de alguna utilidad? Cuando, en honor a la verdad, Europa en general, y Francia en particular, podrían más bien preciarse de haber acabado con una práctica efectivamente abyecta, pero que ellas fueron las únicas en abolir por iniciativa propia —en nombre de unos nuevos principios adoptados inmediatamente después de la Revolución— y sin haber recibido ninguna presión externa para hacerlo. Una decisión la suya tanto más admirable si se tiene en cuenta que la esclavitud sigue existiendo hoy, particularmente en África y en algunos países musulmanes, donde se practica a gran escala sin que nadie se plantee ni por un segundo organizar una jornada de penitencia del tipo que sea. La autosatisfacción dogmática resulta desde luego insoportable, mientras que la autocrítica es algo excelente, por lo que Europa puede estar orgullosa; pero en cambio no lo es tanto el odio a uno mismo, y creo que en este aspecto nos estamos pasando de la raya.

Lo cierto es que esa creación sociohistórica única e irreemplazable que encarnan nuestras sociedades europeas se ve hoy amenazada por todos los flancos, comenzando por la evolución demográfica. Semeja la tenue llama de una vela expuesta a vientos que soplan de todas direcciones. Y en vez de protegerla cuidadosamente, rodeándola con nuestras manos, nos dedicamos a soplar nosotros también. Si queremos conservar y mejorar nuestro modelo europeo, si queremos que sea más justo y combatir las desigualdades que aún lo minan, debemos empezar por abandonar ese demencial masoquismo alimentado por las distintas facetas de la deconstrucción en la segunda mitad del siglo XIX, y que la extrema izquierda actual no deja de azuzar.

He aquí por qué, a mi juicio, es indispensable rescatar de cualquier nostalgia de paraísos perdidos nuestra famosa concepción de la idea republicana, y del universalismo y el anticomunitarismo vinculados a ella, para reconducirla hacia la dimensión del porvenir. La idea republicana engloba a la vez cierta concepción de los derechos del hombre (diferente a la de nuestros amigos ingleses y norteamericanos) y una forma específica de entender el laicismo, ligadas ambas a la convicción plasmada en la gran Declaración de 1789 de que todo ser humano tiene derechos, con independencia o, mejor dicho,

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