Javier Reverte - El río de la desolación
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- Libro:El río de la desolación
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2018
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El río de la desolación: resumen, descripción y anotación
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El río de la desolación — leer online gratis el libro completo
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En los territorios del Amazonas, el proceso de creación y destrucción de vida casi se siente crepitar bajo los pies. Ese constante ir y venir entre la existencia y la muerte da la razón de ser a uno de los lugares del planeta más impregnados de leyenda y de espíritu de aventura. Hacia allí ha dirigido su viaje Javier Reverte, cargado de pasión mítica y de curiosidad, para relatar cómo transcurre la vida y cómo fue la historia de las gentes que habitan aquellos parajes que, en buena parte, permanecen hoy todavía inexplorados.
Desde el nacimiento del Amazonas en los Andes peruanos hasta su desembocadura en el Atlántico brasileño, el autor nos relata su viaje con la naturalidad, emoción, ternura y el humor que caracterizan su prosa: un retrato cálido y real, alejado de los tópicos, de la vida en los barcos populares que navegan el curso amazónico. También nos guía por los núcleos urbanos y nos habla de la miseria de las gentes que habitan las orillas del río. Junto a ello, el autor rescata la memoria de la epopeya que, al paso de los siglos, los hombres han escrito en su intento por dominar este gigante de la naturaleza y cuenta su experiencia con la malaria, enfermedad que estuvo a punto de matarle cuando alcanzaba la desembocadura del cauce de agua más desmesurado de la Tierra.
«La sensación que deja la lectura de este estupendo libro es la de una extraña tristeza histórica».
El País
A Jaime Hernando, Mariano López,
José Luis Miranda y José Vicente López-Tápero
Avísote, Rey y Señor, no proveas ni consientas que se haga alguna armada para este río tan mal afortunado, porque en fe de cristiano te juro, Rey y Señor, que si vinieren cien mil hombres, ninguno escape, porque no hay en el río otra cosa que desesperar.
LOPE DE AGUIRRE,
carta a Felipe II, 1561
Este espectáculo de la Naturaleza viva, en donde el hombre no es nada, tiene algo de paradójico y opresivo.
ALEXANDER VON HUMBOLDT,
Del Orinoco al Amazonas, 1859
La sensación de profunda melancolía que se apodera del espíritu, nos advierte de que estamos dentro de las más densas soledades del mundo. Es en el Alto Amazonas, principalmente, donde domina ese amargo sentimiento que obliga al alma a plegarse sobre sí misma.
TAVERES BASTOS,
Valle del Amazonas, 1866
El mundo comenzó sin el hombre y terminará sin él.
CLAUDE LÉVI-STRAUSS,
Tristes trópicos, 1955
Los libros de viaje nunca salen solos, sino que requieren de muchos apoyos, algunos previos, otros en el camino y, en la mayor parte de los casos, aquellos que responden a tu demanda cuando surgen imprevistos y urgencias. Los libros de viaje tienen siempre muchos padres.
En España: Mariano López, Manuel Picazo, Carlos Burgo, Fernando de Giles, Ana Ruiz-Tagle, Rafael Escuredo y los escritores peruanos, afincados en Madrid, Jorge Eduardo Benavides y Santiago Roncagliolo.
En Perú, Hugo Cabiases (Lima), padre Joaquín García Sánchez (director del CETA de Iquitos), hermano Alberto Pérez (Iquitos) y Magdalena (encargada de la Biblioteca Amazónica de Iquitos).
En Colombia, padre Antonio Jover, doctor Manuel Elkin Patarroyo, Raúl Rodríguez y Marcia Barboso (todos en Leticia).
En Brasil, el departamento de Difusión Cultural del Museo Paulista de la Universidad de São Paulo, que me facilitó las fotos de Dana Merril del ferrocarril Madeira-Mamoré.
En la malaria, doctores Raimundo Heder y Antonio Carlos Alves da Silva (ambos del Hospital de la Beneficencia Portuguesa, de Belém do Pará), Magda Visser (de la embajada de España en Brasilia), Patricia Mourau (Brasilia), Mercedes Castellano (del Ministerio español de Exteriores en Madrid). Y a mi regreso a España, doctor Rogelio López-Vélez (Tropicología del Hospital Ramón y Cajal, de Madrid) y doctora Marta Cortés León (Hospital de la Paz, de Madrid).
Mis hijos Ismael y Álvaro, Patricia y mi hermano José (viajó en representación de todos mis hermanos), que vinieron hasta Belém mientras andaba yo de charla con Dios y el Diablo. No alcancé a comprender bien entonces, en mis alucinaciones, si venían para hacerme un mimo o a despedirse de mí.
Mis amigos del «gabinete de crisis», como bautizaron al grupo que formaron, en Madrid, para seguir mi enfermedad y poner todos los medios para ayudar a mi curación desde España: Jaime Hernando, José Vicente López-Tápero y José Luis Miranda.
Y claro, mi mujer, Chelo, que me salvó la vida. A ella le corresponde, y no a mí, decir por qué lo hizo.
El Amazonas es el río, entre todos los que se arrastran lamiendo la Tierra, que arroja al océano un volumen mayor de agua, dicen que alrededor de doscientos mil metros cúbicos por segundo. Sin embargo, los geógrafos no acaban de ponerse de acuerdo sobre si también se trata del cauce fluvial más largo del planeta, en competencia con el Nilo. De todas formas, quien conozca estos dos grandes cursos de agua debe convenir conmigo en que el Nilo, si se le compara a simple vista con el Amazonas, parece un pis.
Afirmaban los antiguos egipcios que el Nilo nacía de las bocas del cielo y daban por ello al río un carácter divino. Si ello fuera así, sobre el Amazonas valdría decir que, en ocasiones, parece surgido del vientre del infierno y posee en consecuencia atributos diabólicos. Quien lo haya recorrido sabe bien de qué estoy hablando.
Mediando el año 2002 decidí navegar el río utilizando para ello buques de pasaje y carga. Nada de peligrosas canoas deportivas ni tampoco cruceros de lujo diseñados para turistas con dinero sobrado en los bolsillos. Pretendía recorrerlo como lo hace la sencilla gente peruana, colombiana o brasileña que habita en sus orillas: con un billete barato de barco en el bolsillo y una hamaca para dormir en cubierta. Creo que, de tal guisa, descendí algo más de cuatro mil kilómetros entre las ciudades de Pucallpa y Santarém. También me asomé al océano Atlántico en el estuario del gran río, unos ciento cincuenta kilómetros al nordeste de la ciudad de Belém do Pará. No he echado la cuenta exacta de los kilómetros viajados sobre sus aguas, quizás por pereza, aunque podría calcularlos si me aplicase a la tarea sobre un mapa.
Arranqué a viajar desde el pie del pico andino donde nace el Amazonas, recorrí algunos de los ríos tributarios del gigante, visité unas cuantas ciudades y poblados de sus riberas, navegué en varios barcos de transporte de pasajeros, en múltiples canoas y, a mi pesar, cuando no tuve más remedio que utilizarlos, volé en un par de aviones. Luego no me arrepentí, pues los vuelos regalaron a mis sentidos la magnífica emoción de contemplar la selva y el río desde la altura.
Estuve en el interior de la jungla y un mosquito anófeles me picó y me infectó con el Falciparum, el voraz parásito del paludismo más letal. Y tuve que bajarme de un barco en Santarém y seguir en avión hasta Belém do Pará, donde había un hospital en el que podían curarme. Recuerdo el río ahora, al escribir sobre el viaje, con un sentimiento confuso, mezcla de pesadilla y de nostalgia. Se engrandecía el espíritu al navegarlo. Pero el aire que respiraba casi siempre me resultó pérfido, lo mismo que la visión tenebrosa de la selva.
Un inmenso ruido que escapara a toda medida y un espacio que ni siquiera la luz del poderoso sol sería capaz de abarcar. Presagiaba de manera muy viva que algo así me aguardaba, aquella mañana de finales de septiembre, al término del canal boscoso por donde navegaba rumbo a una de las desembocaduras del Amazonas. No se atisbaba presencia humana en las orillas y tan sólo nos habíamos cruzado con dos raudos falucos de pescadores desde que abandonamos el embarcadero de São Caetano de Odivelas en una motora de nombre
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