Javier Nart - Viaje al Mekong
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- Libro:Viaje al Mekong
- Autor:
- Editor:Ediciones Península
- Genre:
- Año:2015
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Viaje al Mekong: resumen, descripción y anotación
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A Isabel, en la presencia y en la ausencia
No me gusta el libro de Javier Nart.
Y no me gusta por una única, pero indiscutible razón: no lo he escrito yo. Cuando era muy joven, y aunque pueda parecer mentira resulta evidente que hubo un tiempo en que lo fui, me molestaba terriblemente ver a una mujer guapa del brazo de otro hombre.
Siempre le encontraba defectos, reales o imaginarios, y me consolaba intentando convencerme a mí mismo de que mi acompañante de turno era indiscutiblemente más atractiva por más que los sentidos, que en ese terreno casi nunca mienten, vista y tacto, me estuviesen dictando lo contrario.
En este momento me sucede algo parecido.
Antes de dedicarme de lleno a la novela, la mayor parte de mis libros se limitaban a relatar mis múltiples y en ocasiones estrambóticos viajes a lugares muy lejanos, por lo que a estas alturas de la vida me consideraba poco menos que un maestro del género.
Y sin embargo de pronto aparece un abogado catalán, un «advenedizo», que dirían muchos, y me planta sobre la mesa el relato de un largo viaje por el río Mekong, que yo no hubiera sido capaz de escribir, y en el que me va abriendo puertas y más puertas a un universo desconocido y fascinante de una forma que en parte me recuerda a la admirable tradición de los grandes viajeros ingleses. Éstos, en una época en la que eran los dueños del mundo, supieron no obstante adentrarse en él con el único fin de escudriñarlo, no desde el punto de vista de la prepotencia, sino desde el de la sana curiosidad y el ansia de descubrir otras culturas y otras formas de entender la vida.
Eso es lo que Javier Nart mejor sabe hacer a la hora de contar lo que ha visto: transmitirnos las sensaciones que él mismo experimentó, bien sea en el ambiente de un hotelucho de más que dudosa reputación, o bien la descripción del ambiente y los paisajes de la selva y el río.
Por lo general, un turista «oye» y «ve». Y se distrae en exceso fotografiándolo todo.
El viajero, en especial el viajero que piensa escribir más tarde sobre sus experiencias, lo que hace es «mirar» y «escuchar». Y hace las fotos imprescindibles, ya que por lo general prefiere confiar en la impresión que permanecerá en el fondo de su retina.
El viaje que no se graba en lo más profundo de nuestra memoria durante más tiempo, y con los colores más vivos de lo que permanecerá encerrado en un álbum de fotos, es, a todas luces, un viaje perdido.
Perdido sobre todo para quien pretenda transmitir a otros qué fue lo que experimentó realmente al hacer ese viaje.
Y es que el escritor se enfrenta hoy en día a muy duros competidores, puesto que tanto el cine como la televisión llevan al espectador a un fastuoso mundo de imágenes imposible de igualar con una simple pluma, por lo que se hace necesario mostrar aquello que ninguna cámara podrá captar por mucho que avance la técnica: el sentimiento.
Y Javier Nart ha sabido sacarle todo el provecho a su capacidad de observación, al estudio del hombre y su paisaje, y a su peculiar sentido del humor.
Viaje al Mekong es sin lugar a dudas un excelente libro de viajes, pero no diré aquello de que se lee de un tirón y con la intensidad de una novela, puesto que a mi modo de ver se debe leer despacio y reflexionando sobre todo lo que nos enseña, ya que este tipo de relatos tienden a eso: a enseñarnos algo que no sabíamos, y el hecho de aprender nunca se ha conseguido pasando páginas a toda prisa, sino deteniéndose en cada una de ellas el tiempo que exige asimilar sus enseñanzas.
Cuántos mundos, cuántas etnias, cuántas ideologías políticas, cuántas historias, en ocasiones pintoresca como la de Blas Ruiz y Diego Veloso, que bien pudieron servir de inspiración a Kipling —y de la que confieso que no tenía ni la más remota idea— se atesoran en unas páginas en las que debemos sumergirnos convencidos de que nos van a contar cosas ciertas y vividas, por lo que vamos a participar sin movernos de un sillón de las experiencias que un osado abogado catalán —«advenedizo» tal vez, pero hay que admitir que ya recalcitrante— supo acumular de un modo bastante incómodo, a lo largo de días, semanas y quizá meses de adentrarse en una selva hostil y probablemente bastante peligrosa.
Si «cada libro es un mundo», ese mundo del turbio río Mekong se ha convertido en un libro.
Lo único que me queda por decir es que tal vez Javier Nart debería animarse a dar el gran salto y pasar, como tantos hemos hecho a lo largo de la historia, del libro de viajes donde los paisajes y personajes son tan reales, a la novela, en la que viven, se supone que en buena armonía, paisajes auténticos y personajes de ficción.
A LBERTO V ÁZQUEZ -F IGUEROA
MEKONG
La primera imagen del Mekong que existe en mi vida es la de un cabronazo de piel verde con orejas de marciano en forma de trompetilla, emperador de una coalición de planetas siderales y cuya única preocupación era hacer la puñeta por tierra, mar y aire al mundo mundial.
El «Mekong» era un villano de aquella serie radiofónica que emitía la Sociedad Española de Radiodifusión-SER. Allí Pedro Pablo Ayuso, Matilde Villariño y algunos históricos locutores más, cuyos nombres se me han borrado de la memoria, ponían voz y drama a una serie de audiencia máxima donde el bueno (Diego Valor), capítulo tras capítulo, deshacía los complots de aquel impresentable personaje, el malísimo Mekong.
En las grises tardes de Bilbao, grises de color y de transcurso, Diego Valor, el Mekong, constituían una quiebra en la monótona rutina de un niño mal de casa bien: mi persona.
Los turbios manejos, la infinita perversidad del Mekong eran el más perfecto trasunto de la conspiración universal judeo-masónico-bolchevique contra la España eterna, Una, Grande y Libre.
Y por su parte Diego Valor era un cruce épico-religioso-político del Cid Campeador, Francisco Franco y Santiago Matamoros que concentraba en su persona las virtudes del franquismo de cartón piedra: adalid generoso, arrojado, victorioso frente al mal, providencial salvador de la humanidad frente a las pérfidas conjuras de sus enemigos.
Y de aburridísima castidad.
Más adelante aquel libelo semanal editado bajo la égida de la Dirección General de Seguridad (de la suya) que se titulaba El Español , descubrió a mis ojos adolescentes que el Mekong, además, era un lugar donde unos pérfidos comunistas de ojos rasgados y que no creían en Dios se dedicaban frenéticamente a matar a los que las películas de Hollywood nos mostraban que eran los buenos: los norteamericanos.
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