Agradecimientos
A Gregorio Laso, agregado de prensa de la embajada española en Ankara.
A los embajadores de España Juan González-Barba (entonces en Ankara), Javier Hergueta (en esos días, director de Casa Mediterráneo, Alicante) y Eduardo López Busquets (en Teherán en ese momento).
Al embajador y amigo de muchos años José Antonio Bordallo (en Mascate, su último destino), recientemente ya jubilado, y a su esposa Cati, que me hizo de guía en esta última ciudad.
Bibliografía
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La ciudad de Dios
La primera fotografía que tiré, al salir a pasear por Estambul la tarde del día de mi llegada, aquel viernes de finales del verano, fue a un perro. Dormía echado junto a un portal, en una esquina del mercado de Sahne, anejo a la gran vía de Istiklal, una animada red de callejones que forman multitud de pequeños comercios al aire libre y en donde huele a pescado fresco, té de menta y frutas jugosas. Era un animal grande, de pelo negro con manchas blancas en el pecho y las patas delanteras, larga cola y puntiagudo hocico. Sus orejas eran de notable tamaño, y en una de ellas llevaba un parche de cuero con un número. No tenía, sin embargo, ni cadena ni correa alrededor del pescuezo, y aunque me pareció de pura raza, y eso que no entiendo casi nada de linajes caninos, sabía que no tenía dueño.
Algo le alertó de mi presencia, porque abrió un ojillo y dejó escapar un gruñido. Era el primer habitante de la ciudad, después del recepcionista de mi hotel, con el que entablaba una suerte de comunicación. Creo que me quería indicar que le dejase en paz. Y eso hice, porque no es prudente discutir con un animal armado de buenos colmillos, como era el caso.
Luego me crucé con algunos perros más, solitarios o en grupos pequeños. Iban todos con sus correspondientes señales grapadas en las orejas y se les veía lustrosos y bien alimentados. Y como a todos los viajeros que se acercan a Estambul, me producían una inmensa curiosidad. Normalmente, en muchas ciudades es raro encontrar a canes sin amo, al contrario de lo que sucede con los gatos, que los hay por cientos y medio asilvestrados por todos los tejados del mundo. Allí, el encargado de clasificar a los chuchos por el sistema del taladro de orejas, igual que los ganaderos hacen con sus vacas al soltarlas libremente en el monte, es el ayuntamiento. Y quien los alimenta es la gente.
Blasco Ibáñez cuando visitó Estambul, a principios del siglo XX, escribió:
Venecia tiene sus palomas y Constantinopla sus perros. Y no hay carnicería que no tenga ante la puerta veinte o treinta perros, todos en fila, sentados sobre el cuarto trasero, silenciosos, con una gravedad de gentes bien educadas, fijos los ojos en el dueño con expresión de súplica, y abriendo la roja garganta a impulsos de insinuantes bostezos. Aguardan lo que caiga, y lo que cae las más de las veces es una mano de latigazos, pues el carnicero turco acaba por enojarse con esta tertulia muda que obstruye la puerta de la tienda y hace tropezar a los parroquianos.