Lytton Strachey - Isabel y Essex
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- Libro:Isabel y Essex
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2008
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Isabel y Essex: resumen, descripción y anotación
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GILES LYTTON STRACHEY (Londres, 1 de marzo de 1880 - Ham, Wiltshire, 21 de enero de 1932) fue un escritor y biógrafo inglés, miembro del Círculo de Bloomsbury.
Inicialmente ejerció la crítica literaria en The Spectator. Pacifista, se fue inclinando al género de la biografía, en el que llegó a destacar como un maestro, pero del que se valió sobre todo para satirizar la moral hipócrita y las conductas intolerantes de la Inglaterra victoriana; sin embargo escribió primero Hitos en la literatura francesa (Landmarks in French Literature) en 1912, y luego sus celebérrimos Victorianos eminentes (Eminent Victorians) en 1918, colección de cuatro semblanzas de destacados héroes de la generación anterior: el católico cardenal Manning, la famosa enfermera Florence Nightingale, el pedagogo y humanista director del Colegio de Rugby Thomas Arnold y el maniático general Charles Gordon, que pereció en el asedio de Kartum.
Su obra maestra en el género es su biografía de Queen Victoria (1921), pero también compuso algunas biografías más, como Isabel y Essex, y algunas piezas narrativas, como Ermyntrude y Esmeralda, una novelita epistolar donde dos damas victorianas de clase alta intercambian cartas informándose sobre sus mutuos descubrimientos en torno al sexo.
Título original: Isabel and Essex
Lytton Strachey, 2008
Traducción: Rafael Calleja
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
En Inglaterra, la Reforma no fue un suceso meramente religioso: fue también un suceso social. A la par que se hacía añicos el molde espiritual de la Edad Media, tenía lugar una revolución correspondiente, y no de menor alcance, en la estructura de la vida secular y en el asiento del poder público. Los caballeros y los eclesiásticos, que durante largo tiempo habían gobernado, se esfumaron, y de su puesto se apoderó una nueva clase de personas, ni caballerescas ni sagradas, en cuyas competentes y vigorosas manos se reunieron las riendas del poder y sus dulzuras. Esta notable autocracia, creada por el sagaz Enrique VIII, sobrepasó, por último, al poder que la había constituido. En el trono quedó solo una sombra, en tanto que los Russell, los Cavendish y los Cecil regían Inglaterra con solidez insuperable. Durante muchas generaciones ellos fueron Inglaterra, y aún hoy es difícil imaginar una Inglaterra sin ellos.
La mudanza se produjo rápidamente, y se completó en el reinado de Isabel. La rebelión de los condes del norte, en 1569, fue el último esfuerzo de los representantes del viejo orden por escapar a su destino final. Y fue un esfuerzo fallido. El desdichado duque de Norfolk —el débil Howard, que un día soñó en casarse con María Estuardo, la reina de los escoceses— fue decapitado, y el nuevo sistema social se consolidó definitivamente. No obstante, el espíritu del antiguo feudalismo no se había extinguido por completo. Flameó una vez más, encarnado en un solo hombre: Robert Devereux, conde de Essex. La llamarada fue radiante; relumbraron en ella los colores de la antigua caballería y las centelleantes hazañas del pasado, pero no halló sustancia en que alimentarse. Su luz deslumbradora zigzagueó zarandeada por el viento, y quedó súbitamente extinguida. En la historia de Essex, tan incierta en sus rumbos, tan desesperada en sus trances, tan terrible en su fin, cabe discernir, a través de los rasgos trágicos de un desastre personal, la espectral agonía de un mundo abolido.
Su padre, nombrado conde de Essex por Isabel, descendía de todas las grandes casas de la Inglaterra medieval. El conde de Huntingdon, el marqués de Dorset, lord Ferrers —Bohuns, Bourchiers, Rivers, Plantagenets— se agolpaban en su árbol genealógico. Una de sus lejanas abuelas, Eleanor de Bohun, era hermana de María, esposa de Enrique IV; otra, Anne Woolwille, era hermana de Isabel, esposa de Eduardo IV; a través de Thomas de Woodstock, duque de Gloucester, la familia entroncaba con Eduardo III. El primer conde había sido un hombre soñador, virtuoso e infeliz. Con el espíritu de un cruzado, había partido a someter Irlanda, pero las intrigas de la corte, la tacañería de la reina y la indómita resistencia de los irlandeses pudieron más que él: nada consiguió, y al fin murió arruinado y traspasado de dolor. Su hijo Roberto había nacido en 1567. A los nueve años, al morir su padre, era heredero de un ilustre nombre y el conde más pobre de Inglaterra.
Pero eso no era todo. Las complejas influencias que conformarían su destino estaban ya presentes en su cuna: su madre personificaba a la nueva nobleza, al igual que su padre a la antigua. La abuela Lettice Knollys era hermana de Ana Bolena, y la reina Isabel era, por tanto, prima de Essex. Dos años después de la muerte de su padre, se estableció un parentesco aún más señalado al casarse Lettice con Robert Dudley, conde de Leicester. La cólera de Su Majestad y los chismorreos saturados de escándalo fueron nubes furtivas y leves; lo que persistía era el ser Essex hijastro de Leicester, el ostentoso favorito de la reina, el astro dominante de la corte desde la coronación de Isabel. ¿Qué más podía pedir una mente ambiciosa? Ilustre cuna, grandes tradiciones, influencia palatina, hasta escaso dinero: todos los ingredientes para forjar una carrera brillante se habían reunido.
El joven conde creció bajo la custodia de Burghley. A los diez años ingresó en el Colegio de la Trinidad, de Cambridge, donde, cuando tenía catorce, obtuvo —1581— el grado de Master of Arts. La adolescencia transcurrió en el campo, en alguna de sus remotas posesiones occidentales; la de Lanfey, en Pembrokeshire, y más a menudo la de Chartley, en Staffordshire, cuya antigua mansión, con sus vigas talladas, su crestería de almenas, sus ventanales ilustrados con las armas y divisas de los Devereux y los Ferrers se alzaba romancesca en medio de un vasto coto, donde ciervos y venados, jabalíes y tejones, pululaban en amplia libertad. Gustaba de la caza el muchacho, como de todos los deportes viriles, pero también le gustaba leer. Escribía latín correctamente e inglés con elegancia, y podría haber sido un erudito si no hubiese sentido tan a fondo su condición de magnate. Con el tiempo, esta doble tendencia se reflejo en su talante. La sangre corría por sus venas con vigorosa vitalidad; el mancebo justaba y corría con los más esforzados; y luego la salud parecía abandonarle de pronto, y el pálido mozo pasaba horas y horas en su cuarto, tendido, sombreado de melancolía y con un Virgilio en la mano.
A los dieciocho años, Leicester, que pasó a los Países Bajos al frente de un ejército, le nombró general de la caballería. El cargo era más pintoresco que gravoso, y Essex lo desempeñó perfectamente. En festivales y torneos, a retaguardia, «infundió a todos gran esperanza —dice el cronista— por su noble bizarría con las armas», esperanza no fallida cuando llegó el momento del combate efectivo. En la temeraria carga de Zutphen, se destacó entre los más bravos, y después de la batalla fue armado caballero por Leicester.
Más venturoso —tal pareció al menos— que Philip Sidney, Essex retomó a Inglaterra indemne. Desde entonces frecuentó la corte asiduamente. La reina, que le había conocido desde niño, se le mostró propicia. Su padrastro envejecía. En aquel palacio, barba blanca y rostro rubicundo eran desventajas importantes, y bien pudo pensar el curtido cortesano que el favor de un pariente juvenil podía fortalecer el suyo propio y, en especial, ser contrapeso para la ascendiente influencia de Walter Raleigh. En todo caso, pronto no fue menester empujar a Essex hacia arriba. Para todos fue obvio que Isabel se sentía fascinada por el guapo mozo, arrogante y simpático; por sus francas maneras, su ánimo jovial, sus frases y sus miradas de adoración, su esbelta y alta figura, y sus manos exquisitas, y su cabello de color caoba, y su noble cabeza, que sabía inclinar tan gentilmente. El nuevo astro, elevado con extraordinaria rapidez, lució de pronto único en el firmamento. La reina y el conde no se separaban. Ella tenía a la sazón cincuenta y tres años; él no había cumplido los veinte: peligrosa conjunción de edades.
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