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Lytton Strachey - La reina Victoria

Aquí puedes leer online Lytton Strachey - La reina Victoria texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 1921, Editor: ePubLibre, Género: Historia. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Lytton Strachey La reina Victoria
  • Libro:
    La reina Victoria
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1921
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La reina Victoria: resumen, descripción y anotación

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Antecedentes

I

El 6 de noviembre de 1817 murió la princesa Carlota, hija única del príncipe regente y heredera de la Corona de Inglaterra. En su corta vida había gozado de pocas alegrías. Impulsiva por naturaleza, caprichosa y apasionada, siempre anheló la libertad y nunca llegó a alcanzarla. Criada en un ambiente de violentas discusiones familiares, desde muy niña fue separada de su madre, mujer excéntrica y licenciosa, para pasar a manos de su padre, hombre también licencioso y egoísta. Cuando la princesa cumplió los diecisiete años su padre decidió casarla con el príncipe de Orange, a lo que ella asintió en un primer momento, hasta que de repente se enamoró del príncipe Augusto de Prusia y rompió el compromiso. Esta no era su primera aventura amorosa; con anterioridad había mantenido correspondencia clandestina con el capitán Hess. El príncipe Augusto ya había celebrado un matrimonio morganático, pero la princesa no lo sabía y él tampoco se lo dijo. En junio de 1814, cuando ella estaba dando largas a las negociaciones con el príncipe de Orange, los soberanos aliados llegaron a Londres para celebrar su victoria. Entre ellos, en el séquito del emperador de Rusia, estaba el joven y distinguido príncipe Leopoldo de Sajonia-Coburgo, quien hizo reiterados intentos para atraer la atención de la princesa, pero ésta tenía el corazón puesto en otra persona y no le hizo caso. Al mes siguiente, el príncipe regente descubrió que su hija se veía en secreto con el príncipe Augusto e inmediatamente tomó cartas en el asunto. Despidió a todos los sirvientes de la princesa y la condenó a vivir en el más estricto retiro en Windsor Park. «¡Dios Todopoderoso, dame paciencia!», exclamó la princesa cayendo de rodillas, presa de una gran agitación. Después, se puso en pie de un salto, corrió escaleras abajo por la puerta de atrás, salió a la calle, cogió un taxi precipitadamente y se fue a Bayswater, a casa de su madre. Fue descubierta, asediada y, finalmente, accediendo a los ruegos de sus tíos, los duques de York y Sussex, y a los del obispo de Salisbury, volvió a Carlton House a las dos de la mañana. La princesa estuvo encerrada en Windsor, y no volvió a oír hablar del príncipe de Orange. El príncipe Augusto también desapareció. Así, por fin, el príncipe Leopoldo de Sajonia-Coburgo tenía el camino abierto.

Este príncipe fue lo suficiente inteligente como para ganarse los favores del regente, impresionar a los ministros y hacerse amigo de uno de los tíos de la princesa, el duque de Kent. Aprovechando las influencias del duque se puso en contacto con la princesa, que ahora confesó que necesitaba al príncipe para lograr su felicidad. Estando Leopoldo en París, después de la batalla de Waterloo, el edecán del duque les servía de mensajero y cruzaba el Canal constantemente llevando y trayendo sus cartas. En enero de 1816 el príncipe fue invitado a Inglaterra, y en mayo se celebraba el matrimonio.

El carácter del príncipe Leopoldo contrastaba sorprendentemente con el de su mujer. Hijo menor de un príncipe alemán, tenía veintisiete años y ya se había distinguido en la guerra contra Napoleón, había demostrado grandes dotes diplomáticas en el Congreso de Viena y ahora se disponía a emprender la ardua tarea de domar a una princesa rebelde. De modales fríos y formales, reposado al hablar, prudente en su forma de actuar, pronto dominó a la arisca, impetuosa y generosa criatura que tenía a su lado. Descubrió en ella muchas cosas que le resultaban intolerables: era inquisitiva, impaciente, de risa estrepitosa, carecía de ese autodomino que una princesa necesita, y sus modales resultaban odiosos. Él sabía mucho de modales, ya que se había movido, como él mismo explicó a su sobrina muchos años después, entre la más selecta sociedad europea, la llamada en francés de la fleur de pois. La pareja tenía roces constantes y todas las escenas terminaban de la misma manera: ella de pie frente a él, con cara de niño rebelde con enaguas, el cuerpo inclinado hacia adelante, las manos atrás, las mejillas rojas y los ojos encendidos, y confesando, por fin, que estaba dispuesta a hacer lo que él quisiera. «Haré lo que tú desees», decía; y él contestaba invariablemente: «No quiero nada para mí, cuando trato de imponerte algo es porque tengo la convicción de que es en tu propio interés y por tu bien».

Entre la servidumbre de Claremont, cerca de Esher, donde la pareja real fijó su residencia, se encontraba el joven médico alemán Christian Friedrich Stockmar, que era hijo de un juez de poca categoría de Coburgo. Stockmar había servido en la guerra como oficial médico y después había ido a ejercer su carrera a su ciudad natal, donde conoció al príncipe Leopoldo. Este quedó tan impresionado por sus conocimientos y habilidad que, después de su matrimonio, se lo llevó a Inglaterra como médico particular. Cuando el joven aceptó el puesto desconocía las numerosas y variadas sorpresas que el destino iba a depararle: influencia, poder, misterio, desdicha y sufrimiento. La posición que tenía en Claremont era muy humilde, pero la princesa se encaprichó con él; le llamaba «Stocky» y jugueteaba con él por los pasillos. Aunque de constitución dispéptica y temperamento melancólico, el joven médico se mostraba a veces muy alegre y en Coburgo se le conocía por su ingenio. También era una persona justa y miraba con aprobación a la pareja real. Así, escribía en su diario: «Mi señor es el mejor marido del mundo, y su mujer siente por él un amor tan inmenso que sólo puede compararse con la deuda exterior de Inglaterra». Poco tiempo después, Stockmar demostró otra de sus cualidades: la prudente sagacidad que iba a caracterizar toda su vida. En la primavera de 1817, cuando se supo que la princesa estaba esperando un hijo, le fue ofrecido el puesto de uno de sus médicos privados, pero él tuvo el buen sentido de rechazarlo. Presentía que sus compañeros le tendrían mucha envidia, que probablemente no tomarían en cuenta sus opiniones y que, si algo salía mal, sin duda sería al médico extranjero a quien le echarían la culpa. Stockmar en seguida se dio cuenta de que el escaso régimen alimenticio y las continuas sangrías a que estaba sometida la pobre princesa eran un error. Habló con el príncipe a solas y le rogó que comunicara su opinión a los médicos ingleses, pero su esfuerzo fue en vano. La princesa continuó durante varios meses con el mismo régimen deficiente, que estaba entonces de moda, hasta que el 5 de noviembre a las nueve de la noche, después de más de cincuenta horas de parto, dio a luz un niño muerto. Hacia la media noche su mermada resistencia iba cediendo. Entonces Stockmar accedió por fin a verla. Cuando entró en el cuarto la encontró agonizante mientras los médicos insistían en darle vino. Ella le cogió la mano y se la apretó mientras le decía: «Me están poniendo chispa». Un poco después se fue, y estando en la habitación de al lado oyó que ella le llamaba a voces: «¡Stocky!». Cuando entraba apresuradamente en la habitación, de la garganta de la enferma salían los últimos estertores y su cuerpo sufría violentas convulsiones; de repente encogió las piernas y todo terminó.

El príncipe, después de muchas horas de contemplar a la princesa, había salido de la habitación para descansar un poco y ahora Stockmar tenía que darle la noticia de que su mujer había muerto. Al principio, el príncipe no podía dar crédito a lo ocurrido. De camino a la habitación se desplomó en una silla mientras Stockmar permanecía arrodillado a su lado: todo era un sueño, no podía ser cierto. Cuando llegó junto a la cama, se arrodilló y besó las manos frías de su mujer. Después, levantándose, exclamó: «Estoy completamente desolado. Prométeme que nunca me abandonarás», y se echó en los brazos de Stockmar.

II

La tragedia ocurrida en Claremont tuvo importantes consecuencias. El caleidoscopio real había cambiado de repente y nadie sabía cómo se iba a formar otro nuevo. La sucesión al trono, que había sido tan satisfactoriamente resuelta, era ahora una incógnita que requería urgente solución.

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