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Violaine Huisman - Fugitiva y reina

Aquí puedes leer online Violaine Huisman - Fugitiva y reina texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2018, Editor: ePubLibre, Género: Niños. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Violaine Huisman Fugitiva y reina
  • Libro:
    Fugitiva y reina
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2018
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Fugitiva y reina: resumen, descripción y anotación

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Luz

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I

E l día de la caída del muro de Berlín, el año en que yo cumplía diez años, mientras en las pantallas del mundo entero desfilaban imágenes de abrazos, lágrimas de alegría, manos levantadas haciendo el signo de la victoria, procesiones de hombres y mujeres alborozados frente a montículos de piedras, cascotes, nubes de polvo, nosotros los franceses asistíamos a aquel acontecimiento histórico a través de fundidos encadenados sobre el rostro severo del presentador del telediario de la noche, que nos invitaba tácitamente a sentarnos a la mesa —al menos a aquellos que observábamos un ritual familiar y para quienes el telediario había remplazado a la bendición de la mesa, o constituía una especie de plegaria republicana, un rito laico en consonancia con la laicidad de nuestra patria—, y yo permanecía atónita con los ojos fijos en el televisor, espantada por aquel caos cuyo alcance geopolítico se me escapaba completamente, pese a los esfuerzos pedagógicos del locutor —la importancia de las noticias podía deducirse de su dicción: se iba haciendo más grave cuando la seriedad del asunto lo requería, y se volvía más aguda los domingos por la noche, cuando se encargaba de anunciar la redifusión de una comedia o una película de aventuras a los telespectadores que la habían esperado durante toda la semana— no, el alcance del acontecimiento no tuvo ningún efecto sobre mi conciencia, pero no por ello me impresionó menos, fascinada por aquellos reportajes a través de los cuales me parecía distinguir en segundo plano, como detrás de un cristal, en transparencia, las huellas de mamá, su retrato magnificado entre las ruinas, su cuerpo disimulado bajo los escombros, su rostro sobre los cascotes, quizá sus cenizas. Hasta entonces había admirado a mamá con arrobada adoración, y el brillo de su presencia no había tenido tiempo de empañarse en mi mirada húmeda de niña. Se había eclipsado brutalmente. Mamá había caído en una depresión tan devastadora que había tenido que ser internada a la fuerza durante largos meses. Después de haberme mentido durante mucho tiempo sobre las razones de su repentina desaparición, me habían informado de que mamá era maníaco-depresiva. La frase se me había quedado grabada así, en bloque —tu-madre-es-maníaco-depresiva— una frase pronunciada por un adulto cualquiera, una de esas frases de persona mayor que no servían para nada, salvo para confundirme o para obsesionarme. Su eco se convirtió en el leitmotiv de mi tormento, mientras mi lengua entrelazaba y desentrelazaba sus palabras diluyendo el escaso sentido que yo discernía en ellas. Para empezar, maníaco-depresiva no significaba nada. O sí, quería decir que mamá podía subir a torres, torres que yo visualizaba en las esquinas de un fuerte; en mi imaginación mamá trepaba a la cima de aquellos torreones a toda velocidad y se lanzaba de un salto a lo más hondo de unas mazmorras o catacumbas, en cualquier caso a un lugar frío y húmedo con hedor a muerte. De modo que mamá desapareció de la noche a la mañana. Mis recuerdos de lo que ocurrió antes de su huida eran probablemente demasiado inconexos como para extraer de ellos un relato coherente, pero las explicaciones que se me habían dado eran tan inverosímiles como inaceptables. A fin de cuentas, no había nadie que recordase mi infancia mejor que yo, quitando a mi hermana, que no había retenido exactamente los mismos episodios de nuestra epopeya, y que a veces podía soplarme alguna que otra respuesta para llenar las lagunas de mi memoria. Solo nos faltaba un elemento: el instante exacto de su caída. Dicho incidente, si había tenido lugar, se nos había escapado a ambas, y esta elipsis solo nos dejaba con la vaga impresión de que habíamos estado a punto de morir. Sí, aquella angustia persistía. Una anécdota apoyaba nuestra hipótesis, no porque estuviera claro que había sido el elemento desencadenante, pero no pudiendo identificar este con exactitud, aquella desgraciada aventura hacía las veces del mismo: el accidente de coche a la ida o a la vuelta del colegio, mi hermana delante, en el asiento del copiloto, yo detrás, las dos como siempre sin cinturón de seguridad, y mamá, que en primera línea del semáforo de la avenida George V aceleraba de golpe acompañada por fuertes chirridos de neumáticos en la perpendicular de la avenida de los Campos Elíseos. Imposible recordar cuántos coches nos embistieron, pero en todo caso los suficientes para mandar nuestro pequeño Opel al desguace.

Estábamos acostumbradas a su conducción deportiva. Siempre con retraso adonde quiera que fuese, podía suceder que atajase por la acera cuando el tráfico no avanzaba, una técnica de probada eficacia para evitar los atascos. Con la mano izquierda, un pitillo entre los dedos, hostigaba a los transeúntes. ¡Dejen paso! ¡Tenemos prisa! Únicamente en la autopista se lo pensaba dos veces antes de transitar por el arcén, y eso solo cuando veía que estaba la policía —¡Cuidado, la policía!—, y si nos paraban circulando por la acera, doblando por una calle en dirección prohibida, después de habernos saltado varios semáforos, numerosos stops y de haber insultado de pasada a profusión de automovilistas, ciclistas y otros imbéciles a nuestro paso, mi hermana y yo teníamos instrucciones de hacernos las moribundas. Entonces ella explicaba que sus dos hijas, o una de las dos —en ese caso, la otra tenía que poner cara de consternación— estaba gravemente enferma y nos estaba llevando al hospital, era una cuestión de vida o muerte. A veces funcionaba, pero al parecer la escena de seducción que tenía lugar a continuación también era en gran parte responsable del éxito de la estratagema. Mamá era una de las mujeres más hermosas que hayan pisado la faz de la tierra, decían todos los que la habían conocido en el paroxismo de su esplendor, y su belleza fue para ella tan fatal como lo fue para los hombres y mujeres que sucumbieron a su seducción. A nosotras nos parecía normal que mamá condujese como una chiflada: el código de circulación no era más que pura teoría, y ponerlo en práctica le habría parecido descabellado, pero por lo general, antes de arremeter con el coche, si veía venir un camión de frente a todo meter, se lo pensaba dos veces: ¡Huy, este es un poco grande! Por eso quedamos alucinadas al comprobar con qué determinación encajó la paliza de parachoques que se nos vino encima cuando nos lanzamos haciendo trompos avenida de los Campos Elíseos abajo. No sé por qué milagro salimos las tres ilesas.

Cuando ingresaron a mamá, primero aterrizamos en casa de nuestros amigos. Nuestros padres llevaban muchos años separados —debido a una puñetera historia de cuernos, como decía mamá— y entretanto ella se había vuelto a casar; tal como explicaría más tarde, el desastre de esta última ruptura había sido la razón de que se le cruzaran los cables. Nuestro padre no estaba lo que se dice supermotivado por la idea de quedarse con la custodia de sus hijas, de modo que hubo que pasar revista a todas las demás opciones antes de llegar a la conclusión inevitable de que aquellas niñas no podían seguir dando tumbos de casa en casa. Para nosotras no era ningún drama vivir en casa de nuestros compañeros de clase —no era ningún drama ese aspecto de nuestra suerte porque, por lo que al resto se refiere, estábamos completamente desesperadas—. Nuestros amigos habían sido, eran y serían para siempre nuestras familias de sustitución, nuestras familias por piezas, móntelo usted mismo. A los doce y diez años, mi hermana y yo íbamos a tener que arreglárnoslas solas, sin mamá, y nuestras familias a base de remiendos resultaron ser un apoyo inquebrantable.

¡Apañáoslas! era la orden que reaparecía regularmente en medio de sus exhortaciones, conminándonos a que nos fuéramos a la mierda o a que la dejáramos en paz, a que no le tocáramos los cojones y a que entendiéramos que se la sudaban nuestros dilemas morales o nuestras preocupaciones de niñatas consentidas. ¡Apañáoslas, me tenéis harta con vuestros problemas de mierda! Las diatribas de mamá no acababan ahí, por lo general empezaban ahí. Sufríamos tan a menudo su espeluznante verborrea que mi hermana y yo evitábamos mirarnos cuando esta se anunciaba, clavando los ojos en nuestros pies. Dejarla hablar, sobre todo no reaccionar, esa era nuestra consigna. Tampoco reírse, ni siquiera cuando sus reprimendas se volvían tan extravagantes que resultaban cómicas, pellizcarse si era necesario para contener la risa. Poner un aire contrito y arrepentido, hasta cuando nos sacaba su gran frase, la más delirante de todas: ¡No os dais cuenta de que os he limpiado el culo durante años! Esta frase, un clásico del repertorio de mamá, se erigía como la prueba irrefutable de que aquella mujer estaba como un cencerro, ¡le faltaba un tornillo, a la vieja! ¿Cómo hubiéramos podido tomar en serio semejante declaración? No habíamos pedido nada, ¡y menos aún nacer en aquella casa de locos! La frase también tenía el mérito de recordarnos que nosotras no éramos las responsables de todo. Sus soliloquios, pronunciados en el tono de una bronca en toda regla, empezaban más o menos en estos términos: Pobrecita mema, ¡si supieras todo lo que he hecho por ti! ¡Menuda ingratitud! No te imaginas ni la cuarta parte de los sacrificios que he hecho, por ti y por tu hermana, todo por vuestra cara bonita. ¿Pero quiénes sois vosotras para venir a juzgarme en mis momentos débiles? ¿Quién puede jactarse de no tener ningún fallo, eh, quién? ¿Pero quién coño os habéis creído que sois, miserables gilipollas de mierda? ¿Os dais cuenta de que os he limpiado el culo durante años? No, claro. Pues mira, me la sudan vuestros problemas de mierda; si os ponéis así no tenéis más que apañároslas. Ya veremos a ver, quiénes son las que vienen luego pidiendo socorro, una vez que hayáis acabado conmigo. Hago lo que puedo, ¿lo habéis oído? No doy más de mí, y si para vosotras no es suficiente, idos por ahí, a ver si encontráis una madre mejor. Mientras tanto, mamá hace lo que puede, mamá está pero que muy harta, ¡mamá está hasta los cojones, mamá también es un ser humano, y mamá os manda a la puta mierda!

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